A contracorriente
HIROSHIMA Y NAGASAKI
Enrique
Arias Vega
El horror de los cientos de miles de
muertos que causaron las bombas de Hiroshima y Nagasaki y sus crueles secuelas
radiactivas no debe impedir una reflexión más amplia que nos ilustre sobre la
triste condición humana.
Acabada la II Guerra Mundial en Europa
el 4 de mayo de 1945, con la rendición de las tropas alemanas al general
británico Montgomery, no pasó lo
mismo en el Pacífico, donde los japoneses resistieron incluso el bombardeo
convencional de 67 ciudades durante medio año. De ahí la inusitada decisión de Harry S. Truman, accidental presidente
de Estados Unidos, de lanzar una bomba atómica sobre la población de Hiroshima
el 6 de agosto, la cual evitaría la prolongación del conflicto y salvaría sobre
todo vidas de soldados yankees.
No le tembló el pulso al hombre, pero
ni por ésas se rindieron los japoneses, quienes ya habían dado muestras de su
coraje y hasta de una particular vesania durante su guerra de anexión asiática.
Así que Truman ordenó el lanzamiento de una segunda bomba sobre Nagasaki el día
9 y sólo entonces, seis días después, Japón capituló.
Lo curioso de ese brutal ataque, sin
precedentes en la historia de la humanidad, es que no convirtió a los
norteamericanos en personajes odiados en Japón, sino todo lo contrario: su
acción acabó con un régimen feudal de corte fascista, de un Estado militar-teocrático,
descubrió a sus ciudadanos su retraso tecnológico y les puso como locos a
imitar el estilo de vida y los conocimientos de sus agresores, de quienes se
convirtieron desde entonces en sus mejores aliados.
Ya ven qué paradoja. Mientras fuera
del país el mundo se horrorizaba con los efectos letales de la energía atómica,
sus nacionales quisieron ser amigos de sus atacantes. Y es que nunca acabamos
de sorprendernos y de aprender con los vaivenes de la Historia.
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