sábado, 7 de diciembre de 2019

DEPREDADORES INFANTILES


DEPREDADORES INFANTILES
GERARDO TECÉ
Matar a un ruiseñor, la novela de Harper Lee que Gregory Peck protagonizó en el cine, cuenta una historia sobre la moral y la pérdida de la inocencia. El abogado Atticus Finch decide defender a un negro en la Alabama de los años 30. Al tiempo que se enfrenta a sus vecinos por “ser el amigo de los negros”, el abogado, que también es padre viudo, tiene que educar y proteger a sus dos hijos en mitad de esa sociedad enferma de racismo. Setenta años después, este clásico del cine y la literatura sería acusado de adoctrinamiento por algunos que salen representados en la historia como esos vecinos armados que pretenden ajusticiar al negro sin juicio previo. Con los hijos del abogado como testigos y víctimas de todo aquello.


Intentar proteger a los niños a pesar de los pesares es una constante en toda sociedad civilizada. Un pacto tácito que se respeta incluso en tiempos de guerra, cuando todo se desmorona. Protegemos a los niños, aunque sean de otros, si los vemos acercarse demasiado al borde de la carretera. Los protegemos de la muerte y hasta de su existencia –el abuelo se ha ido de viaje–. Los protegemos de los naufragios –papá y mamá van a vivir en casas distintas, pero se quieren mucho– y de los problemas económicos –los Reyes Magos este año están en crisis–. Los protegemos de los problemas sociales –el telediario es para los mayores– y de quienes no quieren proteger a los niños, sino todo lo contrario –a ver con quién chateas–. Protegemos a los niños de ellos mismos –prohibido vender alcohol y tabaco a menores– y de cualquier sombra que los rodee, aunque el mundo esté lleno. Se llama instinto de protección con el más débil. Quien no lo tiene está enfermo o es el peligro del que hay que protegerlos.

Hay niños que no pueden ser protegidos. Hay naufragios sociales tan grandes que acaban con algunos subidos a una patera o escondidos en el remolque de un camión, alejándose de una casa que no los protege. Son niños de otros. Esos que siempre, siempre, están al borde de la carretera. Ayer, el centro de menores de Hortaleza, en Madrid, fue atacado. Y no como debería haber sido atacado, por la falta de inversión, por incumplir las medidas de bienestar de los niños que allí viven. Fue atacado con una granada. Un arma de guerra contra niños que días atrás fueron atacados con dedos que los señalaban como potenciales delincuentes a las puertas de su casa de acogida. Hasta en la Alabama racista de los años 30 de Matar a un ruiseñor, los niños negros eran protegidos porque, al fin y al cabo, negros o blancos, eran niños. Toca proteger más que nunca. Los depredadores infantiles están al acecho.


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