ERDOGAN, COMO FRANCO TRAS GANAR LA GUERRA
LUIS MATÍAS LÓPEZ
La respuesta del
presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, al fracaso del golpe militar está
dilapidando en unos días el caudal de respaldo interno y externo que recibió
como símbolo de la supervivencia de un Gobierno legítimo, emanado de unas
elecciones libres y democráticas, frente a la fuerza bruta. El sector del
Ejército que se rebeló dio la sensación de no saber siquiera en qué siglo vive,
de cómo las redes sociales pueden ser armas tan eficaces como los fusiles, de
no entender en definitiva hasta qué punto han cambiado las cosas en Turquía
desde que Atatürk, creador de la república laica para colocar al país en la
senda de la modernización y el progreso, otorgó a los uniformados un derecho de
intervención, utilizado luego en exceso.
Por un momento, los
críticos a la deriva autoritaria e islamista del líder del Partido de la
Justicia y el Desarrollo (AKP) olvidaron sus reservas ante la amenaza de una
involución que prometía devolver al país a los tiempos oscuros. Entre 1960 y
mediados de la década de los ochenta –y después de forma menos burda–, el golpe
militar fue moneda corriente y las instituciones civiles terminaban sometidas
al poder de los cuarteles en cuanto pretendían actuar como si fueran autónomas.
Erdogan rompió esa dinámica.
Por desgracia, la
esperanza no tardó en revelarse como espejismo. El sultán, que parece mirarse
en el espejo del zar Putin, no se está comportando como un dirigente moderador
que, ante una situación de emergencia, busca la reconciliación interna, sino
como un revanchista que aprovecha la oportunidad para reprimir sin piedad a sus
enemigos y rivales. Cuando debería ser la hora de la clemencia, el reloj da las
campanadas de la venganza. De no revertirse la tendencia, Turquía saldrá de
esta crisis más fracturada y dividida que antes y con una concentración de
poder en su presidente que amenaza con suprimir el juego de equilibrios
consustancial con los regímenes democráticos.
Aunque el régimen
turco tenga una legitimidad incomparablemente superior –la que emana de las
urnas y no de las armas–, la situación recuerda en algún sentido a la de España
tras la Guerra Civil. Pese a una victoria rotunda que le habría permitido ser
clemente e intentar cerrar las heridas de la contienda, Franco se comportó como
el dirigente mezquino e implacable que había demostrado ser durante la
contienda. Sus enemigos y rivales terminaron en el exilio, la cárcel o el
paredón. Los sospechosos, con razón o sin ella, de albergar simpatías con el
derrotado régimen republicano fueron purgados de forma inmisericorde y
apartados incluso de los puestos de relevancia menor en la administración
pública. En su ansia por atajar el mal de raíz e implantar un pensamiento
único, el caudillo ordenó una purga masiva de maestros y profesores de
instituto y de universidad. España entró en una edad sombría de la que costó
salir cerca de 40 años.
Salvando las
distancias –que son muy grandes– Erdogan está haciendo algo parecido tras el
fracaso del golpe a lo que hizo Franco una vez que quedó “vencido y desarmado
el Ejército Rojo”. Podría haberse limitado a perseguir, con todas las garantías
judiciales, a los directamente implicados en la intentona, además de limpiar la
cadena de mando militar de sus elementos más claramente golpistas, para
prevenir intentonas futuras. En definitiva, en lugar de mirar a la España de
Franco podría haberlo hecho a la España de 1981 cuando, tras el golpe del 23-F,
el castigo a los conjurados quedó en manos de los tribunales, aún a costa de
dejar impunes a algunos de ellos.
Sin embargo, en
lugar de optar por una opción moderada, la que mejor habría garantizado la paz
interna, ha optado por lanzar una purga brutal que ha supuesto unos 13.000
detenidos y 60.000 represaliados, amén de la clausura de incontables medios de
comunicación, escuelas, universidades, fundaciones, asociaciones culturales o
religiosas, organizaciones sindicales y hasta centros médicos públicos y
privados. Ni siquiera se ha salvado el estamento judicial, despojado de buena
parte de sus efectivos –hoy en la cárcel o en el paro– y con una de sus
principales organizaciones, la Unión de Jueces y Fiscales, ilegalizada. ¡Si
Montesquieu levantase la cabeza…!
El cuadro se
completa con la insinuación de que se puede restaurar la pena de muerte,
incluso con efectos retroactivos, la suspensión de la Convención Europea de
Derechos Humanos, las denuncias de malos tratos e incluso torturas y la
ampliación hasta a 30 días del plazo de detención sin necesidad de presentar
cargos. Todo un conjunto de medidas incompatible, dicho sea de paso, con la
aspiración a ingresar algún día en la UE, aunque ése sea un tren que lleva
demasiado tiempo varado en dique seco.
La situación ha
rescatado para Turquía la expresión golpe de Estado civil, dando por supuesto
que el objetivo final de Erdogan es aprovechar la coyuntura para acelerar sin
reparar en medios un proyecto cesarista destinado a concentrar el máximo de
poder en sus manos.
El futuro de
Turquía dependerá no sólo de cómo Erdogan fuerza la máquina, sino también de la
capacidad y fuerza de la oposición para resistirse a sus designios. En ese
contexto hay que entender la manifestación de decenas de miles de personas,
convocadas el domingo pasado, sobre todo por el Partido Republicano del Pueblo
(el que fundó Atatürk hace un siglo), en la plaza Taksim de Estambul.
Las consignas
contra los golpes, las dictaduras, la pena de muerte y el estado de emergencia,
así como la reivindicación de la democracia, las libertades cívicas, el Estado
de derecho y la separación de poderes recordaron que hay otra Turquía diferente
de la que está diseñando a su medida Erdogan. El presidente optó por autorizar
la concentración, incluso llamó a los suyos a participar en la misma, aunque de
forma tan tibia que casi ninguno lo hizo. Fue un gesto hábil, tanto por el
carácter ambivalente y pacífico de la convocatoria como porque reprimirla
habría tenido en ese contexto una amplia y nefasta repercusión internacional.
Entre tanto, al
oeste del Bósforo, Estados Unidos y la Unión Europea intentan nadar y guardar
la ropa, mantener el equilibrio entre las tibias críticas a la represión y el pragmatismo
que obliga a mantener buenas relaciones con un fiel aliado en la OTAN. Porque
se trata de un país que cuenta con el segundo Ejército más numeroso de la
Alianza y con una situación geoestratégica y una capacidad de intervención
vital para cualquier intento de solución al caos de Oriente Próximo y a la
crisis de los refugiados que está sacudiendo hasta los cimientos el proyecto de
integración europea. En tales circunstancias, la siempre muy necesaria
estabilidad se convierte en una prioridad absoluta.
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