DISCULPE,
SI DIGO
LA VERDAD
GUILLERMO DE JORGE
Siempre blandimos en nuestra más
cercana infancia y adolescencia un sentido de la honorabilidad que estaba,
evidentemente, acorde con nuestros sueños y con nuestros mundos más secretos, y
que no estábamos dispuestos a abdicar –aunque muchos se empeñaran en ello-.
Pasado el tiempo, ese código tácito que firmamos con la sangre de nuestros
sueños, se empezó a diluir cuando empezamos a contabilizar el valor del dinero.
Sí, mi querido lector, fue así. Dejamos a un lado las quimeras y las utopías en
el momento justo en el que empezamos a contar en verde.
He ahí, quizás, el mito de las
puñaladas por la espalda. Las bajadas de pantalones, respectivas, sin más, a
costa de lo que sea. O el recurrido método de la endogamia con su propio ser,
declarado públicamente para seguir viviendo la gran historia de amor consigo
mismo.
Quizás, por eso siempre se me ha
venido a la cabeza la frase: “Perdone, usted, si le digo la verdad”. Y es que,
de una manera u otra, hemos aceptado que todo aquel que nos lleva la contraria
o todo aquel que nos dice lo que piensa, debe siempre de estar en contra de
nosotros. Sí, mi querido lector, es así. En cierta manera, me sorprende como,
de una manera u otra, hemos aceptado que por imperativo legal y personal - sobre
todo, para salvaguardar nuestro ego y nuestro amor propio- nadie puede estar en
contra de ese mundo que hemos creado a nuestra justa medida, aunque haya sido
bajo las premisas de una mentira o, lo que es peor, aunque esa persona vaya en
contra de un mundo que ni uno mismo es capaz de creer.
Sin embargo, debo de reconocer que
existe en lo más profundo una necesidad de no traicionarme. Es uno de esos
impulsos que hace mirar siempre a la cara a aquellos con los que hablo. Es la
razón que hace que no tenga miramientos a la hora de decir lo que pienso,
aunque sea a costa de tragar y más tragar. Aunque a veces me encuentre en una
encrucijada por hablar más de la cuenta. Pero, confieso, que no me importa.
Acepto mi punto débil. Me resigno a la crónica de una muerte anunciada.
A veces, reconozco, que no existe
otra opción –nadie me enseñó a mentirme a mí mismo o a aquellos que, por una
razón u otra, confiaron alguna vez en mí-. Sin embargo, pienso que a estas
alturas ya no tengo otra alternativa. Que si no fuese así, quizás, este
artículo, como otros, nunca habrían sido escritos. Y sobre todo, porque si
alguna vez se me pasase por la cabeza contar o escribir algo en lo que no
creyese de verdad, sin duda alguna, ese día sería el último en el que siguiese
publicando en este periódico. O, quizás, fuese la última vez que escribiese
para alguien.
Guillermo
de Jorge
Escritor
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