SAN FERMÍN, POBRE DE TI
DAVID TORRES
Poco a poco vamos
comprendiendo de que los sanfermines son, entre otras muchas cosas, una fiesta
de la violación. Hay gente que va a beber y a comer, gente que va a correr los
toros, gente que va a hacer el hemingway, y gente que va a violar mozas, pero
no sabemos todavía cuál es la interacción exacta entre todas estas actividades.
Conviene no mezclarlas mucho, por lo que pueda pasar. Unos beben todo el día y
toda la noche; otros prefieren dormir de un tirón para ir descansados a una
carrera a través de las calles de Pamplona entre un ferrocarril de cuernos y
pezuñas; otros se ponen hasta arriba de alubias; otros se dedican a acorralar
mujeres que van solas, agredirlas y violarlas en manada.
Tan en manada que
los cinco detenidos por la agresión sexual que tuvo lugar la madrugada del
jueves en un portal se fotografiaron horas antes de la agresión delante de un
bar llamado “La Perla Vascongada”. En los comentarios a la foto subida a la
cuenta twitter de uno de ellos, un amigo advertía: “Pasadlo bien, no abuséis de
las chavalitas que allí están…”. Se ve que los conocía bien. En el móvil de uno
de los supuestos agresores se encontró la filmación de los abusos y también se
ha hecho pública la noticia de que uno de los cinco es un agente de la Guardia
Civil. Por lo visto, Hemingway se dejó en el tintero lo mejor.
Cuando a una fiesta
pagana se le pone el marchamo de santidad, la cosa empieza por calentarse y al
final se nos va de las manos y de los pies. Las borracheras mitológicas de los
sanfermines me recuerdan a Mongo, aquel amigo del bar de los salesianos que presumía
de que hacía una de las procesiones del Rocío de rodillas, sangrando y con un
pedo espectacular. Cuando alguien le reprochaba la borrachera, Mongo se ponía
bien serio: “¿Ponerse pedo? La devoción más bonita que hay”. Fermín de Amiens
era un niño de buena familia del que no se recuerdan muchos milagros, excepto
que fue ordenado obispo a los 24 años y decapitado poco después. Un santo sin
cabeza parece el símbolo perfecto para unas fiestas que consisten básicamente
en correr delante de unos cuadrúpedos por la mañana, matarlos por la tarde en
la plaza, emborracharse y vomitar a cualquier hora, y hacer el bestia a
discreción. Hemingway lo contó más bonito pero básicamente los sanfermines
consisten en un botellón obligatorio demasiado largo y con demasiados
participantes.
Lo curioso es que
estos últimos años la sordidez de las agresiones sexuales ha ido desbancando a
la épica de los encierros. No ocurre porque ahora los violadores sean más
tontos, más machotes o porque hayan decidido montar excursiones juntos a
Pamplona: simplemente vamos cobrando conciencia del reverso repugnante de los
sanfermines, ése que siempre estuvo ahí y al que el novelista no prestó mucha
atención. Al menos sobre el papel. Al fin y al cabo, Hemingway sostenía la
teoría de que un relato debía de ser como un iceberg, con la mayor parte de la
trama sumergida. En Fiesta, por debajo del vino y la comida, el auge del
machismo y el aire exultante de libertad, también están ese borracho que se
despertó la otra mañana en un parque mientras le estaban haciendo una mamada y
esa turista francesa que acaba de denunciar otra violación.
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