LA DEMOCRACIA Y EL AMOR
DAVID TORRES
Nunca me había dado
cuenta, hasta que salieron los datos finales de las elecciones del domingo,
cuánto se parece el amor a la democracia. La frustración que se genera entre
los resultados y las expectativas evoca el fragor de aquellas noches de sábado
en las que me proponía entrarle a la rubia más maciza de la barra y en las que
terminaba vomitando y dando tumbos apretujado en un rincón del búho. Era
difícil explicar qué había sucedido entre un momento y otro pero lo único
seguro es que había sucedido. El detective Martin Hart, cuando la policía le
preguntaba qué había pasado con su compañero Rust Cohle, cómo es que había
fracasado en una de sus relaciones, respondía sabiamente: “La realidad”. Luis
Cernuda aprovechó ambos conceptos, más una conjunción copulativa para titular
así su poesía completa: la realidad y el deseo.
Muchos analistas y
unos cuantos proctólogos siguen dándole vueltas al extraño caso del millón y
pico de votos desaparecidos, un enigma digno de Iker Jiménez, sobre todo si se
tiene en cuenta que ese millón y pico de votos, antes de su desaparición, no
estaban en ningún sitio. Quien regresa a casa sin comerse un rosco no puede
aceptar que la intención tampoco se come. Si la intención de voto contase algo,
yo a los catorce años me habría follado a los ángeles de Charlie. La distancia
kilométrica, el obstáculo del idioma, la diferencia de edad y de clase social,
eran detalles sin importancia comparados con el amor que me inspiraba Jaclyn
Smith, quien, si no recuerdo mal, en la teleserie se llamaba Kelly. Tuvo que
pasar mucho tiempo -y muchas decepciones- hasta que comprendí que, en el remoto
caso de que hubiera llegado a conocerla, lo máximo que habría conseguido con
ella es el papel de Bosley.
Otra semejanza
inquietante entre el amor y la democracia viene implícita en el cigarrito de
después, en la valoración de ese instante freudianamente fálico en que el mundo
va cambiando gracias a un papelito introducido en una ranura. Son cientos,
miles, cientos de miles de espermatozoides de papel dispuestos a fecundar al
gran óvulo del hemiciclo, pero en el fervor de la votación nadie calcula que
ese coito multitudinario puede dar lugar a un hijo tonto. Más de un amigo, y
más de dos, me confesó el lunes que el domingo habría ido a votar o habría
votado algo distinto si hubiera sabido que los sondeos iban a fallar tanto.
Quién podía imaginarlo, decían. Es igual que lamentarse de no haber hecho caso
al guiño de una morenaza sólo porque el horóscopo del periódico avisaba que los
tauro aquel día tenían plan con una pelirroja.
Visto a toro
pasado, con la suficiente perspectiva, el panorama tras las elecciones del
domingo recuerda un penoso gatillazo. Un enorme montón de británicos se
arrepintió del Brexit al poco de haberlo cometido, cuando ya no había espacio para
ponerse el condón ni tiempo para dar marcha atrás. Algunos se arrepienten casi
en el mismo momento de hacerlo, a otros les vale con una semana, otros
necesitan cuatro años. Es entonces, atrapados en el túnel del pasado, cuando
comprendemos que en la democracia, como en los romances fallidos, lo mejor es
echarle la culpa al otro.
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