TODOS LOS PERIODISTAS SON IGUALES
JONATHAN MARTÍNEZ
Hace unos días, en un establecimiento público, escuché sin querer a un funcionario que hacía algunos comentarios casuales sobre la mala salud del periodismo. Le gustaba Iñaki Gabilondo, decía, pero ya está jubilado. Le gustaba Jesús Cintora, decía, pero cancelaron su programa. Le gustaba Antonio García Ferreras, decía, y de hecho había visto siempre Al rojo vivo hasta que se descubrió el pastel de Inda y Villarejo. A estas alturas uno ya no se puede fiar de nada ni de nadie.
Si la intuición no
me traiciona, veo a este buen hombre como un progresista moderado de nobles
intenciones, tal vez un poco ingenuo, y lo imagino buscando respuestas en un
túnel a la luz de una cerilla que ya empieza a quemarle los dedos. Le gusta
estar informado. Necesita estar informado y cada vez resulta una tarea más
heroica. Pero vamos a olvidarnos por un momento de sus inclinaciones
ideológicas. Porque lo importante del caso que nos ocupa es que nuestro buen
amigo ha dejado de creer y se ha vuelto un nihilista.
Dice el diccionario
de la RAE que el nihilismo es la negación de todo principio religioso, político
y social. No obstante, soy consciente de que el término responde a matices más
precisos en el ámbito de la filosofía. De modo que acudo al viejo diccionario
de José Ferrater Mora y busco la entrada. El nihilismo, se dice, es el
escepticismo convertido en dogma. O en palabras de Nietzsche, "la
desvalorización de los valores superiores".
Por lo visto,
descreer es un signo de nuestro tiempo. Lo dice Jean-François Lyotard: la posmodernidad
ha traído la incredulidad hacia los grandes relatos que legitimaban las
instituciones. Donde antes había un Dios o un tirano, ahora hay un sinfín de
supersticiones privadas y cada cual se aferra a lo que buenamente puede, al
CrossFit, al macramé o a las homilías de un youtuber. Esta suerte de politeísmo
profano no es necesariamente una desgracia. En el bufet libre de las ideologías
hay cabida tanto para lo óptimo como para lo nefasto.
Pero estábamos
hablando de un buen tipo que se lamentaba de la crisis del periodismo.
Recapitulemos. En los años cincuenta, la televisión se instaló en los hogares
españoles como una extensión natural de la propaganda franquista. La matraca
obligatoria del No-Do, que hasta entonces había retumbado en todas las salas de
cine, penetró en el ámbito doméstico. TVE aprovechó el aniversario de la
fundación de la Falange para ofrecer su primer menú del día: un sermón
gubernamental de primer plato, un baile de la Sección Femenina de segundo y una
misa de postre.
La televisión
pública ha cambiado mucho desde entonces, pero hay una continuidad entre
regímenes. Basta recordar que el primer presidente electo de la democracia,
Adolfo Suárez, fue uno de los últimos directores generales de la televisión
franquista. A día de hoy, parece un tanto aventurado llamar "primeras
elecciones libres" a unos comicios celebrados en ausencia de pluralidad
mediática. El director de la televisión única en aquel entonces, Rafael Anson,
dirigió a la vez la campaña electoral de Suárez y se convirtió después en
asesor de la Presidencia.
La televisión,
también en democracia, ha sido siempre ese púlpito sagrado donde se legitimaba
el discurso dominante. Los servicios informativos eran y son el puntal de ese
discurso. Por algo nuestros abuelos, con un vocabulario de reminiscencias
bélicas, siguieron llamando "el parte" al telediario. El parte de
guerra del bando nacional, para ser más precisos. En los telediarios
democráticos vimos la gloria de los nuevos tiempos, la familia real en la pista
olímpica de Barcelona, el centenario de la conquista del descubrimiento de
América, Cobi, Curro y los mensajes navideños de Su Majestad el Rey don Juan
Carlos I, el dignatario más campechano que ha conocido el mundo.
Luego llegaron las
cadenas privadas, Jesús Gil hundido en las burbujas de un jacuzzi, las Mama
Chicho, el tupé de Andoni Ferreño, La ruleta de la fortuna y Farmacia de
guardia. Uno podía llegar a pensar que la pluralidad informativa era eso,
disponer de un amplio surtido de canales al alcance del mando, como si de un
día para otro ya no tuviéramos la obligación de rezar todos al mismo dios. El
caso es que las televisiones ya no iban a estar en manos de burócratas sino en
manos de millonarios, aunque los burócratas y los millonarios han terminado
comiendo siempre alrededor de la misma mesa.
No sé cómo ocurrió,
pero con el tiempo las televisiones públicas perdieron fuste y dos grandes
empresas se adueñaron de la bicoca publicitaria. La diversidad mediática ha
resultado ser un espejismo tan inverosímil que el espectador puede cambiar de
canal sin cambiar de contenidos. En todos los lugares, a todas horas, uno
escucha las múltiples declinaciones del discurso hegemónico. La pleitesía a la
Corona. La rendida admiración a los prohombres de empresa y chequera. La criminalización
de la clase trabajadora. La demonización de la pobreza.
Leo por ahí que La
Sexta Noche ha tenido que someterse a una operación de maquillaje y cambio de
nombre después de haber dejado un rastro pestilente durante diez años de indas,
rojos y marhuendas. Cadenas de televisión de apariencia respetable han elevado
a la fama a charlatanes disfrazados de periodistas, traficantes de bulos,
gritones de tertulia tumultuosa, personajes fácilmente reemplazables cuando han
cumplido su servicio y han embarrado el terreno del debate público hasta los
límites del desencanto.
El desencanto es el
fermento donde germina el fascismo. Y lo hace a golpe de mantras tan
penetrantes como reaccionarios. "Todos los políticos son iguales",
suena al fondo de la sala. Hay algo de eso en la crisis de credibilidad que
padecen los grandes medios, un plan para apuntalar el orden establecido aun a
costa de la reputación del periodismo. "Eduardo, es muy burdo, pero voy
con ello", dice Ferreras antes de ofrecer un bulo en La Sexta. "Nos
van a dar pero bien", dice Sandra Golpe antes de ofrecer un bulo en Antena
3.
A río revuelto,
ganancia de espectadores. El incrédulo buscará noticias o fake news en otros
mares mientras una legión de convencidos seguirá tragándose el menú con gusto.
Entretanto, en algún establecimiento público, un funcionario bien intencionado,
dolido y cabizbajo, se refugiará en el nihilismo. Qué le vamos a hacer. Uno ya
no se puede fiar de nada ni de nadie.
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