PAÑUELO
Durante
siglos las mujeres, además de pañuelos, han llevado velos. Nadie puede
obligarlas a quitárselos ni a llevarlos. Nadie puede obligarlas a ser libres.
Pero si deciden serlo, la ropa se convierte en un campo de batalla por la vida
SANTIAGO ALBA RICO
Una mujer prende fuego a un
pañuelo en una protesta por la muerte
de la joven iraní Mahsa Amini.
En uno de mis romances favoritos, Isabel, una dama aragonesa, recorre la península buscando a su marido, que no ha vuelto de la guerra. En el camino tropieza con un caballero al que interroga con angustiada esperanza y que, por su parte, le pide las señas del desaparecido. Ella lo retrata así: “Mi marido es alto y rubio/ alto y rubio aragonés/ y en la punta de la lanza lleva un pañuelo holandés”. Y luego, más llevada por la nostalgia que para abundar en la descripción, añade: “Cuando niña lo bordé/ y otro que le estoy bordando y otro que le bordaré”. Gracias a estos pañuelos se produce la “anagnórisis” o reconocimiento que el oyente, pese a haber escuchado mil veces el romance, espera una y otra vez con ansioso placer anticipado. El caballero, en efecto, es el marido de Isabel, al que esos siete años de guerra –imaginamos– han envejecido y transformado hasta el punto de que puede jugar un rato al anonimato antes de revelar su identidad: “Calla calla Isabelita/ no llores más mi Isabel/ que yo soy tu maridito/ y tú eres mi mujer”.
Hay otro romance fronterizo, aún
más hermoso, El día de los torneos, en el que unos pañuelos juegan también un
papel menor. En los largos siglos del dominio moro, un caballero cristiano
cruza la borrosa línea para participar en un torneo y tropieza con una muchacha
que lava la ropa en “la fuente fría”. La muchacha no es morita, protesta, sino
“cristiana cautiva”, de manera que el caballero le propone que suba a su
caballo y se marche con él. Ella quiere hacerlo, pero tiene una duda: “Mas los
pañuelos que lavo/ ¿dónde los dejaría?”. La solución es fácil: “Los de seda y
los de Holanda/ aquí en mi caballo irían/ y los que nada valieren/ la corriente
llevaría”. Luego, en el camino, llega la emocionante anagnórisis. La muchachita
primero se echa a reír y el caballero se amosca un poco. “No me río del
caballo”, dice ella, “ni tampoco del que guía/ me río al ver esta tierra que es
la de la patria mía”. Un poco más adelante la niña se echa a llorar y el
caballero se inquieta: “Lloro porque en estos montes”, responde, “mi padre a
cazar venía”. Resulta que su padre, claro, es Juan de la Oliva y que el
guerrero y la muchacha son, por lo tanto, hermanos: “Dios mío qué es lo que
oigo/ virgen sagrada María/ pensaba que era una mora y llevo una hermana mía”.
Todos estos romances moriscos, transmitidos oralmente y recogidos en el siglo
XV, hablan de la porosidad de la frontera, del intercambio de población, a
veces forzado y a veces voluntario, y de la dificultad de reconocer a un moro
de un cristiano por el color y los rasgos de la cara. La vibración de la
palabra “patria” (utilizada con la misma pasión y en el mismo sentido en que la
pronuncia el morisco Pedro Ricote en El Quijote) sigue agitando hasta hoy el
pecho del oyente, que siente a través de ella la tierra concreta y familiar,
sin religión ni bandera, a la que vuelve la joven cautiva. En cuanto a los
pañuelos, no son aquí la cifra de la anagnórisis, como en el caso de Isabel,
pero sí ocasión del encuentro entre los hermanos y fuente de incertidumbre
moral. La niña cautiva conoce el valor que le conceden sus dueñas moras, y su
malestar constituye por eso mismo el último vínculo, difícil de romper, que la
ata todavía al mundo igualmente familiar de sus captores.
La vibración de la palabra
“patria” sigue agitando hasta hoy el pecho del oyente, que siente a través de
ella la tierra concreta y familiar, sin religión ni bandera, a la que vuelve la
joven cautiva
“Pañuelo” es una palabra bonita
que sobrevive largamente a la semidesaparición del objeto. Como sabemos es el
diminutivo de “paño”, término derivado del latín pannus, que designaba un
abstracto trozo de tela o retal inconcluso. Es una de esas pocas palabras (como
mariposa) que no comparte etimología con sus equivalentes en lenguas romances.
En italiano, por ejemplo, se dice “fazzoletto”, también un diminutivo, esta vez
de “fazzuolo”, cuyo origen controvertido fluctúa entre “faccia” (cara) y
“fascia” (cinta o faja). En portugués se dice “linço” (literalmente “lienzo o
trozo de lino”); en francés utilizan el muy cacofónico “muchoir”, que evoca
enseguida uno de sus usos más comunes y antipáticos: el de “moucher” o
“limpiarse los mocos”. En todo los casos, sin embargo, la palabra sirve para
designar tanto el pañuelo de mano como el pañuelo de la cabeza, del que diremos
algo más adelante.
Los pañuelos de mano, como hemos
visto, fueron durante mucho tiempo metonimias del cuerpo femenino. Los mocos se
limpiaban con la manga; y así se hizo hasta que Erasmo de Rotterdam afeó este
uso escatológico a los nobles del siglo XVI. Antes de eso los caballeros
llevaban los pañuelos muy limpios en la punta de la lanza o en la silla del
caballo, como banderas de su fidelidad exclusiva a la memoria de una dama
lejana. Ellas los habían bordado, impregnado del perfume de sus manos, sacado
de algún modo, como la araña la tela, de su propio cuerpo, cuyo calor y textura
–y valor patrimonial– prolongaban. El pañuelo representaba literalmente a la
mujer, de cuyo honor pasivo dependía el honor mayúsculo de los hombres. Regalar
un pañuelo era una cosa muy seria; y perder un pañuelo mucho más: si lo había
regalado la mujer, el hombre perdía figuradamente la vida; si lo había regalado
el hombre, la mujer perdía literalmente la virginidad. Pensemos en el Otelo de
Shakespeare. El rencoroso Yago, envidioso del poder de un hombre negro,
maniobra vilmente para despertar sus celos; se apropia así del pañuelo de
Desdémona y se las arregla para hacer creer que ésta se lo ha regalado al buen
Casio, el compañero preferido de Otelo. De mano en mano, por así decirlo, se
pasan el cuerpo metonímico de Desdémona, que muere a causa de ese pañuelo que
ella no habría sabido cuidar con suficiente celo. Al separarlo de su cuerpo,
ella ha separado su cuerpo del de su marido, lo ha puesto en el mundo, y su
marido, deshonrado, “no tiene más remedio” que matarla. Rubén Darío explota con
ironía cruel esta imagen literaria en su Rima IX, esa que empieza “tenía una
cifra/ tu blanco pañuelo/ roja cifra de un nombre/ que no era el tuyo, mi
dueño” y que acaba: “Te pusiste pálida/ me tuviste miedo/ ¿qué miraste?
/¿conoces acaso la risa de Otelo”. Los pañuelos, sistema de signos, códigos de
cortejo, han sido también –también por eso– feroces paños de sangre de la
masculinidad herida.
El pañuelo de mano fue siempre un
adminículo propio de las clases superiores; y ello desde la misma Roma
El pañuelo de mano fue siempre,
en todo caso, un adminículo propio de las clases superiores; y ello desde la
misma Roma, donde solo los ricos podían agitarlo en el circo para aprobar o
rechazar un espectáculo. O pensemos en el ambiguo pañuelo que aprieta en su
mano el papa Julio II en el extraordinario retrato que le hizo Rafael en 1512:
ese pañuelo que contrasta con los símbolos del poder pontificio pero que
completa y hasta explica la expresión de su rostro, arrugado, ceñudo y vencido.
En ese momento, principios del siglo XVI, el pañuelo de mano ya se había
feminizado, por lo que había algo de extraordinario en el hecho de que la
autoridad absoluta, en lugar de cetro o bastón de mando, empuñase esa blanda
metonimia del cuerpo de la mujer. El pañuelo de mano era, en todo caso,
suntuaria opulencia material, resumida en los 16x16 cm. que María Antonieta
fijó, ya a finales del XVIII, como cuadratura normativa de la pieza de tela. El
pañuelo de cabeza, en cambio, fue más popular, sobre todo a partir del dominio
cristiano de la vida cotidiana, aunque ciertos tejidos y colores estaban reservados
a los más ricos. Hay un cuento muy triste de Emilia Pardo Bazán, escrito en
1888 y titulado precisamente El pañuelo, en el que Cipriana, huérfana de un
marinero náufrago, sucumbe a su deseo loco de un pañuelo de seda naranja y
azul: “El pañuelo es la gala de las mocitas en la aldea, su lujo, su victoria.
Lucir un pañuelo majo, de colorines, el día de la fiesta”. Ahora bien, para
hacer realidad su sueño la niña necesita “juntar muchas perrillas”, de manera
que decide meterse entre las rocas a mariscar percebes, y se adentra y se
adentra cada vez más lejos, cada vez con más mar en la cintura, cada vez entre
olas más grandes, hasta que el agua finalmente la derriba, la cubre y se la
lleva.
A través del árabe mandil el
pañuelo amplía su tamaño y se convierte en “mandil”, un pañuelo talar para
proteger el cuerpo de las salpicaduras, y en “mantel”, ese pañuelo horizontal
que tendemos sobre las mesas, por debajo de los platos y los alimentos.
A través del latín sudarium
llegamos, en cambio, al reino de la muerte. No olvidemos, en todo caso, que
“sudarium”, como su nombre indica, estaba originalmente pensado para enjugarse
el sudor de la frente. Quintiliano habla de “candidum sudarium” o “pañuelo
blanco” para referirse a la pieza de tela con que las clases ricas de tiempos
de Nerón se protegían del sol. Fue mucho más tarde cuando el sudarium se
convirtió en sudario, después de que los cristianos, a partir del siglo IV,
adoptaran la costumbre de cubrir el rostro de los muertos con un púdico
pañuelo. Es difícil no ver en este gesto funerario un eco del que, según
Plutarco, hizo Julio César tras ser acuchillado en el senado por sus antiguos
amigos y compañeros: tomó, como recordaremos, el borde de su toga y se cubrió
la cara con él, como negándose a asistir a semejante espectáculo o para
retirarse tal vez a un lugar recóndito donde nadie pudiera verlo morir. Los
cadáveres, expuestos en su inmovilidad decúbita, no pueden defenderse de esa
mirada ajena que desnuda de pronto su cara, espejo vacío del alma; pero el que
se está muriendo necesita también un mínimo de soledad y discreción. Da un poco
de vergüenza, sí, morirse, como da un poco de vergüenza defecar o copular en
público. Lo más común es siempre también lo más íntimo: ese “pudor” que
traduce, según el filósofo Bernard Stiegler, el aido griego, la extraña
facultad que Zeus entregó a los humanos para que se reconocieran como tales: la
conciencia pudorosa –digamos– de la propia fragilidad; la timidez asociada al
descubrimiento de la propia mortalidad. Un pañuelo nos protege del sol; un
pañuelo nos protege de nuestro sonrojo mortal.
A partir del siglo XIX, con la
revolución industrial, la difusión del algodón y el abaratamiento de los
tejidos, el uso del pañuelo se generaliza
Podríamos aventurar, en todo
caso, que a partir del siglo XIX, con la revolución industrial, la difusión del
algodón y el abaratamiento de los tejidos (con excepción de la seda, feudo
textil de las clases altas), el uso del pañuelo se generaliza. Se lo disputan
las clases sociales, de manera que su semántica se vuelve más fluida y sus usos
más variados. El pañuelo, hoy casi desaparecido, ha sido uno de los inventos
más transversales y polisémicos de la humanidad decimonónica. Enumero a
continuación algunas imágenes que todos conservamos en la memoria.
El pañuelo masculino de bolsillo,
cresta blanca en la chaqueta de los ricos y enseguida de los arribistas, los
conservadores y los provincianos. Nada más conmovedor que el pañuelo del padre
de Marcello en La dolce vita de Fellini, símbolo infantilmente enfático de su
dignidad vencida, arriada en un mundo de consumo capitalista que ha dejado de
ser el suyo. Ese pañuelo, fósil del orden burgués, es ahora de nuevo –en la
Roma de 1960– paño de lágrimas, calzón viejo y sudario.
El pañuelo para los mocos,
sustituido durante la gripe española de 1918 por el kleenex de papel
desechable.
El pañuelo para el llanto
compartido que alguien sacaba del bolsillo o del bolso para enjugar las
lágrimas del otro: esas lágrimas que había producido quizás uno mismo.
El pañuelo del obrero y del
campesino antiguos, con sus cuatro nudos bajo el sol, geometría improvisada de
la salud plebeya.
El pañuelo del tísico, puntuado
de sangre, banderín de la muerte instalada en el pecho del poeta y de la
cortesana.
El pañuelo de alarma ondeando
angustiado en la ventanilla del coche que se abría paso, entre bocinazos y
gritos, en el tráfico de la ciudad.
El pañuelo para decir adiós con
el que la cursi señorita Adelina, llamada “la niña de la estación”, se despedía
de los extraños que no se iban a casar con ella. Y el que felizmente no usó el
poeta ruso Kochetkov, salvado de un accidente ferroviario en 1932 por el amor
de su mujer.
El pañuelo para rendirse: que a
veces es lo único o lo mejor que puede hacerse.
El pañuelo del forajido, “rebelde
primitivo” que ocultaba así su rostro lombrosiano, pasoliniano: alegre, airado,
moreno y sin afeitar.
El pañuelo del llamado “juego del
pañuelo”, en el que el botín no era el poder sino el placer de alcanzar un
objeto que no necesitamos y no vamos a quedarnos.
El pañuelo del prestidigitador,
esa caja blanda misteriosamente repleta de palomas y cintas de colores.
El pañuelo del amnésico que hace
un nudo para recordar una cita o la hora de tomarse la medicina.
El pañuelo cuidadoso en el que el
pobre lleva a empeñar su último abalorio; o el pañuelo depredador en el que el
usurero lo envuelve sin piedad.
El pañuelo festivo, el religioso,
el militante: pañuelos de colores que declaran una afiliación compartida. Pues
ocurre que el orgullo identitario, inocuo o agresivo, necesita también una tela
donde fijarse y desde la que proclamarse al viento. Tanto el peor como el mejor
de los amores son siempre materialistas.
El pañuelo de Charlot, ese
improvisado mantel que el vagabundo, perseguido por la policía, sacaba del
bolsillo y tendía sobre la acera, junto a un salero y un mendrugo de pan, para
recordar que también los pobres pueden comer con dignidad áulica y lentitud de
flaneur.
El pañuelo de Um Kalzum, con sus
gafas de camaleón, que la llamada “astro de Oriente” sostenía en su mano
derecha y se llevaba de vez en cuando a la boca y la nariz, alimentando la sospecha
legendaria de que su canto prodigioso era estimulado por la cocaína o el
hachís.
El pañuelo rojo que, en el
colofón de Misión de audaces (la película de John Ford de 1957), John Marlowe
(John Wayne) le desanuda a miss Hannah Hunter (Constance Towers) para atárselo
a su propio cuello antes de emprender una fuga que quizás los separará para
siempre.
El pañuelo, en fin, del
aventurero pobre de los cuentos, cerrado en un hatillo y balanceándose sobre su
hombro, en el extremo de un palo. Siempre me he preguntado qué llevarían en él.
Decía Ursula K. Leguin que el gran invento de la humanidad era la cesta; su
rival es sin duda el pañuelo. La vida material que importa, como saben los
pigmeos, cabe en un pañuelo: una semilla, una navajita, otro pañuelo. Con una
camisa y un pañuelo, no lo olvidemos, se creyó durante un siglo poder cambiar
el mundo.
Pañuelo, que es diminutivo, tiene
parientes mayores y menores: pañoleta y pañolón, y un aledaño ligeramente
desplazado en la anatomía y en el significado: “velo”. No a todos los pañuelos
de la cabeza los llamamos “velos”. Las madres argentinas, luego abuelas, que
reclamaban a sus hijos en la plaza de Mayo desde 1977, no se estaban velando;
sus pañuelos, confeccionados al principio a partir de los pañales de sus bebés,
no eran coronas, pero tampoco sudarios: representaban, al contrario, la
negativa a aceptar ningún luto mientras no pudieran abrazar, o al menos
enterrar, a sus hijos. El pañuelo de la cabeza de las madres de mayo era, pues,
pañal y pañuelo, que tienen la misma raíz etimológica; era lo contrario de un
velo, es decir, una revelación, es decir, un quitarle el velo al régimen
dictatorial de Videla. “Velo”, no lo olvidemos, viene del latín “velum”, que es
como los romanos llamaban a las cortinas y, en femenino, a las velas de los
barcos; su homógrafo “vela” no tiene nada que ver con ese campo semántico. Con
su pabilo encendido y su frágil llamita titilante, la vela de cera ilumina la
noche de los que vigilan, de los que velan, de los que se desvelan, palabras todas
derivadas del latín vigilare, relacionado asimismo con las ideas de fortaleza y
vigor: la fortaleza y el vigor que hacen falta para mantenerse despiertos; los
que hacen falta a veces para quitarse el velo. Durante siglos las mujeres,
además de pañuelos, y a menudo de manera indistinta, han llevado también velos.
Nadie puede obligarlas a quitárselos; nadie puede obligarlas a llevarlos. Nadie
puede obligarlas ni siquiera a ser libres. Pero si deciden serlo, la ropa,
materialización de su existencia pública, cruce físico de antiguas y severas
relaciones de poder, se convierte en un campo de batalla por la vida misma. En
el Túnez dictatorial de Ben Ali había que apoyar a las mujeres a las que no se
dejaba ponerse el velo; en el Irán feroz de los ayatolas hay que admirar a las
que, jugándose la vida, se lo quitan para enseñar la melena dejada crecer en el
silencio de las alcobas. Estas cosas no se pueden medir, pero dudo que nunca un
hombre haya necesitado más valor del que demuestran estas mujeres que se arrancan
en público el signo indumentario de una opresión de décadas. La revolución
iraní es sin duda una de las más radicales de la historia porque –esta sí–
atañe a la raíz, que es la del acceso a la ciudadanía: tan material, tan
materialista, tan feminista, que se decide en torno a una prenda de ropa y no a
una idea o a un partido político.
Da miedo un mundo en el que
desaparecen los pañuelos y reaparecen los velos: toda clase de velos
Da miedo un mundo en el que
desaparecen los pañuelos y reaparecen los velos: toda clase de velos. En su
discurso de recepción del premio Nobel en 2009, Herta Muller contaba que su
madre, todas las mañanas, antes de salir de casa, le preguntaba si había cogido
un pañuelo; y todas las mañanas tenía que volver a entrar para coger uno. “El
pañuelo”, decía Muller, “era la prueba de que mi madre me protegía por la
mañana”. Era, dice, una ternura indirecta, pues una directa hubiera sido
imposible entre campesinos: “El amor”, resume, “se disfrazaba de pregunta”. En
ese pañuelo la escritora veía a su madre, que la protegía más allá de la puerta
de casa, cuando se perdía sola en la ancha intemperie de la tierra desnuda. Un
pañuelo, sí, ha sido siempre, como en los romances citados al principio, una
cifra de reconocimiento y una prenda de amor. Se dice que “el mundo es un
pañuelo”, pero es más bien un velo. Somos muchos en un espacio muy pequeño,
pero no nos conocemos; somos muchos alrededor de la fuente fría, cautivos de un
poder opaco que se queda con “los pañuelos de seda y los de Holanda” y deja que
todos los demás, los más numerosos y pequeños, se despeñen y desaparezcan
corriente abajo para siempre.
Me llevo tu pañuelo, mi amor, a
la cita inaplazable con los ogros.
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