DIOS, PATRIA, CABRA Y REY
ANÍBAL MALVAR
Un carnero, la
mascota de la Legión este año en vez de una cabra, acompaña a los efectivos de
la fuerza militar durante el desfile del Día de la Fiesta Nacional. /Rodrigo
Jiménez (EFE)
Como todos los años, me he pasado el 12 de octubre sin despegar el ojo de la televisión. No es que sea muy patriota. Es que amo rotundamente el cabritear de las cabras. Qué donaire y donosura (que vienen a ser lo mismo) demuestra este bello animal claqueando sobre el asfalto. En mi pueblo montañés de la sierra del Guadarrama, a veces las veo saltar de peña en peña cual amantes de un poema de Agustín García Calvo. Pero no es lo mismo. Les falta la marcialidad cabruna que aporta la cercanía de legionarios. Y no se puede menospreciar tampoco la inspiración cáprica que siempre subyace a la presencia de un borbón. Dios, patria, cabra y rey. Ya nos lo decían nuestros clásicos.
Escribo estas
prosas con elegiaco sentir porque, si las urnas no lo remedian, quizá hayamos
asistido al último desfile de la cabra. La nueva ley de protección animal de
nuestro gobierno socialcomunista y anticaprino quizá considere maltrato la
disciplina a la que se somete al bicho, entre silbidos a Sánchez y vivas a
Franco y al rey muy impropios de un cabrero.
Hubo un tiempo en
que los legionarios adoptaban otro tipo de mascotas, cual monos ceutíes o loros
malhablados (en serio, he leído a algún historiador olvidado relatar que a los
loros se les amaestraba para decir cosas soeces en los desfiles). Pero la cabra
fue imponiéndose como mascota ya casi desde la creación del glorioso cuerpo en
los felices 20. Se conoce que el mono y el loro eran más irascibles e
indisciplinados.
La cabra es animal
de gran civilidad tanto en su comportamiento doméstico como salvaje. Y nunca
llega tarde a los sitios, no como Pedro Sánchez, que ayer hizo un ridículo
espantoso justificando su retraso ante los cenutrios descerebrados de siempre.
Si hubiera llegado antes, los grandes medios lo habrían abucheado por intentar
parecer más patriota que el rey. A Sánchez solo le habría salvado de la pitada
el haber correteado detrás de la cabra. Pero tenemos un presidente que es un
soso.
Ya digo que escribo
esto con temor a que la hermosa tradición caprino-legionaria desaparezca, como
la delicada costumbre estudiantil de llamar putas y conejas a sus congéneres
femeninas. O como la fiesta de los toros, nacional para más seña, que declina
porque la gente ya no acude a las plazas a ver disfrutar a un animal muriendo a
rejonazos. El nuevo mundo pertenece a Netflix, y en Netflix nunca te echan
documentales de cabras.
De todos es sabido
que los tardos de ideas necesitamos símbolos para sobrevivir intelectual e
identitariamente, ya sean banderas, coronas, colores futboleros, valles de los
caídos, dioses o patrias. Y la cabra a mí me representa ontológica y
humanamente, pues vive en manada, es difícilmente domesticable y come de todo,
hasta cables de la luz. Ione Belarra se juega mi voto si me quitan la cabra de
la legión. Y el de Felipe VI, que ayer parecía muy encabronado.
Hay gente muy rara
en España que, como símbolo español, preferiría El Quijote. Pero cualquiera
pone a Santi Abascal o a Alberto Núñez-Fakejóo a leer semejante tocho, con las
libertades que aún les quedan por cercenar.
Sería absurdo pensar en un ejército de legionarios desfilando con un
libro, o una flor, bajo el sobaco. El sentir patriótico nunca es una cultura.
La cultura, de hecho, suele cuestionar conceptos como el patriotismo. Por eso
los españoles de bien preferimos la cabra.
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