SEIS MENOS TRES
DAVID
TORRES
El aterrizaje de Edmundo Bal a Telemadrid, en moto y detrás de un autobús cargado de fans, fue el gran momento del candidato de Ciudadanos en el debate de anoche. Sólo hubiera podido mejorarlo haciendo un caballito, dando media vuelta y regresando a su casa rompiendo el tubo de escape. No lo hizo, por desgracia y Bal, pobre hombre, estuvo fuera de juego toda la noche, desaparecido en combate, un defensa subiendo al medio campo y pidiendo que le pasen el balón desde la derecha o la izquierda.
Bal encarnaba en
traje y barba el problema de Ciudadanos desde su aparición en la política
nacional: la inoperancia, la redundancia con la derecha y la ultraderecha, la
fantasía de instalarse en un centro que es propiedad del PSOE desde que arrasó
a la UCD a comienzos de los ochenta. Por eso Ciudadanos hoy día es un globo
pinchado y por eso Edmundo Bal tuvo que conformarse con hacer de árbitro y
lanzar balones fuera durante sus intervenciones. Hubo momentos en que parecía
que su asesor iba a llevárselo del brazo muy despacio hasta la moto o que él
mismo iba a pedir el puesto de moderador en el debate.
De no haber sido
por el autobús naranja, se podía haber pensado que Bal, en realidad, era Pablo
Iglesias llegando en plan Ángeles del Infierno, pero Iglesias tuvo el detalle
de tomar un taxi. Anoche se vio a un Iglesias tranquilo, también cansado, casi
funcionarial, el profesor leyendo papeles, recitando datos y estadísticas,
preguntando directamente a Ayuso cosas que Ayuso no podía saber, que para algo
es la presidenta. Cosas tan difíciles como cuántas personas hay en las listas
de espera en la Sanidad madrileña. La estrategia de Iglesias consistió en sacar
de quicio a Ayuso desde el minuto uno, algo no demasiado difícil porque Ayuso
ya viene desquiciada de fábrica: en el minuto dos ya había insultado varias
veces al candidato de Podemos, una de ellas con el extraño calificativo de
"pantomima", un término que según la definición de la RAE
("representación realizada por medio de gestos y movimientos sin emplear
palabras") podía ir ilustrada con cualquier foto de Ayuso durante el
debate de anoche.
Por primera vez,
quizá asustados ante la abrumadora profecía de las encuestas, los candidatos de
la izquierda se presentaban en bloque, en equipo, pasándose la pelota uno a
otra, apoyando propuestas comunes y sin entrar en las provocaciones y la pelea
en el fango que es el terreno natural de Ayuso y Monasterio. Por una de esas
casualidades que hacen las delicias de los diseñadores de moda, Mónica García,
la candidata de Más Madrid, vestía prácticamente el mismo conjunto que la
presidenta, pero ahí acababa el parecido, porque la moderación, la naturalidad,
la sensatez y la serenidad de su discurso formaban algo así como la antimateria
de la presidenta. Es verdad que a Ayuso le sentaba mejor el vestido, pero el
rojo sobre sus hombros era una flagrante contradicción política, y habrá que
ver si el próximo día 4 los madrileños votan por cuestiones textiles.
La gran sorpresa de
la velada fue Ángel Gabilondo, quien se sacudió por fin su aire de marmota
metafísica y despertó con una andanada durísima lanzada a la línea de flotación
de Ayuso, recriminándole sus lamentables palabras a la gente que tiene hacer
cola en los comedores sociales. La fuerza de su invectiva radica en que
traspasa de lejos la alusión personal para resumir dos décadas de gobierno del
PP en la Comunidad de Madrid: corrupción generalizada, destrucción de servicios
públicos, privatización de recursos, desigualdad social. Un resumen del
desastre que apuntalaron también Iglesias y García con gráficos y comparativas,
pero que la candidata de Más Madrid acertó a concretar en un eslogan
afortunado: "Apadrina a un millonario". Gabilondo se permitió incluso
preguntar si había alguien a quien no pudiera escandalizar lo de llamar
mantenidos y subvencionados a los más desfavorecidos, y preguntó, con no poca
ironía, si había algún cristiano en la sala.
Aparte de buenas
noches, Rocío Monasterio no dijo una sola verdad, ni una, aunque creo recordar
que tampoco dijo buenas noches. El momento más cómico -también el más patético,
no crean- fue cuando se atrevió a comentar que un día ella misma tuvo que
explicarle a Mónica García lo que era la covid-19, es decir, una arquitecta en
funciones de hooligan sanitario dando lecciones de medicina a una médico
anestesióloga. Con eso está dicho todo sobre Vox en general y sobre Rocío
Monasterio en particular. El más trágico ocurrió al exhibir el vergonzoso bulo
del cartelito criminalizando a los menas y dando pena con una pensionista,
cuando precisamente Vox ha votado en contra de la subida de las pensiones. Eso
sí, hay que reconocer que el lema con el que Monasterio se ha presentado,
apadrinada por la figura protectora de Abascal, en los cartelitos verdes con
que tapizan las farolas de la capital es el más elocuente de todos:
"Protege Madrid". En efecto, hay que votar y proteger Madrid de Vox,
del racismo, del clasismo y de la homofobia.
En cuanto a Ayuso,
increíblemente se mantuvo en pie capeando el temporal, cada vez más apoyada en
el atril como si estuviera en la barra de un bar pidiendo unas tapas, poniendo
ojos de alucinada ante las verdades del barquero que le iban cayendo encima:
las cifras de víctimas, la falta de ayudas directas al sector hostelero, la
contratación de curas y toreros, el descontrol absoluto de su gestión
sanitaria, la lectura de las instrucciones de su gobierno para no derivar a los
ancianos de las residencias a los centros sanitarios. En el momento en que, con
bastante mala leche, Iglesias le ordenó que no sonriera al hablar de los
muertos, la colocó en un brete de doble filo: uno, porque no iba a obedecerle
ni en sueños, y dos, porque Ayuso, igual que el Joker, no sabe cómo quitarse
esa sonrisa demencial que lleva estampada en la cara. Con razón no quería
acudir al debate: cada vez que la cámara de Telemadrid la enfocaba, se la veía
mirando a las musarañas, transmutada en emoticono, a punto de ascender a los
cielos. Sin perrito que le ladre, a Ayuso no le quedó más remedio que bajar al
barro, al chalet de Galapagar y a las descalificaciones personales, pero estaba
encantada de hacerlo: un Trump de corte y confección comprado en un chino.
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