viernes, 23 de abril de 2021

SEIS MENOS TRES

 

SEIS MENOS TRES

DAVID TORRES

El aterrizaje de Edmundo Bal a Telemadrid, en moto y detrás de un autobús cargado de fans, fue el gran momento del candidato de Ciudadanos en el debate de anoche. Sólo hubiera podido mejorarlo haciendo un caballito, dando media vuelta y regresando a su casa rompiendo el tubo de escape. No lo hizo, por desgracia y Bal, pobre hombre, estuvo fuera de juego toda la noche, desaparecido en combate, un defensa subiendo al medio campo y pidiendo que le pasen el balón desde la derecha o la izquierda.

 

Bal encarnaba en traje y barba el problema de Ciudadanos desde su aparición en la política nacional: la inoperancia, la redundancia con la derecha y la ultraderecha, la fantasía de instalarse en un centro que es propiedad del PSOE desde que arrasó a la UCD a comienzos de los ochenta. Por eso Ciudadanos hoy día es un globo pinchado y por eso Edmundo Bal tuvo que conformarse con hacer de árbitro y lanzar balones fuera durante sus intervenciones. Hubo momentos en que parecía que su asesor iba a llevárselo del brazo muy despacio hasta la moto o que él mismo iba a pedir el puesto de moderador en el debate.

 

De no haber sido por el autobús naranja, se podía haber pensado que Bal, en realidad, era Pablo Iglesias llegando en plan Ángeles del Infierno, pero Iglesias tuvo el detalle de tomar un taxi. Anoche se vio a un Iglesias tranquilo, también cansado, casi funcionarial, el profesor leyendo papeles, recitando datos y estadísticas, preguntando directamente a Ayuso cosas que Ayuso no podía saber, que para algo es la presidenta. Cosas tan difíciles como cuántas personas hay en las listas de espera en la Sanidad madrileña. La estrategia de Iglesias consistió en sacar de quicio a Ayuso desde el minuto uno, algo no demasiado difícil porque Ayuso ya viene desquiciada de fábrica: en el minuto dos ya había insultado varias veces al candidato de Podemos, una de ellas con el extraño calificativo de "pantomima", un término que según la definición de la RAE ("representación realizada por medio de gestos y movimientos sin emplear palabras") podía ir ilustrada con cualquier foto de Ayuso durante el debate de anoche.

 

Por primera vez, quizá asustados ante la abrumadora profecía de las encuestas, los candidatos de la izquierda se presentaban en bloque, en equipo, pasándose la pelota uno a otra, apoyando propuestas comunes y sin entrar en las provocaciones y la pelea en el fango que es el terreno natural de Ayuso y Monasterio. Por una de esas casualidades que hacen las delicias de los diseñadores de moda, Mónica García, la candidata de Más Madrid, vestía prácticamente el mismo conjunto que la presidenta, pero ahí acababa el parecido, porque la moderación, la naturalidad, la sensatez y la serenidad de su discurso formaban algo así como la antimateria de la presidenta. Es verdad que a Ayuso le sentaba mejor el vestido, pero el rojo sobre sus hombros era una flagrante contradicción política, y habrá que ver si el próximo día 4 los madrileños votan por cuestiones textiles.

 

La gran sorpresa de la velada fue Ángel Gabilondo, quien se sacudió por fin su aire de marmota metafísica y despertó con una andanada durísima lanzada a la línea de flotación de Ayuso, recriminándole sus lamentables palabras a la gente que tiene hacer cola en los comedores sociales. La fuerza de su invectiva radica en que traspasa de lejos la alusión personal para resumir dos décadas de gobierno del PP en la Comunidad de Madrid: corrupción generalizada, destrucción de servicios públicos, privatización de recursos, desigualdad social. Un resumen del desastre que apuntalaron también Iglesias y García con gráficos y comparativas, pero que la candidata de Más Madrid acertó a concretar en un eslogan afortunado: "Apadrina a un millonario". Gabilondo se permitió incluso preguntar si había alguien a quien no pudiera escandalizar lo de llamar mantenidos y subvencionados a los más desfavorecidos, y preguntó, con no poca ironía, si había algún cristiano en la sala.

 

Aparte de buenas noches, Rocío Monasterio no dijo una sola verdad, ni una, aunque creo recordar que tampoco dijo buenas noches. El momento más cómico -también el más patético, no crean- fue cuando se atrevió a comentar que un día ella misma tuvo que explicarle a Mónica García lo que era la covid-19, es decir, una arquitecta en funciones de hooligan sanitario dando lecciones de medicina a una médico anestesióloga. Con eso está dicho todo sobre Vox en general y sobre Rocío Monasterio en particular. El más trágico ocurrió al exhibir el vergonzoso bulo del cartelito criminalizando a los menas y dando pena con una pensionista, cuando precisamente Vox ha votado en contra de la subida de las pensiones. Eso sí, hay que reconocer que el lema con el que Monasterio se ha presentado, apadrinada por la figura protectora de Abascal, en los cartelitos verdes con que tapizan las farolas de la capital es el más elocuente de todos: "Protege Madrid". En efecto, hay que votar y proteger Madrid de Vox, del racismo, del clasismo y de la homofobia.

 

En cuanto a Ayuso, increíblemente se mantuvo en pie capeando el temporal, cada vez más apoyada en el atril como si estuviera en la barra de un bar pidiendo unas tapas, poniendo ojos de alucinada ante las verdades del barquero que le iban cayendo encima: las cifras de víctimas, la falta de ayudas directas al sector hostelero, la contratación de curas y toreros, el descontrol absoluto de su gestión sanitaria, la lectura de las instrucciones de su gobierno para no derivar a los ancianos de las residencias a los centros sanitarios. En el momento en que, con bastante mala leche, Iglesias le ordenó que no sonriera al hablar de los muertos, la colocó en un brete de doble filo: uno, porque no iba a obedecerle ni en sueños, y dos, porque Ayuso, igual que el Joker, no sabe cómo quitarse esa sonrisa demencial que lleva estampada en la cara. Con razón no quería acudir al debate: cada vez que la cámara de Telemadrid la enfocaba, se la veía mirando a las musarañas, transmutada en emoticono, a punto de ascender a los cielos. Sin perrito que le ladre, a Ayuso no le quedó más remedio que bajar al barro, al chalet de Galapagar y a las descalificaciones personales, pero estaba encantada de hacerlo: un Trump de corte y confección comprado en un chino.

 

 


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