jueves, 15 de abril de 2021

¿PARA QUÉ SIRVE UN REY?

 

¿PARA QUÉ SIRVE UN REY?

NERE BASABE

Mi padre ingresó en coma en la UCI el mismo día en que el Emeritísimo huyó con las sacas del tesoro a la cueva de Alí Babá. Durante aquellas semanas de bochorno estival e informativo, me permitían visitarlo media hora cada día, pertrechada con la mascarilla y la bata quirúrgica de rigor; lapso de tiempo que yo aprovechaba, con el tapabocas empapado en lágrimas y aunque sabía que no podía oírme (pero nunca se sabe), para ponerle al tanto de la actualidad política y los vaivenes del enésimo escándalo de la monarquía: el Artífice de la Transición, el Héroe del 23-F, se había esfumado y nadie sabía dónde estaba.

 

Y le alentaba para que despertara, porque después de tantos años aguardando no se podía perder aquello, porque lo quería a mi lado el día en que pudiésemos salir a celebrarlo juntos a las calles con la bandera tricolor. Si, en medio del rutinario ruido de las máquinas que controlaban sus constantes vitales, la promesa de un inminente advenimiento de la Tercera República no servía para sacar de su letargo al Bello Durmiente en el que se había convertido mi padre, yo poco más podía hacer.

 

Las cifras de contagios por la Covid no paraban de subir, sin embargo, y el Gobierno y demás guardianes del orden cerraban filas en torno a un leitmotiv tan peliagudo como jurídicamente bizantino: no había que confundir a la persona con la institución. Solo que, mira por dónde, la monarquía es la única institución del Estado asociada a una persona concreta: Juan Carlos I es el único nombre propio que aparece en la Constitución (motivo más que suficiente para darle una vuelta a ese texto fundamental), y el primer requisito para ostentar la Jefatura del Estado es apellidarse Borbón.

 

La legitimidad histórica, la única en la que en las sociedades democráticas actuales puede sustentarse semejante institución anacrónica, tampoco ha sonreído a esta familia, aficionada a la escopeta, el sexo y el dinero, desde hace tres siglos: en la Paz de Utrecht, aceptamos al primero de ellos a cambio de ceder Gibraltar a los ingleses. Felipe V, mermadas sus facultades mentales, abdicó en su hijo, que falleció antes de cumplir un año en el trono. Carlos III pudo ser el mejor alcalde que haya tenido Madrid (los de ahora se lo ponen fácil), pero introdujo a España en el comercio de esclavos; Carlos IV entregó su corona a Napoleón, y de su hijo Fernando VII nada bueno se puede decir. Una y otra vez, del motín de Esquilache o el de Aranjuez pasando por el pronunciamiento de Riego o la Revolución Gloriosa, el pueblo español se alzó contra ellos.

 

Unos cuantos reyes murieron en el exilio. La regente María Cristina dio inicio a una fructífera trayectoria de enriquecimientos ilícitos, que convirtió a los Borbones en mejores comisionistas que monarcas. El refranero popular dice que "A quien los suyos parece, honra merece", pero la ejemplaridad de Juan Carlos I, palabra vaciada de contenido por el abuso de discursos navideños, no alcanza a servir como modelo más que a los innumerables ladrones que a su sombra proliferaron en 40 años de democracia. Y campechano, en México, no significa más que una mezcla de licores que ya sabemos que nunca sienta bien.

 

La propaganda monárquica organiza desde hace también 40 años el concurso escolar "¿Qué es un rey para ti?", donde nuestros escolares rinden homenaje al Amado Líder al modo de cualquier satrapía oriental. Se les pide que en sus trabajos de manualidades ensalcen la figura del monarca asociada a los valores democráticos, valga el contrasentido, y sus mentes infantiles, que siempre dan con la verdad, solo aciertan a dibujar monigotes con coronas grandes. Porque, ¿para qué sirve un rey en democracia?

 

El liberalismo decimonónico más conservador trató de resolver el atolladero teórico de la figura de un rey que ya no ostentaba la soberanía concibiendo un nuevo poder: el poder neutro. "Un rey reina pero no gobierna", zanjó el primer ministro francés Adolphe Thiers. Una institución concebida para no hacer nada, irresponsable de sus actos, como mucho moderadora de la vida política y árbitro imparcial (aunque el propio Felipe VI fallase también en esta tarea, al posicionarse frente al referéndum catalán para dejar de ser el rey de todos, también de los republicanos). Supuestamente ajena a la lucha de partidos y de clases, "inaccesible a todas las pasiones", como escribió Benjamin Constant y al releerlo hoy nos hace sonreír. Ya en el siglo VII Isidoro de Sevilla escribió en sus Etimologías que "El término rey deriva de regir… y pierde su condición si no obra rectamente".

 

Símbolo, dicen, de la unidad y la permanencia del Estado, como si tales conceptos pudiesen albergar alguna analogía con la realidad, la aspiración (tan intelectual como pueril) a la unidad e inmutabilidad del Ser, frente a lo fragmentario, lo "partido" y diverso de unas sociedades cada vez más plurales, siempre ha gozado, no obstante, de gran éxito desde tiempos de Parménides. Poco importa la respuesta de Heráclito y el río que nunca trasporta la misma agua, o la evidencia científica de que nuestro cuerpo renueva la totalidad de sus células cada siete años, y ya no somos los mismos de ayer. Aferrarse a la creencia en la estabilidad de la monarquía, como de cualquier otra cosa, tiene mucho que ver con el miedo a la muerte que tanto sobrevuela hoy las UCIs de nuestros hospitales.

 

Pero la madurez política implica asumir la contingencia de lo humano, nos enseñó Maquiavelo. Los imperios se expanden para después caer, las civilizaciones, los sistemas políticos, se suceden. Desde la ultratumba, el vizconde de Chateaubriand ya nos vaticinaba en sus Memorias hace dos siglos: "Sería posible que España cambiase pronto su monarquía por una república (…). Es posible incluso que esta misma España subsista durante algún tiempo bajo la forma de un estado popular, si se conformase en repúblicas federadas, agregación que le es más propia que a ningún otro país por la diversidad de sus reinos, sus costumbres, sus leyes e incluso sus lenguas".

 

No necesitamos una monarquía, símbolo de algo que nunca existió, para afrontar nuestra diversidad. Sí necesitamos, en cambio, y frente al pesimismo de Horkheimer, mantener la esperanza de poder resarcir algún día a las víctimas de la historia, todos esos hombres y mujeres que constituían lo mejor de este país y que se llevó por delante la guerra civil, la represión, el exilio: un genocidio cultural, científico, ideológico que aún espera su plena reparación.

 

En el 90º aniversario de la proclamación de la Segunda República, el Emeritísimo sigue sin regresar de los desiertos remotos para rendir cuentas ante la justicia. Pero mi padre salió del coma y se recuperó, y ahora espera leyendo el último libro de Paul Preston, esa historia de Un pueblo traicionado que es el nuestro. Así que podremos salir a la calle juntos ese día a celebrarlo, aunque con la resaca del día siguiente haya que elegir a un presidente, y salga quien salga, ya sabemos que tampoco nos va a gustar. Tal vez deberíamos volver la vista a los primeros demócratas de la vieja Atenas, y asignar la jefatura del Estado por sorteo. Ese azar sí que constituiría el mejor símbolo de España.


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