MELANCÓLICOS Y ENERGÚMENOS
SANTIAGO ALBA RICO
Filósofo y escritor
En su extraordinaria biografía de Luis Vives, prolongada luego en una no menos recomendable conferencia, el filósofo e historiador José Luis Villacañas cifra la "modernidad" de nuestro humanista, frente a la de Descartes, en su defensa del engranaje entre Dios y las criaturas y, aún más importante, entre la mente y el cuerpo. Este engranaje es lo que los antiguos llamaban "ingenio" para designar el trabajo de la razón en el mundo, cuya excelencia se concebía inseparable del "entusiasmo", esa alegría que los poetas asocian a la inspiración y los campesinos -digamos- a los milagros de la floración y la cosecha. Vives, de tradición sefardita, un moderno sin descendencia española, era en este sentido un "entusiasta".
Frente a él, nos
recuerda Villacañas, España ha sido un país cuyos héroes, reales o de ficción,
nunca demostraron "entusiasmo" alguno. España ha sido, sí, un país
sin entusiastas, pues tanto el trabajo mental como el manual, con su alegría
aparejada, fueron desde el Renacimiento tareas exclusivas de conversos y
moriscos, de los que los cristianos viejos se desmarcaron mediante una ruptura
ostentosa de la relación entre Dios y el mundo y, más abajo, entre la mente y
el cuerpo. No se puede llamar "pereza" al esfuerzo heroico,
ininterrumpido y gigantesco que hacían los españoles -reconocible en nuestros
"pícaros"- por no parecer judíos o musulmanes; no se puede llamar
"pereza" al constante denuedo de los españoles por evitar que sus
vecinos pensasen que mantenían algún vínculo, por remoto que fuera, con la
realidad.
Explorando esta
vía, se me ocurre que en España la separación cuerpo/mente, matriz del
pensamiento cartesiano, sólo podía producir el resultado contrario al que
produjo en Europa. La mente, desligada del cuerpo, se volvió mística. El
cuerpo, desligado de la mente y, por lo tanto, del entusiasmo creador, se
volvió destructivo; es decir, guerrero. Mística y guerra han sido los dos
campos donde han destacado los grandes hombres de la historia de España.
Ahora bien, el tono
de una mente sin cuerpo es necesariamente el de la melancolía, cuya negra
autocomplacencia ("miré los muros de la patria mía") se regocija sin
parar en la pérdida del mundo o en la imposibilidad de intervenir en él. Don
Quijote no ha perdido el juicio sino el cuerpo; del principio al fin de la
novela de Cervantes, el caballero vive dentro de su mente, con fulgurantes
libaciones vivesianas fuera de ella, y sólo regresa a su cuerpo porque se
necesita uno para morirse. Don Quijote se vuelve realista cuando ya es
demasiado tarde para transformar la realidad.
Si a la mente
desligada del cuerpo le corresponde la figura del melancólico, ¿cuál es la que
corresponde, al revés, al cuerpo desligado de la mente? La del
"energúmeno". España ha sido un país sin "entusiastas",
hemos dicho, y ha sido un país abundantemente poblado, en cambio, de
"energúmenos". No pretendo insultar a nadie, ni siquiera a mí mismo.
Uso el término "energúmeno" en su sentido griego, para describir a un
individuo "poseído de una arrebatada actividad"; es decir, para
definir un cuerpo emancipado de cualquier límite mental capaz de frenar su
cólera o, siguiendo de nuevo a Villacañas, su temor y su envidia.
Los españoles,
repito, nunca fueron perezosos. Expulsados los judíos y los moriscos,
abandonados a su propio impulso castizo, en el Barroco se dividieron
activamente entre melancólicos y energúmenos, bajo cuyos ropajes sobrevivieron
por fortuna algunos cristianos nuevos. Don Quijote, que no era ni iracundo ni
cobarde, era melancólico; la Inquisición, siempre aterrorizada y siempre
envidiosa, era energúmena. Como siempre es cómodo y poético tomar un atajo
cuando se quiere llegar a otro sitio, podríamos decir que la historia de España
se resume en esta lucha entre melancólicos y energúmenos, una lucha en la que
se han impuesto siempre los energúmenos, agravando de esta manera, una y otra
vez, la melancolía de los melancólicos.
Aclaro que esta
división no se acopla exactamente con la social de clases ni con la política
izquierda/derecha. En nuestra última guerra civil, por ejemplo, hubo más
energúmenos, y más organizados, del lado rebelde y más melancólicos, y peor
organizados, del lado republicano, pero es un fenómeno muy "español"
éste de que, en ciertas circunstancias, los escasos entusiastas que aún
resisten se vuelven melancólicos y la mayor parte de los melancólicos se
convierten, tras un empujón o dos, en energúmenos. Todas las guerras y, sobre
todo, las guerras civiles son al final guerras entre energúmenos que, vestidos
de colores diferentes, gritan las mismas consignas: libertad, pueblo, justicia,
términos que, reducidos a blasones energúmenos, y por lo tanto puramente
corporales, ya no mantienen ninguna relación con la mente y sus definiciones.
En el capítulo IV
de mi último libro, España, expuse mi esperanza de que esta tradición española
se hubiese dejado atrás, hace diez años, para franquear el paso a una
generación, la del 15M, en abierta ruptura con la melancolía izquierdista y con
el energumenismo derechista; una generación en la que el entusiasmo, como
trabajo alegre de la mente en el mundo, parecía dispuesto, por primera vez, a
desespañolizar poco a poco nuestra historia. En el capítulo V, escrito un mes
más tarde, rebajé mucho mi optimismo. Si hoy escribiera un necesario capítulo
VI mi tono sería ya abiertamente pesimista.
Para que se me
entienda. Un gesto ejemplarmente energúmeno es el que hizo hace unos días en
Vallecas Santiago Abascal al abandonar la tribuna y llevar su pecho abombado a
chocar con los manifestantes que protestaban por su provocativa presencia en el
barrio. No entro a valorar la oportunidad de la protesta vallecana. A muchos
nos preocupaba que ocurriera exactamente lo que ocurrió, más allá de la
intención y la justicia de la iniciativa, pues una de las características de
una atmósfera "energúmena" -de la que era muy consciente Abascal- es
precisamente esta en virtud de la cual todo gesto energúmeno, refractando en
ese contexto, produce infaliblemente el efecto deseado.
Abascal lo tenía
todo a su favor: unos medios energúmenos, una policía energúmena y una multitud
justísimamente cabreada, compuesta de caracteres individuales más o menos
templados, de la que no se podía esperar, una vez sobre el terreno, que
mantuviese la disciplina. Lo preocupante, a mi juicio, es precisamente eso: que
nos hayamos situado ya en un recinto en el que ningún razonamiento o cálculo
táctico puede corregir la realidad. La realidad, digamos, se ha emancipado de
las mentes y es, por eso mismo, una realidad energúmena en la que ni los nuevos
entusiastas ni los viejos melancólicos tienen ninguna opción de ganar.
Abascal estaba
deseando esa reacción; los manifestantes sabían que Abascal deseaba esa
reacción y pusieron toda su voluntad en evitarla. Si no pudieron evitarla (más
allá de la ausencia de ese "servicio de orden", propio de los viejos
partidos, que añoraba Enric Juliana) es porque vivimos otra vez en una España
en la que la voluntad -la mente- ha quedado fuera de juego. Abascal, al bajar
taurinamente de la tribuna, demostró ser un energúmeno muy avispado. En el
marco de confrontación que la derecha ha creado
y que una parte de la izquierda parece replicar con pulsión pauloviana,
el paso al energumenismo tiene algo de mecánico o, mejor dicho, de natural e
inexorable, como la deglución de una hoja en un vórtice de agua. Ese marco es
ya un hecho.
Fijémonos. Unos
días antes del episodio vallecano, Pablo Iglesias se había encarado con unos
neonazis que, brazo en alto, le insultaban desde la acera de enfrente cuando el
dirigente de Unidas Podemos se dirigía a un mitin. No necesito que se me
recuerden las diferencias. Debería ser evidente para todos que el nazismo es el
enemigo común de todos los demócratas, de izquierdas o de derechas, y que
Iglesias "se encaró" con una pandilla muy peligrosa mientras que
Abascal "se empechó" con -y embistió a- un grupo de vecinos que
ejercían su legítimo derecho a la protesta. Pero eso poco importa.
El caso es que
Abascal, sin duda, quiso evocar y materializar un paralelismo, mitad por
cálculo y mitad por bravuconería macha. El cálculo le decía que iba a generar
los disturbios que le convenían desde el punto de vista electoral; la
bravuconería le incitaba, desde su viril pecho abombado, a no ser menos sino
más que Pablo Iglesias, a afrontar a un mayor número de "enemigos", a
ser más valiente y más hombre que él. En buena parte de los medios de
comunicación, así como en la imaginación de muchos ciudadanos, esta falsa confrontación
entre radicalismos viriles ha ocupado ya el lugar de la política y de toda
diferencia razonada entre opiniones y partidos (por no hablar del lugar de las
mujeres).
Un gesto energúmeno
se define por su complexión y su tono, es verdad, pero también porque, en ese
marco de confrontación preestablecido, sólo puede ser percibido como admirable
por los partidarios del que lo hace y pierde, por tanto, en el mismo momento de
su ejecución, todo valor explicativo, declarativo o programático. Pierde de un
golpe todo valor diferencial. La derecha y sus medios han vencido: Iglesias,
defensor de la democracia, y Abascal, que la amenaza, son los paladines de
sendas cruzadas a los que solo siguen sus soldados.
No estoy seguro de
que Abascal sea exactamente un "fascista"; puede ser incluso algo
peor. Estoy seguro, en todo caso, de que sólo a él le conviene que la izquierda
lo llame así: porque ese nombre, en un país con una historia democrática frágil
y anómala, radicaliza a la izquierda, no a Vox. A pocos días de las elecciones
en Ayusistán, ese Estado separatista y fallido, Vox y el PP han conseguido ya
instaurar un régimen ontológico en el que todos los gestos y todas las
palabras, apenas entran en él, adquieren de inmediato un valor
"energúmeno"; es decir, quedan automáticamente disociadas de todo
soporte mental.
La confrontación
fascismo/antifascismo desactiva toda posibilidad de trabajo en el mundo,
restablece la división ente melancólicos y energúmenos y vuelve energúmenos a
todos los rivales por igual. La izquierda no debería querer un marco en el que
no puede ganar las elecciones madrileñas y, mucho menos, la larga batalla
contra la ultraderecha que acaba de empezar; un marco en el que, en el mejor de
los casos, cualquier victoria particular presupone y anuncia una derrota
general.
Da mucho miedo
conjeturar que estamos cruzando un umbral a partir del cual empieza a dar igual
lo que pensemos y lo que queramos, porque el "energumenismo"
dominante -la desconexión entre los cuerpos y las mentes-, como la
multiplicación de nuestras células, se impone al margen de nuestra voluntad. En
una reyerta en el fango, la única pregunta posible es "quién empezó
primero" y la respuesta solo sirve, lo sabemos, para justificar una nueva
pedrada original. A la derecha no hay que reprocharle la primera piedra sino la
construcción minuciosa, premeditada, peligrosísima, de un marco en el que unos
y otros ya no pueden hacer otra cosa que lanzarse sin parar "la primera
piedra": esa piedra mitológica que no puede desarmarse ni en el mundo ni en
el pensamiento.
Ante el 4-M
hagamos, por favor, un esfuerzo: combatamos al melancólico que llevamos dentro,
no dejemos entrar al energúmeno que nos asalta desde fuera y votemos a una
futura coalición de izquierdas, no con la esperanza de ganar así la próxima
guerra civil sino de detenerla. Para ello hará falta restaurar el entusiasmo,
esa alegría nupcial que, reintroduciendo el mundo en la mente y la mente en el
mundo, nos recuerda que para neutralizar el "energumenismo", si es
que aún estamos a tiempo, no basta con rebañar votos: necesitamos buenas
políticas sociales, medios de comunicación responsables e instituciones
democráticas depuradas de los "energúmenos" que las roen desde
dentro. Estaría bien que "el gobierno más progresista de la historia"
tomase nota de una vez.
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