VOTAR MAL
JONATHAN
MARTÍNEZ
Mónica Oltra al presentar su
dimisión en 2022.
- Jorge Gil / Europa Press
Ahora que se archivan las pesquisas contra Mónica Oltra, ahora que los tribunales reculan sin haber detectado un solo indicio delictivo, las redes sociales se nos han llenado de indignaciones, hay que ver qué mal se hacen las cosas, hace falta restaurar el honor de la damnificada, blablablá. Que si todo ha sido un pérfido runrún de la cloaca. Que si Vox y España 2000. Que si la mierdosfera de Eduardo Inda y Javier Negre. Que si Ana Pastor y Antonio García Ferreras. El caso que el acuerdo del Botànic se fue al santísimo carajo y ahora mandan en el País Valencià aquellos que no soportan la idea misma de País Valencià. Los que cubrieron de inmundicias a Oltra.
¿Pero es que nadie
va a pensar por un momento en las verdaderas víctimas, aquellas que se
sacrifican por el bien colectivo y corrigen al pueblo llano, torpe e iletrado,
que siempre se equivoca en lo votado? ¿Qué sería de un país que abusa de la
legalidad y elige al buen tuntún a sus representantes? ¿Acaso no votamos con
descuido y sentamos en ilustrísimos sillones a candidatos de mal agüero? ¿Quién
nos salvará de nuestras propias decisiones? Estamos condenados a ser libres,
decía Jean-Paul Sartre, y eso es una auténtica faena, una lata, una jodienda
tediosa e inconveniente de la que alguien debería liberarnos.
Así lo entendieron
los padrinos de la Constitución, aquellos señorones de rompe y rasga que venían
de la paz franquista, con sus elecciones de chichinabo, sus sindicatos
verticales y sus secciones femeninas. Pero los aires estaban cambiando y el
pueblo, ay el pueblo, quería esa cosa nueva y extranjera que algunos llamaban
democracia y otros llamaban libertad sin ira libertad. Pongamos por ejemplo que
el pueblo, ay el pueblo, está hasta las gónadas de reyes y caudillos y exige
una república. Qué sabrán las muchedumbres de tan graves materias, pensó entonces
Adolfo Suárez. Por eso metió al rey de tapadillo en la Ley para la Reforma
Política. Para no perder un referéndum sobre la monarquía.
Y es que las
votaciones eran un asunto demasiado serio como para dejárselo a las masas. Juan
Carlos I, patrón de aquella barcaza, estaba dispuesto a permitir unos comicios
con tal de que ganaran los suyos. Allá por 1977 le remitió una carta al sah de
Persia con la ilusión de que financiara la candidatura de Suárez. El rey
emérito temía una victoria del PSOE, un partido que consideraba marxista.
"Cierta parte del electorado no es consciente de ello", explicaba el
buen monarca. Había que salvar a la plebe de sí misma. Con ese cometido, Rafael
Ansón fue a la vez el cerebro de la campaña electoral de Suárez y el director
de la televisión única. El pluriempleo, ya se sabe.
A uno le da por
pensar que aquellos eran años inciertos y que los primeros balbuceos
democráticos necesitaban cierta asistencia experta. Encarrilar el negocio.
Aplacar las urnas. Meter a un guardia civil armado en la tribuna del Congreso.
Al fin y al cabo, cuando el gallinero se desmadra y cunde el libertinaje, nada
hay más apropiado que soliviantar a los militares, urdir en secretísimos
despachos un gobierno de concentración, un tejerazo, sacar a pasear los tanques
por València, hacer que algunos activistas se achanten y se escondan, que
quemen sus carnés, que no se extralimiten con tanta despreocupación. Pero la
democracia nunca dejó de necesitar correctivos.
¿Quién recuerda
aquellos tiempos en que el PNV andaba echado al monte de las reformas
estatutarias, el plan Ibarretxe y demás zarandajas? Aznar, que ya no los
necesitaba como socios en Madrid, intentó quitárselos de encima por las buenas
y avaló una coalición entre Mayor Oreja y Redondo Terreros en las elecciones
vascas. La cosa salió medio mal e Ibarretxe obtuvo los mejores resultados de su
historia. Apenas unos meses después, el presidente español se sacó de la manga
la Ley de Partidos. Bastaba ilegalizar unos miles de votos para que cambiaran
las tornas. Así fue como Patxi López llegó a lehendakari de la mano del PP. Y
así fue como el PNV entró de nuevo en vereda.
Y es que al
recordar nos brotan las nostalgias. Era mayo de 2003 y la Asamblea de Madrid
elegía a sus diputados. Esperanza Aguirre quería ser la presidenta, suceder sin
muchos ruidos al buen Alberto Ruiz-Gallardón y eternizar al PP en su corrala.
Lo que ocurre es que el PSOE e IU pegaron un buen estirón y hasta sumaban
mayoría si armonizaban sus programas de gobierno. Menos mal que los dueños del
cotarro reaccionaron a tiempo, porque el asunto se estaba poniendo feo y las
tertulias ya hiperventilaban pensando que Telemadrid iba a caer en manos de los
pérfidos comunistas. Un par de tránsfugas en el ajo y celebraremos nuevas
elecciones hasta que votéis bien. Que no sabéis ni votar.
Las buenas
costumbres nunca se perdieron del todo. Mirad la que se armó en Catalunya: un
president enloquecido, prohibidísimas urnas en los colegios y catalanes que
votaban mucho y además votaban mal. Había que tirar de artículo 155, disolver
el Parlament y convocar elecciones. Después, como los independentistas
volvieron a ganar, había que tumbar uno por uno todos sus candidatos. Ni
Puigdemont ni Sànchez ni Turull. Mariano Rajoy cumplió sobre las instituciones
catalanas una vieja aspiración que Aznar y la CEOE habían planteado años atrás
sobre las instituciones vascas: suspender la autonomía al estilo del Ulster.
Qué jóvenes éramos
en aquel 2014 en que el CIS situaba a Podemos como primera fuerza política. Por
suerte, y para evitar males mayores, se desató una torrencial tormenta de
basura. Informes falsificados, querellas de porexpán, policías patrióticas,
lawfare, es muy burdo, vamos con ello. Nadie nunca le devolverá su escaño a
Alberto Rodríguez igual que nadie nunca le devolverá la vicepresidencia
valenciana a Mónica Oltra. Del honor manchado y las reputaciones arruinadas no
podemos quejarnos. Es el precio menor que tenemos que pagar en nombre de la
democracia. No seamos ingratos. Ya que votamos tan mal, deberíamos agradecer
las correcciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario