TAMBORES DE GUERRA
"Estamos
asistiendo a preparativos de una guerra en la que como de costumbre nadie ataca
sino que tan solo se defiende", escribe José Ovejero
JOSÉ
OVEJERO
Reunión del presidente Pedro
Sánchez con representantes de la industria armamentística. DIEGO DEL MONTE /
POOL MONCLOA
Los periódicos se están llenando de alusiones a una posible guerra. Lo peculiar es que hemos pasado en pocos días de hablar de rearme con el fin de enfrentarnos a la amenaza rusa a hablar de los riesgos de un conflicto generalizado en Oriente Medio. Como si quisieran acostumbrarnos a la idea de que en algún momento estallará el enfrentamiento armado, pero también dando a entender que no nos quedaremos al margen. Pedro Sánchez, por su parte, se enroca en la necesidad de aumentar el presupuesto militar, y Josep Borrell advierte de los peligros de una guerra de alta intensidad en Europa y, después, de la generalización del conflicto en Oriente Medio.
Cuando el
capitalismo roza sus límites, cuando el sistema comienza a pedalear en el vacío
y los beneficios se estancan o peligran, la guerra es siempre una solución. Si
las guerras coloniales tuvieron como origen la necesidad de abastecerse de
materias primas para la producción industrial y de abrir nuevos mercados, la
Segunda Guerra Mundial no fue ajena a la crisis económica de 1929 ni la de Irak
al miedo a perder el control de buena parte de la producción petrolífera.
Lo que no deja de
sorprender es cómo, en países con un bienestar razonable -porque no estamos
hablando de guerras provocadas por el hambre y la necesidad de supervivencia-,
unos individuos deciden desde sus despachos enviar a la muerte a miles o
millones de personas en virtud de consideraciones económicas y estratégicas -y
las estratégicas son en realidad consecuencia de las primeras: se trata de
dominar territorios que permitan el control de bienes y rutas importantes para
la producción industrial y tecnológica-.
Y, una vez más,
todos dicen defender la paz y la concordia mientras engrasan los fusiles y ponen
a punto la tecnología necesaria para aplastar al contrario. Estamos asistiendo
a preparativos de una guerra en la que como de costumbre nadie ataca sino que
tan solo se defiende. Incluso los alemanes se presentaban como víctimas; más
aún, se sentían víctimas mientras invadían Polonia. La población alemana en su
conjunto apoyaba unas acciones bélicas que debían devolver al país sus derechos
pisoteados, nada más. Aunque la idea de «guerra justa» ha quedado vaciada de
sentido al menos desde las guerras coloniales, sigue enarbolándose una
justificación moral (derechos, valores, concordia, bla, bla, bla) para vestir
aunque sea precariamente de necesidad lo que no es mucho más que un cálculo de
riesgos y beneficios.
Quizá lo que
tendemos a perder de vista en nuestros territorios tan supuestamente
civilizados es precisamente eso: millones de personas apoyarán masacres aunque
no sepan muy bien por qué, aferrándose a las explicaciones oficiales. En la
Italia de Mussolini casi nadie sabía qué sucedía en Etiopía pero muchos dieron
por buenas las justificaciones que combinaban la defensa frente a los ataques
de los nativos con las promesas de riquezas y tierras para los italianos (en un
contexto de aumento del desempleo y estancamiento industrial). Y, en ese momento,
los bombardeos con gas mostaza sobre la población civil y los ataques a
ambulancias y hospitales no despertaron gran escándalo entre la opinión
pública.
En las guerras
justas que nos anuncian hoy, los abusos, humillaciones, torturas, asesinatos y
violaciones volverán a ser pequeñas interferencias en el plan necesario de los
conflictos; como estaremos del lado del bien, el mal que hagan los nuestros
solo serán minúsculas desviaciones, pecados veniales, la consecuencia
inevitable del estallido de las bombas y de las pasiones. Lo que vemos en Gaza
es lo que sucede siempre en las guerras, solo que ahora se difunde en redes
sociales.
La guerra que
vendrá -si no lo impedimos-, no es la primera, como escribía Bertolt Brecht, y
lo único cierto es la continuación de su poema: «Entre los vencidos, el pueblo
llano pasaba hambre. Entre los vencedores, el pueblo llano la pasó también». Lo
desolador es que ese mismo pueblo llano, a la vez engañado y seducido, sea, a
menudo, no solo la primera víctima, también quien acaba justificando el
enfrentamiento.
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