UNA BODA Y MÁS DE SIETE MIL FUNERALES
Como toda
actividad humana que se precie, sobre todo si es conflictiva, el cine se
apodera también de los fastos matrimoniales
PILAR
RUIZ
El
padrino (Coppola, 1972).
¿A quién no le gusta una buena boda? Ponerse de tiros largos; ellas, con tacones destroza juanetes, ellos; con chaqueta en julio, sudando la gota gorda; ir el convite donde Cristo dio las tres voces; gastar lo indecible en viaje, estancia y regalo; la comilona indigerible; la ingesta anormal de alcohol y aguantar borrachuzos, congas y a Paquito Chocolatero; socializar con gente ajena –recuerdo imborrable: mesa con supernumerario del Opus– y sobre todo: aguantar ceremonias religiosas siendo ateo/a. Todo tiene su recompensa: el poder criticar ferozmente todo lo anterior más los modelitos ajenos y el ridículo general que alberga entre sus fauces todo bodorrio que se precie. Y cuanto más de alto copete, más ridículo si cabe. Ejem.
Como toda actividad humana que se
precie, sobre todo si es conflictiva –la historia es el conflicto: primer
mandamiento del arte de contar–, el cine se apodera también de los fastos
matrimoniales. Un muestrario infinito metido con calzador en el género de la
comedia romántica, con garantía de éxito entre el público: una boda es como un
cerdo del que se aprovecha todo y sus chacinas –sobre todo la basura super
procesada– pueden llenar plataformas de pago para toda la eternidad. Pues eso:
pónganse las plumas, que nos vamos de boda.
El modelo, posiblemente la
comedia de boda más copiada de la historia es Historias de Philadelphia (1940).
Una obra teatral de mecanismo implacable, un reparto mítico y la sofisticación
de Cukor al servicio de una historia ambientada en la alta sociedad, que para
eso hace bodas más lúcidas –Ejem número 2– hicieron posible esta cumbre del
cine que sigue fresca como una rosa. Como la atención mediática que forma parte
de la trama: nada nuevo bajo el sol de una prensa cada vez más rosa.
La sombra de esta obra maestra de
la alta comedia es alargada y se proyecta sobre incontables películas menos
gloriosas de todas las épocas. Como la agradable Cuatro bodas y un funeral
(Newell, 1994) en la que al final y, en contra de lo que piensa gran parte del
público pro-casamiento, los enamorados, hartos de bodas, deciden vivir juntos
sin pasar por el altar.
Los bodorrios son internacionales
y traspasan fronteras: en El banquete de bodas (1993) Ang Lee pone bajo la lupa
la naturaleza del matrimonio como forma de transacción mercantil y control de
la población, sobre todo si formas parte de una pareja gay interracial. El
inmigrante chino en EEUU tiene que casarse con una mujer para contentar a sus
tradicionales padres, a cambio, ella conseguirá un visado. Todo esto ocurre antes
de la legalización del matrimonio homosexual –los migrantes siguen siendo
ilegales–. Y siguiendo con ceremonia
LGTBI: La boda de mi mejor amigo (Hogan, 1997) funge como reivindicación de la
mujer soltera que descubre que su verdadera pareja no es el –falso– príncipe
azul, sino su amigo gay. Porque este es un “género de chicas” es decir,
despreciado por crítica y gran parte de la industria, pero popular y sobre
todo, donde las actrices se pueden lucir. Ese ámbito mujeril está subrayado en
La boda de mi mejor amiga (Feig, 2011), con dama de honor destroyer y gags
salidos de las improvisaciones de sus estupendas cómicas, sin necesidad de
chicos. La temática se encuentra de todas las formas posibles, hasta en clave
“Dogma” como La boda de Rachel (Demme, 2008) y otro cliché del género: la oveja
negra desubicada y la boda ajena como momento de crisis y malos rollos. No hay
tantos papeles para ellas y todas sueñan en convertirse en Julia Roberts, en su
día la actriz mejor pagada de Hollywood como estrella especializada en estas
películas.
Buena muestra del infierno que
detallábamos al principio, pero en clave divertida es Palm Springs (Barbakow,
2020). Dos invitados quedan atrapados en una boda-bucle espacio temporal para
que puedan repetir eternamente todos los errores que cometen los seres humanos
en el momento en que deciden celebrar la firma de un contrato ante familiares y
amigos. Una situación que puede volverse terrorífica, aunque sea animada y
musical, véase La novia cadáver (Burton, 2005). O deliciosa, como cuando unas
Bodas reales –ese pestiño no apto para diabéticos– las cogen Stanley Donen y
Fred Astaire (1951). Se puede pasar a la historia con un solo número musical,
este.
Otro clásico convertido en
modelo, aunque desde el punto de vista masculino es el de El padre de la novia
(1950) y sus remakes fallidos: sin el maestro Minelli, Tracy y Taylor, tenía
que pasar. Aunque para masculinidades en conflicto de casamiento tradicional,
El hombre tranquilo (Ford, 1952). El gran jefazo demostró poder elevar la
comedia a la poesía fílmica más pura como otras hacemos una tortilla de
patatas, aunque nuestra sensibilidad actual se dé de mamporros con la mirada
tradicional católica irlandesa sobre la condición de la mujer.
Por supuesto, una boda también
puede dar pie a la tragedia, que se lo digan a Bergman, autoridad mundial en el
subgénero “destrozo de la institución matrimonial” –tú también tienes lo tuyo,
Ingmar–. Su filmografía al respecto no cabe en estas páginas, pero si hay que
citar una de sus bodas, nos quedamos con la de Fanny y Alexander (1982)
detenida en su propia biografía y en el terror del mal casamiento de la madre
con un clérigo fanático que destruye a una familia entera. Y más allá: para
boda versión “noir”, tienen a los franceses Chabrol y Truffaut, el primero con
La dama de honor (2004) con ganas de cargarse a alguien y el segundo en La
novia vestida de negro (1968) con Jeanne Moreau como novia vengadora y
vengativa contra los idiotas que accidentalmente, mataron a su novio justo al
salir de la iglesia.
La imagen de una boda es siempre
poderosa y su alcance metafórico, infinito: El cazador (Cimino, 1978) “gasta” la mitad del metraje en la boda ruso
ortodoxa previa a que todo Dios sufra como una perra en Vietnam, uno de esos
lugares lejanos donde las élites de los Estados Unidos mandan a la juventud
sospechosa de rebelde, no sea que les monte esa permanente guerra civil que
alimenta su Historia. Y nada mejor que empezar así con el casamiento de la hija
de El Padrino (Coppola, 1972), cuyo tema es la familia –esa mafia– y sus
conflictos, donde la excusa “el pan de mis hijos”, licencia del todo vale
capitalista, lleva, directamente, al crimen. Por cierto: si son cinéfilos pata
negra, disfrutarán a lo bestia con The Offer, miniserie basada en las memorias
de Al Ruddy, el productor de El Padrino. No se la pierdan.
Después de la boda viene la
resaca, y de ellas sabían un montón en los años 30, consecuencias del crack bursátil que arruinó
al planeta y del que no se salió hasta la Segunda Guerra Mundial, que no
última, –vamos a por la Tercera, que estamos en feria–. Para contar esos años
borrachuzos está el mejor, o sea Lubitsch. Vean, por ejemplo, La octava mujer
de Barba azul (1938) y a una desopilante Claudette Colbert, cuando descubre que
el señor guapísimo –Gary Cooper–e inocentón al que acaba de dar el “sí quiero”
colecciona matrimonios por capricho. Aunque mucho peor es lo que descubre la
pareja de recién casados ingleses de luna de miel en La playa de Chesil (Cooke,
2017) durante unos años 60 muy poco modernos y con represión sexual. Si eso
ocurría allí, imaginar lo que ocurría en nuestro país nacional católico de
mujeres recién casadas aun más sometidas, resultaba terrible.
Parece que un señor tan
antipático como Lars Von Trier va a tener razón y todas estas celebraciones
supuestamente felices que tienen como objeto validar nuestra posición social
convenciones mediante, producen en realidad, Melancolía (2011). Y a más de uno
y de una, el deseo de que llegue el puto meteorito.
Y hablando de meteoritos: como
bien saben los estrategas políticos desde los tiempos de los Césares, una gran
boda sirve para tapar todas las miserias, corrupción, crisis económica y
escándalos de toda índole, sobre todo si se hace participar de sus fastos al
vulgo o pueblo llano, entusiasmado ante el desfile de privilegios embutidos en
carrozas, fracs y tiaras. Un método infalible para cercenar ansias revanchistas
y subversivas del populacho. Y si no hay boda grande, se inventa una, como hizo
la cadena pública madrileña modificando su programación para retransmitir en
directo la boda de un alcalde con una Borbón –pero ¿cuántos hay?– entre reyes
depuestos, desvergüenza, humo de botafumeiro mediático y patéticas alabanzas:
guapos, elegantes, distinguidos, campechanos, populares, sencillos… Un millón de chanzas no logran disipar la
peste a propaganda que rezuma la vida política de este país, hasta el punto de
convertir un acto privado en pública ceremonia sin que nadie se sonroje. Pero
todo vale con tal de ocultar la sombra de una gestión nefasta. Una boda sí,
pero 7231 funerales.
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