ESTADOS UNIDOS, DOS SIGLOS DE
CRIMINALIDAD IMPERIAL
“Se trata de la misma antigua ley de la sobrevivencia del más apto: el débil debe arrodillarse ante el más fuerte y, hoy por hoy, la raza americana es la más fuerte, la más noble sobre la faz de la tierra, y su naturaleza demanda crecimiento y expansión. […] Es la manera que el Tío Sam tiene de hacer las cosas. Él quiere los mercados del mundo y para eso necesita los puertos, sus proveedores de materias y sus consumidores […] Por eso, no seamos tímidos y tomemos las mejores islas que podamos tomar honestamente”. -Felix Agnus, Director de Baltimore American, julio 9 de 1898. Citado en Jorge Majfud, La Frontera Salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América Latina, Baile del Sol Ediciones, Tenerife, 2021, p. 200.
“‘América
para los americanos’”. Bueno: está dicho. Todos los que nacemos en América
somos americanos, La equivocación que han tenido los imperialistas es que han
interpretado la Doctrina Monroe así: ‘América para los yankees’. Ahora bien,
para que las bestias rubias no continúen engañadas, yo reformo la frase en los
términos siguientes: Los Estados Unidos de Norte América para los yankees, la
América latina para los indolatinos”. -Augusto César Sandino, en Gregorio
Selser, Sandino, General de hombres libres, Imprenta Nacional, La
Habana, 1960.
Este
dos de diciembre se cumplen dos siglos de la formulación original de lo que
tiempo después se va a denominar “Doctrina Monroe” por los círculos dominantes
del poder en Estados Unidos. Las afirmaciones que se encuentran en el discurso
anual por parte del entonces presidente James Monroe (1817-1825) han sido
presentadas por los defensores del panamericanismo como expresión del interés
de los Estados Unidos en salvaguardar la independencia de las colonias de
España e impedir la intervención de potencias europeas en el continente
americano. Esta visión no menciona dos aspectos que aparecen en el discurso de
Monroe: 1) Estados Unidos no renuncia a sus aspiraciones por apropiarse de
territorios de Hispanoamérica y 2) Se reserva a sí mismo el derecho de
intervenir en el continente. Justamente por esa razón es que la Doctrina se
resumió tiempo después con la formula “América para los americanos” que, en
rigor, debería decir: “América (todo el continente) para los Estados Unidos”. A
principios del siglo XX, por si hubiera dudas de este carácter intervencionista
‒sobre lo que ya existían bastantes pruebas reales‒ otro presidente de los Estados Unidos, Teodoro
Roosevelt, formula el “Corolario
a la Doctrina Monroe”
mediante el cual Estados Unidos se arrogaba el derecho de intervenir en los
asuntos internos de cualquier país al sur del Río Bravo cuando considerara que
sus gobernantes actuaban en contra de los intereses de aquel país. La
actualización de la Doctrina Monroe significó una reafirmación del carácter
intervencionista de Estados Unidos, siendo el hecho más contundente la
separación de Panamá y la creación de un nuevo país hecho a la medida de los
intereses imperialistas. Por eso, la política de Roosevelt hacia el continente
se bautizó con el apelativo de Gran garrote que se resumía en el lema “Habla
suavemente y lleva un gran garrote, así llegarás lejos”.
La
Doctrina Monroe está asociada directamente al Destino Manifiesto, según el cual
los habitantes blancos de los Estados Unidos fueron encargados por la divina
providencia de colonizar y civilizar los territorios que tuvieran a su alcance
y de expulsar y exterminar a los habitantes originales de esos territorios. Por
esta razón, deben ser analizados en forma conjunta, como lo hacemos en este
escrito. Para ello, vamos a considerar tres grandes cuestiones que están unidas
a lo largo de los dos últimos siglos y que son la esencia de la política de
Estados Unidos hacia el resto del continente, si lo vemos en forma restringida,
y hacia el mundo entero, si ampliamos la mirada. Los tres aspectos en cuestión
son: Dios, Racismo y Guerra.
DIOS
Desde
el momento de su independencia de Inglaterra, en 1776, los ideólogos del
naciente Estados Unidos empezaron a difundir el mito de que ellos habían sido
destinados por la Divina Providencia [Dios] para conquista el territorio del
norte de América de costa a costa y tiempo después ese creencia se aplicó a
todo el continente. Desde hace dos siglos se viene diciendo, y se repite en la
actualidad, que los habitantes blancos de Estados Unidos ‒de origen sajón‒ habían sido escogidos por el mismísimo Dios para dominar el continente.
Esta
atrabiliaria pretensión de explicar la existencia de un grupo humano o de una
sociedad determinada no por razones históricas, sino por causas divinas, se
convirtió en la justificación del expansionismo de los Estados Unidos, primero
en Norteamérica, después en el resto del continente americano y posteriormente
en el mundo. El origen divino de los colonos blancos de origen inglés fue
proclamado desde finales del siglo XVIII, aunque adquirió más fuerza durante el
siglo XIX, como forma de justificar el exterminio de los pueblos indígenas y el
robo de tierras a México.
John
Quincy Adams, el verdadero autor de la Doctrina Monroe, dijo en 1811: “Todo el
continente de Norteamérica parece destinado por la Divina Providencia a ser
poblado por una nación, a hablar un idioma, a profesar un sistema general de
principios religiosos y políticos, acostumbrados a un tenor general de usos y
costumbres sociales”.
En
1812, un congresista de nombre John A. Harper señaló que Dios era el que les
había dado la orden de expandirse por todo el norte del continente: “Parece que
el autor de la Naturaleza ha marcado nuestros límites en el sur, en el Golfo de
México, y en el norte, en las regiones de las nieves eternas”.
Esta
idea de políticos y de gobernantes en los Estados Unidos empezó a ser asumida
como cierta por los aventureros que merodeaban en los territorios indígenas del
oeste y hacia el sur estaban invadiendo las tierras de México. En el sentido
común de los Estados Unidos esa idea del Destino Manifiesto fue haciendo
carrera, hasta el punto de que escritores, periodistas e intelectuales la daban
por cierta e indiscutible. Al respecto, el escritor Henry Melville, autor
de Mobi Dick, señaló en forma rotunda: “Nosotros los
americanos somos el pueblo escogido, el Israel de nuestro tiempo,
nosotros llevamos el Arca de las libertades al mundo. Dios ha
predestinado a nuestra raza, y así lo espera la Humanidad, para grandes cosas.
Por demasiado tiempo hemos sido escépticos y hemos dudado de que el
Mesías político haya llegado al mundo. Pero ya llegó y somos nosotros”.
En
1845, se formula oficialmente el mito del Destino Manifiesto, por parte de John
O’Sullivan en estos términos: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es
extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la providencia
para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un
derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios
para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como
destino”.
De
este momento en adelante se le dio carta franca a a la peregrina invención de
que los estadounidenses eran los portadores del mensaje de Dios en la tierra y
debían llevarlo a la práctica. Se convirtió en un mito nacional de los Estados
Unidos que se mantiene hasta el día de hoy, en un país donde predominan las
creencias evangélicas y cristianas, que asumen y refuerzan esa falacia sobre la
“grandeza divina de los Estados Unidos”.
Esa
prerrogativa se convirtió en un imperativo categórico para justificar el robo
de tierras, el exterminio de pueblos y el racismo. En 1846, cuando el Ejército
invasor de los Estados Unidos ocupó Matamoros, una población que fue reducida a
cenizas y donde se masacraron 700 de sus habitantes por las fuerzas de Estados
Unidos, un pastor evangélico justificaba ese hecho en términos religiosos, como
clara expresión de los deseos de la voluntad sagrada de Dios: “Esta historia
demuestra, de forma hermosa e incuestionable que nuestra lucha ha sido por una
orden del Señor. Que Dios nos ordena, no solo a que la raza
anglosajona tome posesión de todo el continente de Norteamérica, sino que,
además, cambiemos para siempre el destino del resto del mundo”.
En
momentos álgidos de expansión imperialista, los Estados Unidos han esgrimido el
Destino Manifiesto para justificar su apetito expansionista y sus crímenes,
tanto dentro de su territorio como afuera. Así, en 1898, el año de la
presentación en público de esa potencia como un país imperialista, el senador
Albert Beveridge, un furibundo expansionista, señalo: “Estados Unidos notificó
a la humanidad desde su nacimiento: nosotros hemos venido para redimir al mundo
dándole libertad y justicia. Dios ha preparado y ha marcado al pueblo
americano, al pueblo teutónico y de habla inglesa, para conducir finalmente la
regeneración del mundo”. Con estas afirmaciones se alentaba a las fuerzas más
agresivas del naciente imperialismo estadounidense a expandirse en el
continente americano ‒como lo predica la Doctrina Monroe‒ y fortalecer a su marina de guerra y controlar
territorios que estuvieran más allá de este continente, para entrar a competir
de tu a tu, tanto en términos comerciales como militares, con las grandes
potencias de la época.
Durante
el siglo XX, y hasta el día de hoy, las diversas acciones de agresión, saqueo,
sometimiento y destrucción en las que han estado involucrados los Estados
Unidos se justifican con el argumento de que son dictadas directamente por
Dios, con el cual dicen tener un contacto directo y fluido los altos
gobernantes de ese país.
Como
para que no quede duda de la continuidad de la creencia ‒convertida en mito nacional‒ de que Estados Unidos es el pueblo elegido por Dios
directamente desde el más
allá, Donald Trump dijo en 2020, refiriéndose a los valores supremos de la
democracia y la libre empresa: “El
‘Destino Manifiesto’ de Estados Unidos
está en las estrellas. Iremos a la Luna y luego a Marte para compartir esos
mismos valores con toda la humanidad”. Nótese que incluso se delira con aplicar
las políticas imperialistas fuera del planeta tierra, porque, al fin y al cabo,
en Marte debe imponerse la ley del más fuerte y el libre mercado, Made
In USA.
En
resumen, la Doctrina Monroe es la justificación política del expansionismo de
Estados Unidos, pero se ha aplicado con un carácter mesiánico de índole
religioso, como lo dictaminan los supuestos del Destino Manifiesto. Esto tiene
una gran carga valorativa para los Estados Unidos, porque implica que oponerse
a ellos es ir contra la divinidad o la naturaleza, que a la larga vienen a ser
lo mismo. En contrapartida, a quienes se opongan a la Doctrina Monroe se les
descalifica por ser enemigos del mismísimo Dios, con lo cual se recalca su
carácter de inferioridad, como se demuestra con el racismo implícito en ese
deseo de expandirse y someter a los pueblos “inferiores”, esto es, aquellos
cuya existencia no está determinada por la acción de fuerzas divinas.
Cuadro
de John Gast (1871)
El Progreso Estadounidense
RACISMO
Si
existe una selección divina de los Estados Unidos para dominar el continente y
el mundo, es apenas obvio que la raza que encarna esos valores divinos ‒los anglosajones‒
es superior a las demás
y ello les confiere poder y autoridad para dominar, subyugar, explotar y
aniquilar a las “razas inferiores”. Este es un elemento que no puede disociarse
de la Doctrina Monroe, aunque no fuera formulado de forma implícita en la
declaración presidencial de 1823. No era necesario, porque es una premisa
básica de la existencia de Estados Unidos como nación independiente, compartida
por los blancos que dominaban la vida política y social. Es bueno recordar que
en la constitución original de ese país se predicaba la libertad, pero los
negros seguían siendo esclavos, lo cual significaba que una parte de la
población de Estados Unidos no tenía derechos de ninguna índole.
Cuando
los colonos ingleses llegaron al actual territorio de los Estados Unidos
encontraron una tierra ocupada, en la que habitaban diversos pueblos y culturas,
pero en el imaginario colonialista esos seres no existían o no merecían
existir, por su declarada inferioridad, y por eso mismo estaba justificada su
persecución y eliminación de la faz de la tierra.
Este
racismo de los ingleses fue heredado por los fundadores de los Estados Unidos y
se convirtió en un sentido común de la población blanca del país, un
sentimiento racista que se proyecta hasta la actualidad.
El
racismo imperante justificó la esclavitud de millones de seres humanos de piel
negra, puesto que Estados Unidos mantuvo el régimen esclavista hasta 1865 y
solo fue abolido como resultado de una guerra civil. Que la esclavitud hubiera
finalizado no quería decir que el racismo contra los negros hubiera
desaparecido, sino que, de múltiples maneras y con diversos mecanismos, se
mantiene hasta el momento actual. Un hecho vergonzoso de ese culto a la
esclavitud y el desprecio hacia los negros, lo daban los colonos blancos de
Estados Unidos en las décadas de 1830 y 1840 cuando a medida que robaban tierras
a México reestablecían la esclavitud en lugares donde había sido abolida. Tan
es así que en 1860 el filibustero William Walker, quien se autoproclamó
presidente de Nicaragua, decretó el retorno de la esclavitud.
El
racismo hizo práctica la Doctrina Monroe, puesto que la expansión de Estados
Unidos estuvo siempre acompañada del desprecio por lo que consideraban seres
inferiores, que eran la forma como calificaban a los habitantes nativos de los
territorios ocupados. Eso operó en dos planos: uno, el relacionado con lo que
luego será ‒justo como producto de la conquista‒ el territorio continental de los Estados Unidos; y
dos el plano externo, con referencia a los países que Estados Unidos no agregó a su mapa, pero en los que si intervino
y a los que agredió
de múltiples maneras.
En
1853, en pleno periodo de expansión hacia el oeste y de arrinconamiento y
exterminio de los indígenas, un publicista de nombre Henry Paterson intentaba
justificar este último hecho de esta forma: “Hemos tenido demasiado sentimentalismo
hacia el hombre rojo, es tiempo de dejarnos de tanta gazmoñería. No todos esos
gusanos color de canela, al oeste del Mississippi valen una gota de la sangre
de este noble corazón. [Un blanco que murió por la acción de los indígenas]. El
cerebro activo, el ojo del artista, el gusto refinado, la mano tan dispuesta
con la pluma o con el lápiz; ¡si pudiéramos recuperar esto, barato sería
comprarlo con el exterminio de todo miserable pah-Utah que hay bajo los
cielos”.
Para
estos cruzados de la raza pura estaban en su derecho de eliminar a las razas
inferiores, puesto que dada su inferioridad era imposible civilizarlos. Lo
mejor era exterminarlos, estaban en su derecho y eso lo exigía una ley de la
naturaleza: la supervivencia de los más aptos. Indios, negros, mestizos y todo
tipo de mezclas coloridas eran razas inferiores y sin ningún tipo de futuro, ya
que estaban condenados irremediablemente por el empuje arrollador de la raza
superior, los anglosajones y sus descendientes, que actuaban en la tierra por voluntad
del Ser Supremo. Esto se proclamaba desde finales del siglo XVIII, tras la
independencia de Estados Unidos, cuando algunos de sus ideólogos recomendaban
el exterminio de los nativos, puesto que “la naturaleza de un indio es feroz y
cruel, y una extirpación de ellos sería útil para el mundo y honorable para
quienes puedan efectuarlo”. La raza superior, que se proclamaba a sí misma como
portadora de la civilización tenía como misión destruir a las razas inferiores,
lo mismo que hacía con los animales.
En
1846, en el momento de la guerra de conquista de gran parte de México, se
explicaba la perdida de los ejércitos de ese país a partir de criterios
racistas. Así, un periódico de Cincinnati podía decir: “Aunque los barbaros
caen como granizo, como su disposición aun es belicosa y la carnicería hecha en
sus ejércitos por la superioridad de la guerra científica y la bravura indómita
de hombres dispuestos a la paz les enseñarán provechosas lecciones, y la
pérdida de unos cuantos miles de ellos no es tan deplorable. Esta guerra
enseñará a todos los mexicanos a pensar en su flaqueza e inferioridad”.
Ahora
bien, el triunfo de los Estados Unidos sobre México saco a relucir una gran
contradicción para los racistas de Estados Unidos. Al no poder exterminar a
todos los barbaros e inferiores, porque no siempre podían realizar el etnocidio
causado a los indígenas, se planteaba que no podían engullirse a esos
territorios y sus habitantes, porque estos al ser inferiores significaban un
peligro para los blancos puros, ya que existía el riesgo de ser contaminados.
Esa misma contradicción explica que, al final, decidieran que no valía la pena
incorporar al territorio de Estados Unidos a los países del resto del
continente; era mejor dejarlos allí, para que no contaminaran.
Guerreristas
en el Senado de Estados Unidos lo decían. Lewis Cass, de Michigan, afirmaba:
“No queremos al pueblo de México, ni como ciudadanos ni como súbditos. Todo lo
que queremos es una porción de territorio que nominalmente ocupan, generalmente
deshabitado, o, cuando está habitado, muy escasamente, y con una población que
retrocedería o bien se identificaría con la nuestra”. Otro, John Calhoum
sostenía: “Nunca hemos soñado con incorporar en nuestra unión más que razas
caucásicas, la libre raza blanca”.
En
cuanto al racismo los primeros en hacerlo público eran los políticos, los
gobernantes y los periodistas. Pero ese racismo era compartido por la totalidad
de la población blanca, con tan pocas excepciones que no dejaron huella
perdurable. Y los biólogos, etnólogos y filólogos, entre otros, quisieron
darle un carácter científico durante buena parte del siglo XIX, convirtiéndose
en precursores del nazismo, en cuanto el peso que le asignaron a la biología
para justificar las pretendidas diferencias raciales.
El
racismo se difundió por todas las capas de la población blanca de los Estados
Unidos y de ese racismo no estaban exentos escritores, intelectuales y poetas.
Uno de los más conocidos, Walt Whitman, era racista, consideraba que los negros
eran parientes de los monos y defendió la esclavitud y en la guerra contra
México no dudó en calificar a los mexicanos de agresores que provocaban a
América, debido a lo cual esta debió defenderse y expandirse para regar su
propia felicidad a la nación supuestamente agresora.
En
1912, William Taft, presidente de los Estados Unidos anunció: “No está lejano
el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios
equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en
el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será
nuestro, como de hecho, en virtud de nuestra superioridad racial,
ya lo es moralmente”. Queda claro, la superioridad racial se expresa en todos
los planos y le confiere un estatuto especial a la superioridad moral, de la
que tanto van a presumir los Estados Unidos. Sí, una superioridad moral para
matar y exterminar pueblos, robar tierras, invadir y saquear.
Ese
racismo persiste hasta la actualidad dentro de los Estados Unidos y se proyecta
hacia otros lugares del mundo. Al respecto solo basta mencionar lo que se hace
a los migrantes y a los países de los que provienen, que han sido catalogados
de “países de mierda” y durante la cuarentena por la Covid-19 el trato que se
les dio dejo en claro el carácter del racismo, dado que los “extranjeros”
pobres fueron maltratados y se le expulso a sus países, sin ningún cuidado en
la difusión del contagio.
Queda
claro que la libertad que proclama la Doctrina Monroe tiene un significado muy
preciso: es libertad de esclavizar a los negros, libertad de masacrar a los
indígenas, libertad de matar mexicanos y expulsarlos de sus suelos, libertad de
robar tierras para implantar colonos blancos deshaciéndose de sus habitantes
tradicionales, libertad de invadir países, libertad de imponer dictadores,
libertad de asesinar a quien se les antoje a los Estados Unidos… Esa es la
libertad que pone en práctica la raza superior, los blancos de origen
anglosajón.
GUERRA [Y ARMAS]
La
guerra, y el culto de las armas que lo fundamenta, es otro de los componentes
intrínsecos, y de índole práctica, de la Doctrina Monroe, el más importante de
todos, porque lo que ha hecho posible la expansión de Estados Unidos por el
continente desde el siglo XIX está asociada al uso de la fuerza bruta contra
nuestros pueblos.
Es
evidente que no basta con proclamarse enviado y representante de Dios en la
tierra ni declararse como perteneciente a una raza superior. Si eso fuera solo
un discurso podría considerarse, cuando mucho, una simple curiosidad histórica.
Para demostrar que se tiene un supuesto origen divino y se pertenece a una una
raza especialmente dotada para dominar el mundo se necesita de la violencia
para imponer esas ideas, para que estas se conviertan en una “fuerza material”,
porque la fe sin armas no basta. Aunque los estadounidenses sostienen que
confían en Dios, en verdad confían mucho más en las armas. Y eso lo manifiestan
los furibundos partidarios del Destino Manifiesto y de la Doctrina Monroe desde
temprano. Así, para justificar el robo de Texas a México y su anexión a Estados
Unidos se invocaba la bendición divina: “Que Dios bendiga a los americanos que
llevan adelante esta guerra. Creo que podemos ver el dedo de Dios en
esta guerra a través de las victorias de nuestros soldados”.
Incluso,
un escritor connotado, Walt Whitman llegó a alabar el uso de las armas por los
Estados Unidos, justificando la agresión a México a mediados de la década de
1840. “Ha llegado el momento de hacer justicia. Dejemos que nuestras
armas cargadas de justicia dejen claro que América, aunque no busca ni
quiere problemas, sabe cómo defenderse y cómo expandirse”. Esto demuestra hasta
dónde llega el culto de la violencia de los Estados Unidos cuando se intenta
legitimar la injerencia en otros países, ya que hasta sensibles poetas terminan
haciendo una apología de las armas y de la violencia, lo que indica el peso
“cultural” de los artefactos bélicos en la sociedad estadounidense.
Un
Dios guerrero y belicoso es el que se encuentra detrás de las campañas militares
y de las agresiones de los Estados Unidos, porque se exalta la violencia y la
brutalidad contra las razas inferiores, como lo hicieron los criminales que
masacraban nativos en Estados Unidos. En 1864, “cientos de mujeres y niños
venían hacia nosotros y se arrodillaban pidiendo clemencia […] y hombres
civilizados […] les reventaban la cabeza”. El jefe de esos asesinos
consideraba “un honor usar cualquier instrumento para matar indios bajo el
cielo de Dios; matar a todos grandes y pequeños, ya que las liendres producen
piojos”.
Esta
práctica asesina de los portavoces del Destino Manifiesto y de la Doctrina
Monroe se realiza a vasta escala y sin ningún impedimento en los Estados
Unidos, y luego la aplicarán en nuestro continente y más allá. Al respecto
valga mencionar la brutal violencia contra los filipinos, tras su separación de
España en 1898, que era contada de esta forma: “Los filipinos son monos sin
cerebro, incapaces de apreciar algún sentido del honor y la justicia, por lo
que no es extraño que los muchachos [soldados de Estados Unidos] le metan plomo
antes de preguntar si son amigos o enemigos”. La masacre de los filipinos
alcanza tal dimensión que los soldados sostienen que “la escena que he visto me
recuerda la matanza de los conejos de Utah, con una diferencia: algunos conejos
podían escapar, los nativos no”. Un general estadounidense, de apellido Wheaton
reconocía que dio la orden de matar “mil hombres, mujeres y niños fueron
ejecutados hasta que no quedó ni uno […] todo lo he hecho por la gloria de mi
amada América”. Un soldado dice con satisfacción: “Matamos, hombres, mujeres y
niños […] Me siento en la gloria cuando veo mi pistola apuntando a un negro y
le disparo”.
Desde
comienzos del siglo XX entró en juego otro tipo de guerra y violencia promovido
directamente por los Estados Unidos para favorecer sus intereses como país
imperialista, una guerra económica y comercial que se sustenta en la imposición
del dólar. No es nada casual que en los dólares esté escrito este lema: “In God
we trust” (“En Dios Confiamos”) y que el Dólar se le haya convertido en una
especie Dios guerrero en el que creen los miembros de la “raza superior”
anglosajona y para implantar su dominio realicen guerras, invasiones,
ocupaciones, planes de ajuste estructural, entre otros mecanismos bélicos,
encubierto con la lógica del mercado competitivo.
Haciendo
un balance de los crímenes que Estados Unidos realizaba en el momento de su
expansión en 1898, el senador Albert Beveridge intenta justificarlos como parte
de las acciones que llevan a cabo aquellos que han sido escogidos por Dios para
regenerar el mundo, porque “Dios nos ha hecho los amos de la organización para
que corrijamos el caos que reina en el mundo […] Esta es la misión divina de
Estados Unidos y por eso merecemos toda la felicidad posible, toda la gloria y
todas las riquezas que se derivan de ella. Sólo un ciego no podría ver la mano
de Dios en toda esta armonía de eventos. Señores, recen a Dios para que nunca
temamos derramar sangre por nuestra bandera y su destino imperial”.
Este
discurso fue pronunciado en enero de 1900 y era el anuncio de la violencia que
le esperaba al continente y al mundo y que se ha hecho una dura realidad, como
se puede constatar en lo que ha sucedido en nuestro continente. En efecto,
Estados Unidos, a nombre de Dios y de la glorificación de las armas homicidas,
ha invadido países, masacrado a los que osaron enfrentárseles, dieron comienzo
a los bombardeos aéreos contra pueblos campesinos, como hicieron con el pequeño
ejercito loco del General Sandino en Nicaragua, financiaron terribles
dictaduras asesinas en todo el continente, implementaron la tortura y la
desaparición forzada a nombre de la lucha contra el comunismo y por la defensa
del mundo libre, organizaron escuadrones de la muerte, grupos paramilitares y
promovieron el terrorismo de Estado, destruyeron cualquier proceso democrático
y autónomo en el continente.
Todo
eso ha sido la aplicación práctica de la Doctrina Monroe y del Destino Manifiesto,
lo cual solo ha sido posible con la participación de sectores de las clases
dominantes locales, que se han lucrado para mantener la desigualdad y la
injusticia que reina en nuestro continente.
Y
cuando se trata de dominar a otros pueblos, dentro de Estados Unidos y fuera de
ese territorio, el único elemento que lo hace posible es la guerra, un
componente central de la “cultura estadounidense” desde el mismo momento de su
fundación.
La
guerra y la violencia que la acompaña son consustanciales a la idea del
carácter divino de la raza superior y esta debe actuar para conquistar y
someter a los seres inferiores. Y si estos osan defenderse es porque son
bestiales y salvajes. Mientras que la agresión es vista como una bendición
divina para llevar la civilización, la luz y el progreso y quienes la realizan
son seres viriles y valientes, quienes se resisten son bestias y no seres
humanos. Unos, los estadounidenses reclaman humanidad, mientras se la niegan a
los otros, a los que tienen la osadía de resistir. El uso del pretexto de
“fuimos atacados primero”, “tenemos derecho a defendernos”, “nunca olvidaremos”
se convierten en justificativos de los ataques contra los pueblos nativos, los
latinoamericanos y el resto del mundo.
CONCLUSION
Aunque
supuestamente la Doctrina Monroe terminó en 1982, cuando a raíz de la Guerra de
las Malvinas, Estados Unidos apoyó a una potencia europea para agredir a un
país de América, en realidad el espíritu de esa concepción de hace doscientos
años no ha desaparecido en la agenda de los Estados Unidos. Eso lo prueban
hechos recientes. Todavía los políticos y gobernantes de Estados Unidos
conciben a América Latina como su “patio trasero”, como lo manifestó en 2013 el
Secretario de Estado de Estados Unidos John Kerry: “El hemisferio occidental es
nuestro patio trasero, es de vital importancia para nosotros. Con mucha
frecuencia, muchos países del hemisferio occidental sienten que Estados Unidos
no pone suficiente atención en ellos y en ocasiones, probablemente, es verdad”.
En
2018, John Bolton, asesor de Donald Trump, un siniestro personaje con un
interminable prontuario criminal, en momento en que actuaba para impulsar un
cambio de régimen en Venezuela señaló sin pelos en la lengua: “En esta
administración no tenemos miedo de usar el término ‘Doctrina Monroe’, ya
que su objetivo y el de todos los presidentes de Estados Unidos desde Ronald
Reagan, siempre ha sido el de un hemisferio completamente democrático (sic)”.
En
2022 y 2023, La Jefa del Comando Sur estadounidense, Laura Richardson, ha
manifestado en varias ocasiones, con una sinceridad pocas veces vista, que a
Estados Unidos lo que le interesan sobre manera son los recursos naturales de
América Latina. Ella misma se preguntó y dio la respuesta correspondiente:
«¿Por qué es importante esta región? Con todos sus ricos recursos y elementos
de tierras raras, está el triángulo de litio, que hoy en día es
necesario para la tecnología. El 60 % del litio del mundo se
encuentra en el triángulo de litio: Argentina, Bolivia, Chile». Además, «las
reservas de petróleo más grandes, incluidas las de crudo ligero y
dulce, descubierto frente a Guyana hace más de un año. Tienen los recursos de
Venezuela también, con petróleo, cobre, oro». Precisó que este continente tiene
«el 31 % del agua dulce del mundo en esta región». Por todo esto,
Latinoamérica le interesa a Estados Unidos, ya que «tiene mucho que ver con
la seguridad nacional y tenemos que empezar nuestro juego». Después ha
indicado que Estados Unidos quiere acallar a medios de información que no le
son gratos, concretamente a Telesur y RT en español, procediendo como en los
viejos tiempos del anticomunismo más visceral.
Todos
estos hechos recientes confirman que Estados Unidos se sigue comportando en
concordancia con el espíritu de la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto,
suponiendo que poco ha cambiado en el continente y en el mundo en las últimas
décadas y que todos los países de la región son sumisos y obedientes a los
designios de Washington. Pero en eso se equivocan, porque en el continente
distintas fuerzas sociales y políticas se niegan a ser colonias de Estados
Unidos y a aceptar que las clases dominantes nos conviertan en un suburbio
pobre de Miami.
BIBLIOGRAFÍA
HORSMAN,
Reginald, La raza y el Destino Manifiesto. Orígenes del anglosajonismo
racial norteamericano, F.C.E, México, 1985.
INMERWAHR,
Daniel, Cómo ocultar un imperio. Historia de las colonias de Estados
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Jorge, La Frontera Salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América
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Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974.
RIUS,
Osama TioSam. Por qué amo tanto el mundo a los Estados Unidos, Editorial
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SUAREZ
SALAZAR, Madre América. Un siglo de violencia y dolor (1898-1998), Editorial
de Ciencias Sociales, La Habana, 2003.
Ponencia
presentada en el II Encuentro Antimperialista de Solidaridad y Amistad entre
los Pueblos. Los crímenes de los doscientos años de la Doctrina Monroe,
Brasilia, 1-3 de diciembre de 2023.
Publicado
en papel en la revista Taller, No. 53, Bogotá diciembre de
2023.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del
autor mediante una licencia de
Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras
fuentes.
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