LA SEMANA SANTA DE SEVILLA PARA
ROJOS Y FORASTEROS
JOAQUÍN URÍAS
Traslado de vuelta de Nuestra
Señora de la Esperanza a la Capilla de los Marineros, el pasado 27 de marzo
Empieza la Semana Santa. Por evidentes razones históricas, muchas de las tradiciones y fiestas de nuestro país tienen origen y naturaleza religiosa. Esta más que ninguna. Es época de torrijas y de platos con bacalao, pero también de procesiones. Y, sin duda, hablar de procesiones evoca inmediatamente a las de Sevilla. La capital andaluza se agita y se transforma en estas fechas de un modo que, pese a todo, permanece mayoritariamente incomprendido para quienes no viven en esa tierra. Mucho más para quienes se consideran progresistas, rojos, de izquierdas o similares.
Se equivoca de cabo
a rabo quien vea en la fiesta sevillana una demostración de fanatismo
religioso. También, del mismo modo, quien crea que es un jolgorio pagano de
músicas y pasos bailando. Históricamente, la Semana Santa ha sido en Sevilla
una exaltación de la identidad de cada barrio de la ciudad. Un acontecimiento
tremendamente popular organizado en torno a la religión y con altas dosis de
espiritualidad, pero sin nada que ver con ningún tipo de beaterio.
Lo primero que
llama la atención es la manera en que la ciudad, por encima de creencias, se
vuelca en estos días. No es una fiesta minoritaria. Más de 70.000 personas se
visten de nazareno durante la Semana Santa oficial. Muchos centenares de miles
acuden como espectadores. En torno a ella pervive una deliciosa industria
tradicional que fabrica capirotes de cartón, botones de terciopelo, escudos
bordados, flores de cera, sandalias, hebillas de zapato, incienso… Pero esa
artesanía, común a cualquier fiesta popular, es lo de menos en esta.
Las hermandades del
centro, de clase alta, son las que más pobreza aparentan. Mantuvieron su
vinculación con el antiguo régimen y una imagen asociada a la austeridad
Más de cincuenta
hermandades procesionan entre el domingo de Ramos y el de Resurrección. Muchas
de ellas llevan siglos haciéndolo. Cada hermandad refleja la manera de ser de
un barrio, de una manera difícil de apreciar por el forastero. Las hermandades
del centro de la ciudad, más ricas y de clase alta, son las que más pobreza
aparentan. Mantuvieron su vinculación con el antiguo régimen y una imagen de la
religión asociada a la austeridad. Sus nazarenos van de negro, con un incómodo
cinturón de esparto basto. Marchan en silencio, en filas perfectamente
ordenadas. Los pasos no llevan música y la gente se calla al verlos. Todo es
sobrio y solemne. Son las cofradías de Don Guido, el arquetipo de señorito que
cantara Machado. Aquel que, gran pagano, se hizo hermano de una santa cofradía
y el Jueves Santo salía llevando un cirio en la mano –¡aquel trueno!– vestido
de nazareno. Mientras más aristocrática es una cofradía, más humilde quiere
parecer. Y viceversa.
Cortejo de nazarenos de la Hermandad del Calvario, 2018.
Las cofradías de
los barrios y arrabales obreros, en cambio, se apuntaron a las modas románticas
y visten de modo ostentoso: llevan capas, terciopelo, cíngulos brillantes,
zapatos con hebillas de plata… Los nazarenos reparten caramelos. La disciplina
es más laxa y es habitual que salgan y entren de las filas o que charlen entre
sí. Sus pasos llevan alegres bandas de música y se mecen al son de marchas
animadas.
Entre ambas hay
infinidad de matices, en los que se nota la personalidad de cada barrio. La
hermandad del Museo tiene un barrio dual: hacia el centro es zona elegante y
cara de buenas familias de siempre. Hacia el exterior, un barrio popular y
obrero cercano a las estaciones de tren y
autobús. La cofradía es mitad sobria y de silencio, mitad de capa,
caramelos y música. Y más allá de eso, desde el modo en que avanzan los pasos,
hasta el modo en que se decoran o la música suena es expresión de su zona de la
ciudad. La Esperanza de Triana refleja a su arrabal en la abundancia de flores
y adornos que convierten su paso en un conjunto abigarrado y excesivo.
Todo eso permite a
los sevillanos identificarse con unas imágenes, no por lo que son, sino por lo
que representan: son el barrio y sintetizan un sentimiento de pertenencia que
evoca la identidad colectiva y los orígenes propios.
Las cofradías ya no
son solo de su barrio. La presión inmobiliaria y turística ha vaciado los
barrios populares del centro, y los nuevos habitantes son ajenos a esa
idiosincrasia
El reencuentro
anual con el barrio también lo es con el pasado. Tanto social como personal.
Ver tu cofradía en determinada esquina te lleva a tu infancia, a tu familia y
las vivencias que han ido impregnando tu vida. Personalmente, soy incapaz de
contener la emoción al ver cada año la Macarena en el pequeño ensanche de la
calle Parras donde mi abuela se colocaba cada año a contemplarla. En ese instante
se junta una amalgama de sensaciones –música, incienso, saetas, empujones,
pétalos de clavel– que cristalizan en la cara de la virgen sin necesidad de más
fe que la que te agarra a lo íntimamente tuyo.
Pero los cambios
sociales y urbanos también se notan en las cofradías. Dicen las reglas que el
día de la salida los nazarenos ya vestidos deben ir desde su casa a la iglesia
por el camino más corto y sin hablar con nadie. Hoy son pocos los que lo hacen.
En una ciudad con el centro histórico cada vez más gentrificado, la mayoría
tienen que ir en coche, moto o autobús. Muchos vuelven ese día a la casa
familiar y se visten en ella.
Las cofradías ya no
son solo de su barrio. La presión inmobiliaria y turística prácticamente ha
vaciado los barrios populares del centro de la ciudad y los nuevos habitantes
son en su mayoría ajenos a esa idiosincrasia que cristalizó en cada hermandad.
Caso paradigmático es el del arrabal de San Bernardo: un barrio obrero surgido
en torno a la fábrica de artillería donde se fundieron los leones del Congreso
y antaño cuna de toreros y cantaores. Su encanto de casas viejas atrajo a los
tiburones inmobiliarios. Era un barrio de patios y edificios con muchos
vecinos, todos con alquileres antiguos. Los fueron expulsando de mala manera y
hoy es zona de familias con pretensiones y altos funcionarios que apenas hacen
vida fuera de sus apartamentos.
Aún así, la Semana
Santa ofrece una posibilidad de reencuentro con el pasado. Las calles de San
Bernardo se llenan con las familias expulsadas a la periferia sevillana que ese
día regresan al sitio donde crecieron y vivieron. Entre abrazos y saludos se ve a familias
enteras que traen comida, y en sillas que colocan delante de lo que era su
casa, se acomodan para ver a su hermandad. Por la noche, entre charlas,
cervezas y más saludos va pasando despacio la cofradía con la ligereza de otra
época. Hay desorden, capirotes levantados y gente que pasea delante de los
pasos. Por ahora.
Porque una ola de
conservadurismo está destruyendo toda la diversidad de la fiesta.
En ocasiones, al
moverse un paso que llevaba un rato arriado, quedaban atrás charcos de orina de
unos trabajadores que usaban la bebida para sobrellevar los esfuerzos físicos
que debían realizar
Todo empezó a
cambiar con los costaleros profesionales. Antes, los pasos los llevaban
costaleros contratados para ello. En su mayoría eran cargadores del muelle o de
los mercados de la ciudad. No se caracterizaban por sus buenos modales. En
ocasiones, al moverse un paso que llevaba un rato arriado, dejaba atrás charcos
de orina y basura de unos trabajadores que, con frecuencia, usaban la bebida
para sobrellevar los enormes esfuerzos físicos que debían realizar. Con la
transición política empezaron las cuadrillas de hermanos. Hoy cada hermandad tiene
la suya. Son grupos compactos de hombres unidos por lazos muy fuertes, que a
menudo imponen su voluntad en el seno de la hermandad. Tradicionalmente, estas
sobrevivían el resto del año en manos de un puñado de hermanos fervorosos,
aunque nominalmente estuvieran dirigidas por aristócratas que aportaban los
fondos y decidían la política de la hermandad. Con frecuencia, ese espacio
interno fue incluso refugio de homosexuales centrados en tareas como vestir a
las vírgenes, ordenar los pasos y decorar con flores diversas. Los costaleros,
convertidos en auténtica fuerza de choque de la hermandad, han promovido un
giro hacia la religiosidad permanente. Los apoyan unas juntas directivas más
abiertas en las que la pequeña burguesía aspiracional ha ocupado el lugar de la
aristocracia. Ahora todo el año es Semana Santa y todas las hermandades quieren
ser como las del centro: serias, religiosas, clasistas. Se reclama un giro a la
religiosidad honda y a un conservadurismo que nunca ha existido. Dos
famosísimos modistas de la ciudad fueron expulsados de la hermandad a la que
vestían cuando decidieron casarse. Las cofradías, otrora populares, ya no
toleran que sus nazarenos entren a tomar un café en un bar ni agarren de la
mano a sus novios o novias. Pocos aceptarían en esta nueva ciudad las imágenes
clásicas de nazarenos fumando con el capirote levantado. Y cuando los modernos
cofrades hablan de las hermandades ya no usan sus nombres populares de siempre.
Parece que se van a manchar los dedos si dicen Macarena, Bofetá, Cachorro,
Caballos, Negritos… En su lugar usan el nombre insulso de sus advocaciones.
Ahora todo el año
es Semana Santa y todas las hermandades quieren ser como las del centro:
serias, religiosas, clasistas
A ese giro
religioso, que uniformiza todas las cofradías y amenaza la diversidad de la
ciudad, se le suma un embate político considerable. La Hermandad del Baratillo
es una cofradía popular cuyos nazarenos visten un peculiar azul, producto de un
exceso de tela para monos de trabajo en una fábrica de la ciudad en los años
cuarenta. Desde hace unos pocos años han cogido la costumbre de vestir a su
preciosa Virgen de la Caridad con el fajín del general Franco, nada menos. No
es una tradición, sino el capricho fascista de su antiguo Hermano Mayor, un
conocido abogado de la farándula y las televisiones, ultraderechista, que
consiguió la prenda en pago a sus servicios a la nieta del dictador hace unos
años. El pregón de la Semana Santa de este año fue un alegato contra la memoria
histórica, por la españolidad de Cataluña y contra el Gobierno comunista de
Cuba.
No es la primera
vez que las élites de las hermandades intentan usar ideológicamente la fiesta.
En 1932, por reacción frente a la proclamación de la república laica, las
cofradías decidieron no salir a la calle, recuperando el plante de la Primera
República. Fue un plante político. Una especie de paro patronal contra el que
solo se rebeló una hermandad. La Estrella. Del humildísimo arrabal de Triana.
Salió a la calle, como llevaba haciendo los 377 años anteriores, pese a las
amenazas de los pistoleros de derechas que llegaron a dispararle algún tiro a
los pasos. Desde entonces lleva el título popular de La Valiente. El Hermano
Mayor justificó la salida señalando que “esta Cofradía, que es del pueblo, al pueblo
se debe, que es tanto como decir que se debe al régimen constituido
legalmente”.
Algunos nazarenos,
al ver a Rafael Alberti viendo las procesiones junto a Dolores Ibárruri, les
decían “salud, camaradas”
Aunque los
dirigentes de las hermandades nunca han sido precisamente progresistas,
históricamente las cofradías han acogido a personas de izquierdas y de
derechas. Muchos anarquistas y comunistas clásicos sevillanos han compaginado
sin problemas su ideología con la devoción por el Cristo o la Virgen de su
barrio. En 1978, Rafael Alberti, en la clausura de un mitin del Partido
Comunista de España, leyó unas coplillas que decían “la Virgen del Baratillo/
sobre cuarenta costales/ sueña en la hoz y el martillo/ para aliviar tantos
males”. Reivindicaba así el sentido popular de una Semana Santa en la que
algunos nazarenos, al ver al propio Alberti viendo las procesiones junto a
Dolores Ibárruri, les decían “salud, camaradas”.
Ese pluralismo
pervive pero es cada vez más escaso en la ciudad ante la nueva presión
religiosa. Se están reduciendo las posibilidades para esas formas populares de
devoción que van más allá incluso de la estricta fe católica. Durante siglos ha
sido la forma de expresarse de un pueblo, que no tenía otra. La uniformización,
la imposición de una religiosidad meapilas que nunca ha existido y la
politización ultraconservadora amenazan con acabar con lo que tiene de
interesante. Todavía no lo han conseguido, así que, si pueden, corran a verla
ahora que aún están a tiempo.
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