DEJAD EN PAZ AL REY VIEJO
JONATHAN MARTÍNEZ
Una escultura del Rey emérito
Juan Carlos I con un rifle de caza, en la Puerta del Sol, a 25 de abril de
2023, en Madrid (España). Diego Radamés / Europa Press
El pasado martes, confundido entre la marabunta de turistas y burlando las ordenanzas municipales, un artista chileno llamado Nicolás Miranda se adentró en el paisaje desértico de la Puerta del Sol y plantó una figura pedestre de Juan Carlos I. Era una escultura enana y poca cosa pero en las fotografías aparenta una estatura de coloso. El rey viejo, un rey de poliuretano metalizado, sostiene una escopeta con destreza de francotirador y pone en el punto de mira a otra estatua, la concurrida estatua de la osa y el madroño, que ya no ocupa una discreta bocacalle sino que se ha deslizado hacia el centro de la plaza.
Mientras el arte
convencional agoniza de artritis y aburrimiento en los museos de la ciudad, una
nueva generación de guerrilleros urbanos está sacando las exposiciones a la
calle con un espíritu canalla más próximo al troleo que al gozo estético. Hace
apenas unos meses, también en Madrid, unos activistas vandalizaron el monumento
de José Millán-Astray y le colgaron de la bayoneta una cabeza de Franco
diseñada en silicona por el artista Eugenio Merino. Fue un golpe de efecto a un
tiempo cómico y patético. La suma de símbolos fascistas daba como resultado un
supervillano bicéfalo, un ogro siamés, un monstruo desubicado e incómodo como
un amante en una boda.
No es sencillo
hacer arte callejero con las precauciones y las limitaciones que impone el
género. La instalación del Borbón cazador, por ejemplo, presenta todas las
ceremonias clandestinas de un sabotaje terrorista. Cuenta el artista que tuvo
que estudiar los hábitos de los agentes de la Policía para aprovechar la
estrecha franja horaria de los cambios de turno. Con la audacia o la temeridad
de un narcotraficante, Nicolás Miranda empaquetó al emérito repartido a trozos
en dos maletas y franqueó la aduana sin escándalo ni sospecha. Después bastaron
diez minutos para montar y desmontar la pieza, irritar al alcalde y dar que
hablar a la prensa.
La prensa, que es
indiscreta y preguntona, quiso saber las intenciones del artista, sus
inclinaciones ideológicas, su código ético y todas esas zarandajas que en el
fondo no tienen mayor importancia porque el arte, cuando es arte, debería
bastarse por sí solo. A Nicolás Miranda le molesta la vida desordenada del
viejo rey, sus querellas fiscales, sus tropiezos conyugales y sus aventuras
cinegéticas. Así que la efigie no es otra cosa que un escarnio o una elaborada
cuchufleta. Esta provocación, sin embargo, no parece moco de pavo en un país
donde la irreverencia se paga a precio de cárcel —hola, Pablo Hasél— o a golpe
de exilio —hola, Valtònyc— .
Que Nicolás Miranda
llegara a la Puerta del Sol acompañado de su abogado dice mucho acerca de
nuestras maltrechas libertades públicas. En la atmósfera flota el espectro de
la ley mordaza, la alargada sombra de las injurias a la Corona, los encausados
por dar fuego a imágenes de la familia real o el ejemplar de la revista El
jueves que secuestró la Audiencia Nacional. Hablando de arte y escultura, habrá
quién recuerde el día en que el Macba suspendió una exposición porque los
comisarios se negaron a retirar una obra satírica que representaba a Juan
Carlos I sodomizado por una lideresa obrera boliviana.
Y aunque todo esto
es cierto, aunque ha cundido la censura y la fiebre represiva, uno tiene la
sensación de que el rey emérito se ha convertido en un blanco fácil, en una grotesca
caricatura sobre la que podemos descargar nuestra ira siempre y cuando las
críticas se ciñan a la conducta particular del criticado y no salpiquen a la
institución de la monarquía. Es como si Juan Carlos I no hubiera ejercido jamás
un reinado de casi cuarenta años o como si sus excesos y sus extravagancias
pertenecieran al exclusivo ámbito privado de un ciudadano raso y no a la red de
privilegios y complicidades que se ha ido tejiendo alrededor de la Corona.
A finales del siglo
XIX, el antropólogo James Frazer observó que las sociedades tribales se
organizaban bajo una concepción cíclica de la monarquía. Primero coronaban a un
rey joven y le transferían todos los atributos de un dios. Lo adoraban con una
devoción supersticiosa. Lo glorificaban como a un objeto sagrado que
representaba el destino de todo un pueblo. Sin embargo, la carne se corrompe y
los reyes envejecen con una agonía indigna. Solo hay una forma de evitar este
triste epílogo, dice Frazer: hay que matar al hombre-dios "y su alma será
transferida a un sucesor vigoroso antes de haber sido seriamente menoscabada
por la amenazadora decadencia".
Si Frazer hubiera
vivido lo suficiente para indagar en los enredos dinásticos de la Corona
española, habría podido confirmar una vez más sus teorías. En 2014, cuando la
reputación del rey Juan Carlos se arrastraba ya por el cieno, los poderes del
antiguo bipartidismo diseñaron una habilidosa maniobra de Estado para poner a
salvo los restos de su propio naufragio. Había que sacrificar al viejo rey para
reflotar la bendita monarquía. Alfredo Pérez Rubalcaba, ya en la oposición,
ofreció con aquella faena su último gran servicio al pacto del 78 y Felipe VI
inauguró así su mandato bajo el lema del borrón y la cuenta nueva.
Ahora es más bien
cómodo hacer leña del árbol caído y no hay fiel ni converso que no se apunte al
bombardeo. Algunos de los que rindieron cuatro décadas de pleitesía ciega al
campechano, hoy le piden cuentas y se hacen los ofendidos, qué escándalo,
habrase visto. No eran monárquicos sino juancarlistas igual que ahora son
felipistas y mañana serán leonoristas, cualquier cosa excepto reconocer que
sostienen la monarquía con mayor tesón y eficacia que los monárquicos más
acérrimos. Lo que sea excepto reconocer que los republicanos de verdad, y no
los impostores, llevaban una vida anunciando lo que de pronto ya es obvio para
todo el mundo.
Hacednos caso
ahora, que aún estáis a tiempo. Dejad en paz al rey viejo y apuntad al rey
vigente, carne de su carne, nieto político de Franco, continuador fiel del
juancarlato, elevado al trono por vía venérea y sometido a una costosa
operación de chapa y pintura en todas las televisiones de orden y de ley.
Afinad bien, no erréis el tiro. Que la condición de vasallo, por fortuna, no es
vitalicia ni hereditaria.
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