¿ES NECESARIO UN TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
EN UNA DEMOCRACIA?
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN
Los tribunales constitucionales son rotundamente necesarios, pero no imprescindibles. La cuestión ha sido objeto de debate en la ciencia política y ha tomado un nuevo impulso a la vista de los acontecimientos surgidos en Israel ante la pretensión de Netanyahu de anular las resoluciones del Tribunal Supremo por un acuerdo parlamentario. Está muy extendida la creencia de que un tribunal constitucional es un órgano indispensable para dar estabilidad a un sistema democrático, garantizar los derechos fundamentales frente a los abusos del poder y, en los sistemas descentralizados y cuasifederales como el nuestro, servir de árbitro en los conflictos de competencias entre el Estado y las autonomías o de las autonomías entre sí.
Como se ha dicho
acertadamente, los tribunales constitucionales no son esenciales para la
existencia de un Estado democrático de derecho y, por supuesto, no son un
instrumento de control absoluto de los tres poderes del Estado, ni su
existencia es una seña de identidad para calificar una democracia como avanzada
y plena. Basta con señalar para reforzar esta afirmación que países con
democracias consolidadas como Reino Unido, Países Bajos, Suecia o Dinamarca
carecen de un tribunal constitucional.
En España, estas
consideraciones deben ser matizadas y analizadas a la luz de nuestras
específicas y anormales vicisitudes políticas. Teniendo en cuenta el origen de
nuestra democracia, nacida después de un largo período dictatorial y con un
Tribunal Supremo conformado por magistrados que, sin perjuicio de su
adscripción ideológica y de sus conocimientos jurídicos, no podían desarrollar
una función de garantía de unos derechos fundamentales inexistentes. Los
constituyentes, sin debates ni dudas, consideraron necesaria la instauración de
un Tribunal Constitucional homologable al de otras democracias que sí lo
contemplan en sus constituciones.
Nuestro país,
durante la dictadura, no había firmado ninguno de los convenios internacionales
que proclaman y garantizan los derechos humanos fundamentales. Muy al
contrario, utilizaba los consejos de guerra y tribunales como el Tribunal de
Orden Público para reprimir con fuertes penas el ejercicio de los derechos
fundamentales de libertad de expresión, asociación, manifestación y reunión,
entre otros.
El debate sobre la
(des)politización de la justicia en España, y por extensión del Tribunal
Constitucional, me parece relevante. Por eso, es esencial que nos quitemos las
anteojeras y revisemos nuestros prejuicios no demostrados sobre el
funcionamiento de la justicia. Los tribunales constitucionales nacieron con una
finalidad: estabilizar las democracias, aumentar su calidad, salvaguardar los
derechos fundamentales, evitar abusos por parte de los actores políticos,
arbitrar entre ellos y proteger a las minorías. A mi juicio, estos objetivos
son lo bastante ambiciosos como para que nos tomemos en serio el papel que
pueden llegar a jugar en nuestra convivencia como elemento estabilizador de la
paz social.
En sus orígenes, el
TC jugó un papel decisivo para reintegrar a nuestro país en los valores de la
cultura democrática
En sus orígenes, el
Tribunal Constitucional jugó un papel decisivo para reintegrar a nuestro país
en los valores de la cultura democrática. En los últimos tiempos, con un
Tribunal Constitucional conformado por una mayoría de magistrados de ideología
reaccionaria, alineados con los sectores de la derecha y la extrema derecha, se
han producido sentencias insólitas que causan bochorno en el ámbito político
interno y en el sentir de la comunidad jurídica internacional. Para no alargar
en exceso este texto dedicaré mi atención a dos de ellas.
A mi juicio, la más
irracional es la que admite un recurso de inconstitucionalidad presentado por
los parlamentarios de Vox solicitando que la decisión del Gobierno –ratificada
por el Congreso de los Diputados– de declarar el estado de alarma ante los
efectos devastadores de la pandemia fuese declarada inconstitucional. Este
recurso va en contra del criterio de la Organización Mundial de la Salud (OMS)
y de la Comisión Europea, que imponían como medida el confinamiento para hacer
frente a una situación de epidemia elevada a la categoría de pandemia, y así
está previsto en la regulación del estado de alarma. En contra de la razón y de
la ciencia, el tribunal sostuvo que era necesario declarar el estado de
excepción, exclusivamente previsto para los casos de grave alteración del orden
público.
La petición era tan
disparatada que bastaba con leer la ley para rechazarla con unos sintéticos
pero contundentes argumentos. Los efectos de la declaración del estado de
excepción eran tan excesivos e ineficaces que hubiera bastado una gota de
sentido común para que los magistrados de la mayoría desecharan tan
extravagante opción. El estado de excepción
laminaba una numerosa pléyade de derechos fundamentales. Veamos algunas de sus
consecuencias: detención gubernativa durante diez días; registros domiciliarios
sin autorización judicial; intervención de toda clase de comunicaciones;
confinamiento de personas en localidades o territorios; secuestro de
publicaciones y censura previa; prohibición de reuniones, manifestaciones y
huelgas. Por si fuera poco: instalar puestos armados para asegurar la
vigilancia.
Me parece que
después de leer esta cascada de restricciones y privación de derechos
fundamentales, nadie dudará de la irracionalidad de la declaración del estado
de excepción para hacer frente a la pandemia por covid. Sin embargo, en la
reciente moción de censura presentada por Vox se ha esgrimido, como motivo para
derrocar al Gobierno, el “revés” consumado con la colaboración política de los
magistrados de la mayoría del Tribunal Constitucional.
El segundo hito,
todavía más insólito y peligroso para la estabilidad democrática, se consumó
cuando el Gobierno, con el único objeto de desbloquear la renovación del
Tribunal Constitucional que llevaba en prórroga desde el 12 de junio de 2022,
introdujo, en una proposición de ley que tenía como objeto principal la
trasposición de algunas directivas europeas y la modificación de determinados
artículos del Código Penal (sedición y malversación entre otros), por vía de
enmienda, dos modificaciones que afectaban a la renovación del Tribunal
Constitucional y del Poder Judicial. El Congreso de los Diputados las admitió a
trámite.
La inviolabilidad
parlamentaria constituye el santo y seña de todas las constituciones
El objeto de la
demanda de amparo del Grupo Popular en el Congreso de los Diputados denunciaba
la vulneración del artículo 23 de la Constitución (derecho de participación en
asuntos públicos). En una decisión insólita, acuerda una suspensión inmediata
de la tramitación de las enmiendas vulnerando lo previsto en el artículo 56 de
la Ley Orgánica del Tribunal. Está prohibida la suspensión cuando ocasiona “una
perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido”. No es necesario
argumentar demasiado para llegar a la conclusión de que el funcionamiento de
los trámites legislativos constituye un interés constitucional que debe ser
respetado.
La inviolabilidad
parlamentaria constituye el santo y seña de todas las constituciones, y así se
sostiene y respeta por la práctica totalidad de la doctrina constitucional que
la considera como una garantía institucional (garantía de las garantías) del
propio Parlamento y de su autonomía funcional frente a los demás poderes.
Incluso así se ha reconocido en alguna sentencia del Tribunal Constitucional:
“La experiencia y el examen del Derecho comparado demuestran que la mejor
garantía de una aplicación constitucionalmente adecuada de estos institutos se
encuentra en la autoridad de ese Derecho parlamentario de naturaleza y origen
consuetudinario”.
Los diferentes
gobiernos han utilizado con frecuencia las llamadas leyes ómnibus para
introducir toda clase de enmiendas. Sorprendentemente, el Tribunal
Constitucional reaccionó ante un recurso de amparo, formalizado por el PP,
suspendiendo su tramitación con unas medidas cautelarísimas insólitas que
invadían de lleno las competencias y la autonomía parlamentaria. Sin apoyo
legal alguno declaró que la “expresa voluntad del constituyente” sitúa al
Tribunal Constitucional como garante último del equilibrio de poderes
constitucionalmente establecido, incluyendo por tanto la posibilidad de
“limitar la capacidad de actuación del legislador”.
Comparto totalmente
las observaciones de los votos disidentes que mantienen que, aunque las
enmiendas no fuesen homogéneas, “el tribunal no podría ejercer a través del
recurso de amparo un control de constitucionalidad sobre su contenido
material”. El voto del Magistrado Juan Antonio Xiol precisa que “el recurso de
amparo no es, por tanto, el cauce idóneo para entrar a examinar si las
enmiendas admitidas vulneran o no la Carta Magna”.
El Tribunal
Constitucional no puede autoerigirse en el órgano supremo de la estructura
constitucional. Si seguimos sus argumentaciones, llegamos a la conclusión de
que ha redescubierto el principio franquista de la unidad de poder y diversidad
de funciones, al afirmar rotundamente que “no hay zona inmune al control de
constitucionalidad”. Su entonces presidente Gonzalez-Trevijano, sin medias
tintas, proclamó solemnemente que no podían “hacer dejación de nuestra función
en el ámbito tan decisivo para la propia supremacía de la Constitución como la
jurisdicción de este Tribunal”.
La mayoría de los
magistrados abrieron una brecha que vacía de contenido la autonomía
constitucional de las Cámaras
En su despedida, en
un alarde de obstinación, contumacia y desconocimiento de las reglas del Estado
de derecho, reiteró que al Tribunal Constitucional se le ha encomendado el
control de los tres poderes y que debe velar por la “centralidad del
Parlamento”. Semejante dislate no tiene sustento ni en el texto constitucional
ni en la ley orgánica que regula su funcionamiento. Ni el artículo 161 de la
Constitución ni la ley orgánica le atribuyen tan desorbitadas e
inconstitucionales competencias.
La mayoría de los
magistrados abrieron una brecha que vacía de contenido la autonomía
constitucional de las Cámaras. Con esta doctrina, la llamada al orden, la retirada
de la palabra o el contenido del diario de sesiones, podrían fundamentar un
recurso de amparo. En definitiva, lo que sostenían es que la actividad
legislativa debe obtener el beneplácito del Tribunal Constitucional.
Como decía el
magistrado conservador del Tribunal Supremo norteamericano Oliver Wendell
Holmes, las resoluciones judiciales y las sentencias se justifican y legitiman
por la solidez y racionalidad de sus motivaciones. Para mí resulta indiferente
la ideología de los jueces que las pronuncian o las secundan si encajan dentro
de los principios constitucionales.
Felizmente se ha
producido una renovación del Tribunal Constitucional que sustituye la mayoría
que ostentaba su anterior composición. El modelo no ha cambiado, pero sí se ha
restaurado la racionalidad constitucional. La ley de eutanasia, declarada
constitucional con dos votos en contra, responde al principio de respeto a la
dignidad de la persona humana para elegir, en determinadas circunstancias, el
momento de su muerte asistida. Del mismo modo, ha declarado que el principio de
igualdad no permite la segregación por sexos en las escuelas públicas y
concertadas. Su misión es ampliar o mantener derechos, no cercenarlos.
Por supuesto, en
manos de personas reaccionarias y sin escrúpulos, el Tribunal Constitucional
puede ser un peligro para la democracia. Ya en Norteamérica, cuando el
presidente Franklin D. Roosevelt puso en marcha la nueva frontera y, sobre
todo, la reforma agraria, el Tribunal Supremo derogó, una a una, hasta cuarenta
y dos leyes. Algunos sectores escandalizados no dudaron en tachar a los nueve
jueces como hombres locos. Peter H. Irons asegura que los norteamericanos, al
igual que su presidente, consideraban que la sentencia era el equivalente a una
declaración de guerra del Tribunal Supremo hacia el New Deal.
Para evitar efectos
indeseados me parece oportuno que las leyes que restringen o desconocen
derechos fundamentales solo pueden ser declaradas constitucionales por una
decisión unánime o por una mayoría cualificada del Tribunal. El poder de los
jueces no puede ser omnímodo.
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