‘DRAG RACE’ CONTRA EL PATRIARCADO
A pesar de
encarnar ciertas lógicas competitivas, este programa debe ser celebrado dentro
de un contexto de auge de la extrema derecha: la representación del colectivo
LGTBIQ+ es indispensable en circunstancias como las actuales
CARLOS GARCÍA DE LA VEGA
Hace unas semanas, Isaías Fanlo escribía acerca de “La paradoja de la brillantina” y me quedé con ganas de complementar su estupendo artículo con alguna reflexión urgente sobre el cerco ideológico que se ciñe sobre nosotras, las personas LGTBIQ+. Durante este año y medio de neurosis colectiva, acentuada quizás por la pandemia, las feministas más retrógradas han salido de un armario reaccionario que no esperábamos y han colocado el foco de su odio en las personas trans, mediante un discurso de delirio persecutorio tan sorprendente como demagógico. El mensaje arteramente homófobo de Vox va calando en la sociedad y el consenso de aceptación social, que hasta hace nada era una conquista real y cierta, está dando lugar a un repunte escalofriante de las agresiones físicas y verbales contra personas del colectivo. En Hungría y Polonia, con la mirada pasmada y cómplice de la UE (cuando entrego este artículo varios países han firmado una carta para pedir la retirada de la ley húngara y en el marco de la Copa de Europa la sociedad civil, institucional y clubes de fútbol alemanes tuvieron una respuesta unánime y emocionante para reivindicar respeto al colectivo durante un partido de la selección de Hungría) los recortes de derechos de mujeres y personas LGTBIQ+ empiezan a resultar preocupantes. La sensación general es de involución y, sin embargo, el nivel de representación en medios de comunicación y ficción son cada vez más destacables.
La retórica de la
sencillez, del adanismo rural, de la vuelta a lo de toda la vida está calando
en el discurso público. Como buena trampa, está repleta de azúcares libres y,
por lo tanto, es tremendamente adictiva para las mentes fatigadas. Se le llena
la sonrisa tétrica a Rocío Monasterio y demás morticias de su partido cuando
hablan de lo progre, de la dictadura de lo queer, de los chiringuitos
feministas. A Daniel Bernabé le han salido un montón de minions, curiosamente
todos blancos cisheteros, que replican su mensaje falaz en contra de la
diversidad porque a ellos, desde su privilegio estructural, solo les afecta la
lucha de clases de salón y columnas –más bien pilastras– de pren.S.A.
El único identitarismo
que deberían tener el feminismo y el colectivo LGTBIQ+ es el de enfrentarse a
la estructura social, política y económica llamada patriarcado
Las elecciones
autonómicas madrileñas han puesto de manifiesto que los mensajes simplistas,
ramplones y dicotómicos triunfan. Seguramente el error de quienes creemos que
solo desde la diversidad puede haber respeto total a los derechos humanos, que
solo desde la no deshumanización de las personas de los márgenes se construyen
sociedades más justas, es pensar que necesitamos rebajar un poco el discurso
teórico. Hace tiempo que vengo temiendo (Constelación innuendo, junio de 2019)
que la complejidad de nuestra retórica estaba convirtiendo en casi imposible la
consolidación de aliados, porque por menos de nada se pisaba una mina
discursiva que acababa provocando el rechazo de una persona de fuera del
colectivo, seguramente bien intencionada. En ese mismo artículo dije que el
lenguaje académico es inaplicable a la realidad. Por desgracia, no me
equivocaba, y ya hemos llegado al punto en el que el corpus teórico de la
postmodernidad, los estudios culturales y de género, que son capaces de acoger
y dar marcos mentales a nuestras vidas, se han convertido en las nuevas brujas
para la Inquisición del ruralismo, el extremo centro y la ultraderecha. Y como
se basan en ejercicios intelectuales complejos y nada obvios, la gente que en
principio no tenía nada que objetar con nuestras vidas y nuestros derechos
humanos se está dejando llevar por la idea de que volver a lo sencillo es lo
más razonable. Para qué complicarse. La pérdida de apoyo explícito e implícito
de personas de fuera del colectivo que ya no se sienten interpeladas por
nuestras luchas y la violencia dialéctica de los discursos públicos de todos
los tipos de reaccionarios está dando lugar, como en una operación aritmética,
a que repunten las agresiones físicas por todo el territorio nacional.
Pero el problema no está solo fuera del colectivo; Miquel Missé defendía recientemente en su artículo “Crítica al identitarismo en las luchas LGTBI” que este movimiento, además del feminista, estaba adoleciendo de una rigidez inusitada hasta ahora y provocada por el identitarismo, que hacía difícil la colaboración por un fin común. Si por algo se ha distinguido históricamente este colectivo es por su heterogeneidad. Desde que se empezó a articular en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, la transversalidad y la interseccionalidad eran fundamentales para crear de cero un tipo de lucha que no se fijase solo en los problemas propios, sino que integrase y asimilase las problemáticas de vida de gente muy diferente. En realidad, el único identitarismo que deberían tener el feminismo y el colectivo LGTBIQ+ es el de enfrentarse a la estructura social, política y económica llamada patriarcado. Es algo que verdaderamente compartimos y lo que hace que nuestra lucha tenga que ser única y poliédrica al mismo tiempo. Ese es nuestro principal objetivo: saber gestionar la diferencia y encontrarse en lo común. Por eso, los feminismos y lo LGTBIQ+ deberían, ante los tiempos oscuros que se avecinan, volver a tenderse la mano.
Cualquier
disquisición ideológica que pase por no asegurar la existencia en los márgenes
del patriarcado es reaccionaria y potencialmente peligrosa para todas nosotras.
Y cuando se tiene la desfachatez –como ha tenido recientemente la UEFA– de
decir que posicionarse por los derechos LGTBQI+ es posicionarse
ideológicamente, lo que se está tratando de tansmitir es que las personas del
colectivo quizá seamos menos merecedoras del mismo abanico de derechos humanos
que las personas heterosexuales. Es muy fácil para Ana Iris Simón orientalizar
la experiencia sencilla y pastoril de vivir en el medio rural y tener hijos. El
problema es que, si esos hijos e hijas quieren ser hijes, experimentan disforia
o quieren tener sexo y relaciones afectivas con personas de su mismo género, el
pueblo es un verdadero infierno para vivir. El éxodo a las ciudades, como bien
documentó Chauncey (1995), es la única salida para el correcto desarrollo
personal, social, afectivo y sexual de las personas que no encajan en el marco
estrecho del patriarcado.
Fanlo decía en su
artículo que la representación es vital para acompañar a los adolescentes en
formación que empiezan a notar que no encajan en los rigores del esquema
heterosexual y binario. Añado que también lo es para incorporar mundos
desconocidos al imaginario de las personas que se encuentran perfectamente
cómodas en ese marco mental, para ayudarlas a comprender que no todas las experiencias
vitales pasan necesariamente por encajar en él.
Representaciones
queer en plataformas generalistas como la serie Special (Ryan O’Connell), I may
destroy you (Michaela Coel), It’s a sin (Russel T Davies), Maricón Perdido
(BobPop), la actuación altamente homoerótica de Lil Nas X, rapero negro
abiertamente homosexual, en Saturday Night Live (NBC) en pleno prime time de
Estados Unidos o, la misma noche al otro lado del Atlántico, la pluma y
maquillaje derrochado por los ganadores –completamente ambiguos en su
sexualidad– de Eurovisión, Måneskin, cada vez son más frecuentes. Aunque el
discurso público y social está experimentando cierto retroceso, la ficción y el
espectáculo ya no se cuestionan que la vida queer tiene que ser representada, y
que, por lo general, da mejor en cámara.
Explicaba Fanlo el
título de su artículo, exponiendo la paradoja de la brillantina de que en Pose
(Ryan Murphy) se idealizara y romantizara la vida precaria y miserable de los
balls de la escena neoyorkina de finales de los ochenta y principios de los noventa
El audiovisual ya ha idealizando bastante el mundo hetero como para que no nos
toque ya a nosotras una representación un tanto fantasiosa sobre nuestro mundo,
que retrate, a la par que la terrible crisis del SIDA, de la que no ahorra ni
un espanto, historias de éxito y con finales más o menos felices. De hecho,
RuPaul Charles, al que también citaba Fanlo, proviene de esa escena y ha
conseguido transformarla en un producto lo suficientemente digerible como para
que su programa Drag Race se haya convertido en un lenguaje común para gente
queer de todo el mundo. Si las dragqueens concursantes en su programa se tienen
que hipotecar para preparar los modelitos para el concurso, es un precio que
supongo que tienen que pagar para lucir en el escenario global más importante y
relevante del arte drag, y que si saben usar con sentido común les puede
proporcionar trabajo para toda su vida. No dejan de ser como las actrices y
actores de Hollywood, material de los sueños de otra gente, inmersos en una
competencia feroz por destacar, cuya recompensa es conseguir para sí beneficios
materiales incalculables. RuPaul no deja de ser un personaje polémico, con
sonadas meteduras de pata respecto a las personas trans, (posición que por
suerte ha reconducido últimamente hasta el punto de cambiar varias fórmulas
históricas de su programa para resultar inclusivo), o por haberse metido en el
negocio del fracking en terrenos de su propiedad. De hecho, aunque nos divierta
y apasione, su programa es un artefacto evidente de un esquema mental
neoliberal, individualista y tremendamente competitivo. Pero, con la receta de
otros talent-shows con la misma ideología subyacente, cuela en casas de todo el
mundo que las personas queer, trans y no binarias viven vidas perfectamente
dignas y válidas y, casi siempre, la dragqueen que consigue ganar el programa
lo hace porque, además de habilidades artísticas, en algún momento del rodaje
ha sido capaz de demostrar cierto grado de fraternidad y empatía con sus
compañeras, reforzando la importancia de la comunidad.
Pero, sin duda, con
lo que hay que quedarse de Drag Race es con la maestría de RuPaul para colocar
de manera gozosa y fácil mensajes de calado en favor de los derechos humanos
del colectivo. Esa es el verdadero valor del programa y del que deberíamos
aprender, para hacernos entender, pero también para recuperar parte del terreno
perdido desde que la ultraderecha internacional hizo su aparición. Porque,
aunque lo competitivo sea lo menos feminista y LGTBIQ+ que existe, es cierto
que esta sociedad es una jungla patriarcal, y que siendo espectador del
programa uno puede aprender estrategias no solo para sobrevivir y tener éxito,
sino para que el propio relato sea escuchado y respetado. Porque es cierto que
estamos en una Drag Race, pero contra el patriarcado.
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