D E C L I V E
José Rivero Vivas
Cuento número doce del
libro LA DESERCIÓN
Obra: C.03 (a.03) – Inédito.
(Situado
en Londres, La deserción corresponde al primer relato de la Serie, y da
título al volumen.
Escrito entre los años 1967-1970, algunos
han sido publicados en prensa; no obstante, el tomo permanece en su ser. Visto
ahora, muchos años después, ha variado un tanto su estructura, con la incorporación
de otros cuentos, de expresa afinidad y concierto.)
José Rivero Vivas
DECLIVE
En éxtasis dormido, Leonardo ha visto cómo la luz declina al
atardecer y torna a su tenue resplandor en posición elocuente, de mínima
distancia, ante el clamor de leyes y conductas denigrantes, a través de las
cuales resulta abominable quien las practique. Pero no es ahí donde duelen las
circunstancias, sino en la peculiaridad de la relación entre quienes conspiran
y actúan por demoler a su semejante, alegando amor intenso, que no quiere
perder, aunque el objeto amado se haya inclinado hacia otra persona, con quien
conversa y se siente feliz.
Sucede con Evelina, secretaria de don Timoteo. Vive la pobre sumida
en su prejuicio exorbitante, como consecuencia de este mal que balda, de uno a
otro extremo de este mundo, en porfía inenarrable, por lo que de súbito alcanza
su derrumbe el ser humano. Una vez vuelto de espaldas, porque el destino graba
a fuego su pauta, son miles de miles los que se acercan al jardín y, sin previo
aviso, rondan alrededor de la floresta en busca del aroma que desprenden las
plantas.
Más tarde llega Felipe, enlace polifacético de don Timoteo, a
explicar que el engaño interviene en la relación y acaba por derruir de los
amantes su integridad, que queda mancillada sin remisión, por causa de ataque,
a través de calumnias, cuyo acto disoluto lo aboca a inconsolable frustración y
plural derrota.
Evelina se aleja ofendida, acaso devastada, por contraste
inapelable. Luego, no puede reconstruir su vida, ya que su verdad ha salido
malparada y no es de fiar su difusa ventura. Enojada, va al encuentro de
Leonardo, a quien determinada reprocha:
-No todo vale, respecto a cuanto se diga del viento, una vez que
amaina el temporal y no infunde temor su estridencia y desvío.
-Mira, Evelina, el entendimiento entre partes hostiles es
inexistente, cuando la complacencia se anuncia descabellada.
Don Timoteo, desde su elevada atalaya, vislumbra a los
enamorados. Escruta severo a Felipe y le apronta:
-Ésos pretenden lucir al aire sus misérrimas pertenencias.
-Usted perdone, don Timoteo.
-¿Cuál es tu objeción?
-Existe complicación en el usufructo de todo patrimonio, legado
por ídolo ausente.
-Pensar de la suerte es una necedad.
Luego, volviéndose a su secretaria, la amonestó:
-¿Quiere, Evelina, decirme la causa de utilizar el ordenador en
temas trasnochados?
Sorprendida por la escueta demanda, responde:
-Creo que no son
fértiles las horas cuando se trata de memorizar folios sin substancia.
Acto seguido expone:
-Ha sido fundamental, en esta empresa, reducir el índice de
arbitrariedades crónicas, producidas por el espasmo que precede al impacto del
bofetón airado. De modo que, en análisis específico, el nivel de absurdos se advierte
disminuido después de efectivo sosiego inspirado en templanza.
*
La trágica consecuencia de seres que se avienen, aunque nunca se
siga hasta el colmo su travesía, es originaria de una estrella fugaz que, en su
momento álgido, llega justo al punto de vana imprudencia. Sin embargo, no
importa nada más si, a cambio de ser imperfecto, surge la amplitud de miras,
cuando recrudece la pasión por obtener el objeto de su apego, hasta convertir
en mítico emblema su nombradía.
Sucede más de una vez entre extraños que llegan al amor. Pero
acontece también entre padres, que abogan por la protección de sus hijos, y,
sin elegancia alguna, derruyen aquel emporio de rectitud antes que permitir su
felicidad al lado de quien no consideran digno de entrar a formar parte de su
seno familiar.
Lucha denodado, Leonardo, por salvar su existencia junto a
Evelina, su querer sincero, y no cesa de bregar por adquirir bienestar que ofrecer
a su amada, cuando otros redundan prosperidad y ufanos ostentan su envidiable fortuna.
Don Timoteo los mira displicente, comentando despectivo el
propósito de aquellos muchachos, que abnegados se afanan en conseguir cuanto la
sociedad sin motivo les niega. Felipe corea el ritornelo del potentado, y,
ambos, en facineroso contubernio, suspiran por imponer su avío.
Lo cierto es que esta situación acabará con todos; en especial,
con aquellos más débiles, calificados torpemente de alto riesgo. Así, cuando
asoma en el horizonte, los de menos años circunvalan su persona, por ellos
considerado como miembro social réprobo, que va contaminando el aire, la tierra
y el cielo.
-¡Basta! –exclama don Timoteo-. Acabemos pronto con su estirpe;
si no, tengan por seguro que habrá de sembrar en torno su execrable experimentación.
-¡Vaya, qué testarudez! –profiere Felipe-. Olvidan nadar contra
corriente, y poner a buen recaudo su estrafalaria demanda.
Máximo elenco se apresta a participar en la solución de este dilema,
al que falta cordura y estima; de modo que el navegante orza su barca en claro
viraje hacia el poniente, y deja de mirar el orto esplendoroso, para caer
absorto en la vaga corriente que lo transporta al ocaso, pese a que el corazón
y las arterias saltan de regocijo ante la perspectiva en ciernes.
Leonardo, consciente de no poder estar quieto, persiste en su
alteración constante. Sabe que no es tipo positivo frente a los demás; luego,
ha de pertrecharse, con bombas y misiles, para operar contra cualquier
individuo, tildado de diferente. No habrá de acabar consigo quien madrugue con
malintencionado avance; de hecho, lleva ya mucho tiempo aparte de
emborronamiento, por carencia quizá de papel blanco, a rayas o cuadriculado,
sobre el cual verter tanta ansiedad, de siglos acumulada.
-¿Para qué el esfuerzo? –pregunta a Evelina desencantado.
-Es opción particular tuya.
Cariacontecido, torna al rato a su reflexión:
Una obra más, poco significa en este haber de obsesivo desdén
por parte de una sociedad rendida a los pies del principal, insigne don
Timoteo, quien suspira enajenado en su sueño de ultramar, y solamente anhela la
mítica figura que refracta el remoto espejo, al par que cierra los ojos a la
imagen natural que reflejan estas aguas. De modo que, de pie sobre Felipe, no
precisa canto ingénito para emitir su designio, que habrá de ser obedecido,
justo cuando inicie su andadura bajo la alameda, de pórtico surreal y gris efigie
evanescente.
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José Rivero Vivas
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Cuento
número doce del libro
LA DESERCIÓN - Obra: C.03 (a.03)
Inédito.
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