“LAS GAVIAS”
ANTONIO PURRIÑOS
Se llegaba desde el Camino de Las Gavias, después de pasar los
Tres Pinos, atravesando una entrada compartida también con la casa de
Candelaria y Gregorio y la de la panadera. Y te encontrabas entonces con la
portada. Puerta metálica de tres hojas, ruidosa como ella sola. No había
timbre, pero, al ser de latón, golpeándola cumplía la función de que estoy
aquí, vengan a abrir. Y luego una senda de casi treinta metros, hasta llegar a
la casa. Justo al entrar, un nisperero, ese que en sus ramas hice un caballito,
con su silla de montar, sus bridas y artilugios para los pies. También tenía
sus vericuetos para colocar mis armas, la escopeta, el puñal - y eso es real,
un cuchillo partido con mango de madera regalado por mi abuela porque se le
partió-. Horas y horas pasé subido a ese caballito, solo, pero luchando contra
esos indios que intentaban asaltar
nuestro fuerte, pero yo no les dejé conseguir su objetivo. Esa casa , en la
noche encendía una luz en la esquina, no para iluminarla, sino para que
sirviera de orientación al que entrara desde la portada, como si de un faro se
tratase para ayudar al marino a llegar a tierra.
La casa, la de
Juanillo Ferrera, esa que los abuelos alquilaron por todo el año hacia 1936,
porque Quico tenía asma, y el Doctor Servía, les recomendó el clima lagunero.
Era en ele. En un lado, una estancia que se distribuía en tres, mediante muros
que no llegaban al techo. A la izquierda, la habitación de los abuelos, al
centro, el salón, presidido por la televisión en blanco y negro que emitía a
partir de las cinco, cinco y medio, tras la carta de ajuste, y a la derecha
otra habitación, nunca usada. Para entrar, puerta central de madera, pintada de
marrón, con hilo colgando. Tirabas de la cuerda y la puerta se abría. En ese
salón, habían dos camas, una, con un colchón de paja, que cada vez que se hacía
había que remover para que no perdiera la forma. Dormir en ella era insufrible,
se te clavaban las pajas en la espalda.
Desde ellas en la
noche, veías la tele. O la oías, porque si salían los dos rombos, los abuelos
no te dejaban verla, y no veías a Chicho Ibañez Serrador, pero lo oías, porque
estabas allí.
En otro lado de la
ele, estaba, la cocina, el comedor y la despensa. Pero no estaban comunicados
por dentro, sino a través del patio. De esa parte, mi favorita era la despensa.
Medio oscura, pero allí se guardaban las papas, y en latas, el dulce de
membrillo que Yuya confeccionaba, y que luego servía para los bocadillos de
queso amarillo con membrillo.
A continuación el
baño. Lavabo , taza, y grifo ducha, no
había bañera ni plato. Y claro, todo el piso de cemento. Siguiendo hacia abajo,
un trastero lleno, como no, de tratos, herramientas de huerta, una bicicleta
con las ruedas desinfladas colgada en la pared, sacos con ni se sabe qué, un
somier desvencijado…..
Por fuera, la
lavadora. Esa que solo daba vueltas y tenía una manguera que luego tiraba el
agua al suelo. Y luego a torcer a mano y a tender.
Escalera y subías
a la azotea, donde se ponían las pantanas al sol, para que se secaran y hacer luego
cabello de angel.
Siguiendo hacia
casa de los muchachos, Juan y Santiago, venía un cuarto- bodega, y luego el
gallinero. El gallinero, ese en el que Suso y yo aparecemos retratados. Fue
concebido como producción avícola, entre mamá y abuela. Albergaría unas treinta
o cuarenta gallinas, pero se enfrentaba a un problema: los ratones. El piso era
de tierra y los roedores cavaban túneles, accedían al gallinero y se comían los
huevos. Poner veneno no era solución, hubiesen muerto las gallinas. A Papá y a
Jesús, no se les ocurrió otra idea que matarlas a tiros. En la noche, tío Jesús, armado de escopeta de
cartuchos, se apostó a oscuras en el gallinero, mientras el Purri aguardaba la
señal junto al interruptor de la luz. De pronto, Jesús sintió el caminar de un
ratón y dio el aviso, Papá encendió la luz, Jesús disparó, el ratón se escapó,
y dos gallinas muertas.
Pasado el gallinero, había una piedra
de lavar enorme, donde se ponían los chochos en remojo, y más abajo, un tanque
de agua, y la vereda hacia casa de Juan, esa por la que corriendo la Nena
recibió la famosa pedrada de Papá.
En otra ocasión
enfermaron las gallinas y les aconsejaron vacunarlas. Y entonces Papá,
jeringuilla en mano, torero como siempre,
pinchaba a las gallinas que una a una sostenía Jesús. Pero las gallinas son
revoltosas, desinquietas. Resultado: Jesús fue vacunado por Papá dos o tres
veces, pero, tranquilos, quedó inmunizado.
Y luego, a la
cuadra de Sandalio y Carmen. Me esperaban cada día para ir a ordeñar por la
tarde. Esa leche recién ordeñada, aún caliente y sin hervir, con un poco de
gofio tomada en su cocina, era cena
suficiente. Luego, tele y a dormir en el colchón de paja de la casa alquilada
de los abuelos del Camino de Las Gavias.
Corrían los años sesenta.
quicopurriñoscorbella, junio2020
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