miércoles, 17 de junio de 2020

LA RODILLA SOBRE EL CUELLO


LA RODILLA SOBRE EL CUELLO
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN
La espeluznante plasticidad de la foto fija y de la secuencia filmada de la rodilla de un policía blanco sobre el cuello de un ciudadano negro, aplastado en el suelo, merecería ser inmortalizada en una escultura que me imagino que hubiera podido realizar, en su tiempo, Auguste Rodin. El título no podría ser otro que el de “Brutalidad”. Debería ser expuesta entre El beso y El pensador. La contemplación, tantas veces repetida, de la representación de la barbarie me hace retroceder a las escenas que veíamos en las películas de romanos y a las luchas de los gladiadores en el Coliseo. El vencedor en el combate ponía su rodilla sobre el vencido caído en el suelo y miraba hacia el palco del emperador para decidir la suerte de su oponente. Al César le bastaba un solo gesto de su dedo pulgar para perdonarle la vida o condenarle a ser rematado en el suelo.



Sería injusto cargar las culpas sobre Nerón o el emperador de turno. Las multitudes que asistían entusiasmadas al espectáculo participaban, con sus gritos, en la toma de la decisión y se sentían decepcionadas si, en un gesto de clemencia, el pulgar miraba hacia arriba.

El policía que colocó, con saña, su rodilla sobre el cuello de George Floyd no necesitaba mirar a ningún palco para continuar asfixiando a un ciudadano negro. Sabía perfectamente que el presidente Donald Trump, los Amigos del Rifle, el Ku Klux Klan y una preocupante –espero y deseo que minoritaria– masa de norteamericanos mostrarían su comprensión e incluso el apoyo al policía. Pero afortunadamente el suceso se les ha ido de las manos.  La repugnante acción se ha transmitido a la velocidad de la luz. Su visión ha conmocionado a la mayoría de los habitantes de nuestro planeta.  La sociedad norteamericana alberga un germen que puede llevar a su descomposición, pero lo sucedido nos impacta a todos y nos debe llevar a una reflexión conjunta de toda la comunidad internacional.

A nadie puede extrañar la tolerancia y hasta la defensa de la brutalidad policial cuando se prioriza 'la ley y el orden' sobre el respeto a los derechos humanos

Las imágenes han sacudido la conciencia de muchísimos ciudadanos que creen sinceramente que, en un mundo civilizado y democrático, la policía está para proteger los derechos y libertades y no para abusar impunemente del poder y la fuerza que le otorgan sus conciudadanos. El mensaje que nos transmite la brutal escena debe ser interiorizado como algo que nos atañe a todos.

Sería injusto, y además un error, considerar que es un problema estructural de la sociedad norteamericana o una secuela del esclavismo racista que originó una Guerra Civil saldada con infinidad de muertos y, a la vista está, con escasas enseñanzas para todos sus protagonistas. La Declaración de Derechos de los buenos ciudadanos de Virginia en 1787, como otras muchas proclamaciones, queda impresa en el papel y no pasa a la realidad de la vida cotidiana.



Esa violencia estructural se ha puesto de relieve no sólo en el asesinato de George Floyd, sino también en la forma en la que muchos policías han reprimido las manifestaciones de protesta de todos los ciudadanos de cualquier raza que mostraron su indignación por un suceso brutal e infamante para la cualquier sociedad civilizada, más allá del color de la víctima.

La brutalidad policial en los Estados Unidos es un dato estadístico innegable y preocupante. Martin Luther King afirmaba en el año 1968: “Mi país es el país del mundo que más violencia genera”. A nadie puede extrañar la tolerancia y hasta la defensa de la brutalidad policial cuando se prioriza “la ley y el orden” sobre el respeto a los derechos humanos. La sociedad norteamericana está bombardeada por series televisivas en las que se magnifica y hasta se glorifica a brutales matones que utilizan métodos violentos para salvar al país, e incluso a la humanidad, de sus malvados enemigos.

El estereotipo del policía duro y sin escrúpulos y de los sargentos del Ejército brutales e ignorantes, más parecidos a un energúmeno que a un ser humano, adiestrando a sus soldados, nos recuerda los métodos de la antigua Esparta. El grito ritual del ¡Sí señor! del soldado humillado refleja la escala de valores que nos quiere transmitir. El sometimiento y la degradación se consideran como los pilares de una mal entendida disciplina.  

Pero no se piense que somos simples espectadores de una escena que reprobamos. Nos obliga a proyectar la mirada sobre nosotros mismos y sobre nuestra manera de convivir con el racismo. Para criticar la brutalidad y arbitrariedad policial de los otros, antes tenemos que depurar las responsabilidades de los agentes que, obedeciendo órdenes, dispararon balas de goma contra unos indefensos inmigrantes que luchaban por llegar a la costa, causando la muerte de 15 subsaharianos. No cabe alegar que se trataba de una caso aislado que no enturbia el espíritu democrático y respetuoso con las libertades de nuestra sociedad.

El insensible policía de Minneapolis y sus tres compañeros no hacían más que actuar con arreglo a las enseñanzas que habían recibido. Eran conscientes de los numerosos casos de absoluciones e incluso de condecoraciones que alguno de sus colegas recibían con el aplauso generalizado de los que representaban los poderes del Gobierno de los Estados y de sus ciudades.

Para la 'cultura' de la seguridad, los ciudadanos que viven y trabajan fuera de las comisarías son todos potenciales y peligrosos enemigos

Es cierto que la conmoción ha hecho saltar algunas alarmas pero inmediatamente se ha tratado de neutralizar a los medios de comunicación que publicaban las imágenes del suceso y redactaban editoriales de condena. Otro de los factores que favorecen esta brutalidad es el poderío social y político de los llamados “Amigos del Rifle” que, amparados por la segunda enmienda, sostienen, como un símbolo del “orgullo patrio”, el derecho a disponer libremente de armas para defenderse de potenciales ataques.

La facilidad con la que cualquier ciudadano norteamericano puede adquirir un arma explica y justifica una “educación policial”, presta a responder, incluso preventivamente, ante la eventual posibilidad del porte de armas por la persona que tratan de identificar o detener. Al menor movimiento extraño, no dudan en usar sus pistolas a mansalva. Estos malos hábitos se     pueden corregir por la fuerza de la ley y de la razón. El orden, en un sentido democrático y constitucional, radica en el respeto a los derechos y libertades de los ciudadanos.

Para la “cultura” de la seguridad, generada por todos estos factores, los ciudadanos que viven y trabajan fuera de las comisarías de policía son todos potenciales y peligrosos enemigos. Todavía recuerdo la serie televisiva que tuvo gran éxito entre nosotros, aquí traducida como Canción triste de Hill Street. Comenzaba con el reparto de tareas a desarrollar un día de servicio y terminaba con una consigna premonitoria de lo que podría pasar en la calle. El sargento Esterhaus acababa sus instrucciones con una frase que, en sí misma, refleja el concepto que de la ley y el orden tiene una preocupante mayoría de la sociedad norteamericana:  “Tengan cuidado ahí fuera”.

Es lamentable, pero hay que reconocerlo: en esta estrategia también juegan factores muy sensibles para muchas personas, que prefieren renunciar a parte de sus libertades para conseguir una hipotética seguridad. Esta falacia la desmontó, muy certeramente, Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: “Cuando alguien entrega su libertad para conseguir más seguridad, pierde ambas”.

Propongo que entre las columnas del Monumento a Lincoln, junto a la estatua del expresidente, se coloquen reproducciones de El Beso y de El Pensador. También una escultura en frío mármol de la figura de un desalmado,  disfrazado de policía, con la rodilla sobre el cuello de un ser humano,  su compatriota George Floyd, hasta causarle la muerte por asfixia. Quizá haría reflexionar a los visitantes.

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