LA RODILLA SOBRE EL CUELLO
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN
La espeluznante
plasticidad de la foto fija y de la secuencia filmada de la rodilla de un
policía blanco sobre el cuello de un ciudadano negro, aplastado en el suelo,
merecería ser inmortalizada en una escultura que me imagino que hubiera podido
realizar, en su tiempo, Auguste Rodin. El título no podría ser otro que el de
“Brutalidad”. Debería ser expuesta entre El beso y El pensador. La
contemplación, tantas veces repetida, de la representación de la barbarie me
hace retroceder a las escenas que veíamos en las películas de romanos y a las
luchas de los gladiadores en el Coliseo. El vencedor en el combate ponía su
rodilla sobre el vencido caído en el suelo y miraba hacia el palco del
emperador para decidir la suerte de su oponente. Al César le bastaba un solo
gesto de su dedo pulgar para perdonarle la vida o condenarle a ser rematado en
el suelo.
Sería injusto
cargar las culpas sobre Nerón o el emperador de turno. Las multitudes que
asistían entusiasmadas al espectáculo participaban, con sus gritos, en la toma
de la decisión y se sentían decepcionadas si, en un gesto de clemencia, el
pulgar miraba hacia arriba.
El policía que
colocó, con saña, su rodilla sobre el cuello de George Floyd no necesitaba
mirar a ningún palco para continuar asfixiando a un ciudadano negro. Sabía
perfectamente que el presidente Donald Trump, los Amigos del Rifle, el Ku Klux
Klan y una preocupante –espero y deseo que minoritaria– masa de norteamericanos
mostrarían su comprensión e incluso el apoyo al policía. Pero afortunadamente el
suceso se les ha ido de las manos. La
repugnante acción se ha transmitido a la velocidad de la luz. Su visión ha
conmocionado a la mayoría de los habitantes de nuestro planeta. La sociedad norteamericana alberga un germen
que puede llevar a su descomposición, pero lo sucedido nos impacta a todos y
nos debe llevar a una reflexión conjunta de toda la comunidad internacional.
A nadie puede
extrañar la tolerancia y hasta la defensa de la brutalidad policial cuando se
prioriza 'la ley y el orden' sobre el respeto a los derechos humanos
Las imágenes han
sacudido la conciencia de muchísimos ciudadanos que creen sinceramente que, en
un mundo civilizado y democrático, la policía está para proteger los derechos y
libertades y no para abusar impunemente del poder y la fuerza que le otorgan
sus conciudadanos. El mensaje que nos transmite la brutal escena debe ser
interiorizado como algo que nos atañe a todos.
Sería injusto, y
además un error, considerar que es un problema estructural de la sociedad
norteamericana o una secuela del esclavismo racista que originó una Guerra
Civil saldada con infinidad de muertos y, a la vista está, con escasas
enseñanzas para todos sus protagonistas. La Declaración de Derechos de los
buenos ciudadanos de Virginia en 1787, como otras muchas proclamaciones, queda
impresa en el papel y no pasa a la realidad de la vida cotidiana.
Esa violencia
estructural se ha puesto de relieve no sólo en el asesinato de George Floyd,
sino también en la forma en la que muchos policías han reprimido las manifestaciones
de protesta de todos los ciudadanos de cualquier raza que mostraron su
indignación por un suceso brutal e infamante para la cualquier sociedad
civilizada, más allá del color de la víctima.
La brutalidad
policial en los Estados Unidos es un dato estadístico innegable y preocupante.
Martin Luther King afirmaba en el año 1968: “Mi país es el país del mundo que
más violencia genera”. A nadie puede extrañar la tolerancia y hasta la defensa
de la brutalidad policial cuando se prioriza “la ley y el orden” sobre el
respeto a los derechos humanos. La sociedad norteamericana está bombardeada por
series televisivas en las que se magnifica y hasta se glorifica a brutales
matones que utilizan métodos violentos para salvar al país, e incluso a la
humanidad, de sus malvados enemigos.
El estereotipo del
policía duro y sin escrúpulos y de los sargentos del Ejército brutales e
ignorantes, más parecidos a un energúmeno que a un ser humano, adiestrando a
sus soldados, nos recuerda los métodos de la antigua Esparta. El grito ritual
del ¡Sí señor! del soldado humillado refleja la escala de valores que nos
quiere transmitir. El sometimiento y la degradación se consideran como los
pilares de una mal entendida disciplina.
Pero no se piense
que somos simples espectadores de una escena que reprobamos. Nos obliga a
proyectar la mirada sobre nosotros mismos y sobre nuestra manera de convivir
con el racismo. Para criticar la brutalidad y arbitrariedad policial de los
otros, antes tenemos que depurar las responsabilidades de los agentes que,
obedeciendo órdenes, dispararon balas de goma contra unos indefensos
inmigrantes que luchaban por llegar a la costa, causando la muerte de 15
subsaharianos. No cabe alegar que se trataba de una caso aislado que no
enturbia el espíritu democrático y respetuoso con las libertades de nuestra
sociedad.
El insensible
policía de Minneapolis y sus tres compañeros no hacían más que actuar con
arreglo a las enseñanzas que habían recibido. Eran conscientes de los numerosos
casos de absoluciones e incluso de condecoraciones que alguno de sus colegas
recibían con el aplauso generalizado de los que representaban los poderes del
Gobierno de los Estados y de sus ciudades.
Para la 'cultura'
de la seguridad, los ciudadanos que viven y trabajan fuera de las comisarías
son todos potenciales y peligrosos enemigos
Es cierto que la
conmoción ha hecho saltar algunas alarmas pero inmediatamente se ha tratado de
neutralizar a los medios de comunicación que publicaban las imágenes del suceso
y redactaban editoriales de condena. Otro de los factores que favorecen esta
brutalidad es el poderío social y político de los llamados “Amigos del Rifle”
que, amparados por la segunda enmienda, sostienen, como un símbolo del “orgullo
patrio”, el derecho a disponer libremente de armas para defenderse de
potenciales ataques.
La facilidad con la
que cualquier ciudadano norteamericano puede adquirir un arma explica y
justifica una “educación policial”, presta a responder, incluso
preventivamente, ante la eventual posibilidad del porte de armas por la persona
que tratan de identificar o detener. Al menor movimiento extraño, no dudan en
usar sus pistolas a mansalva. Estos malos hábitos se pueden corregir por la fuerza de la ley y
de la razón. El orden, en un sentido democrático y constitucional, radica en el
respeto a los derechos y libertades de los ciudadanos.
Para la “cultura”
de la seguridad, generada por todos estos factores, los ciudadanos que viven y
trabajan fuera de las comisarías de policía son todos potenciales y peligrosos
enemigos. Todavía recuerdo la serie televisiva que tuvo gran éxito entre
nosotros, aquí traducida como Canción triste de Hill Street. Comenzaba con el
reparto de tareas a desarrollar un día de servicio y terminaba con una consigna
premonitoria de lo que podría pasar en la calle. El sargento Esterhaus acababa
sus instrucciones con una frase que, en sí misma, refleja el concepto que de la
ley y el orden tiene una preocupante mayoría de la sociedad
norteamericana: “Tengan cuidado ahí
fuera”.
Es lamentable, pero
hay que reconocerlo: en esta estrategia también juegan factores muy sensibles
para muchas personas, que prefieren renunciar a parte de sus libertades para
conseguir una hipotética seguridad. Esta falacia la desmontó, muy certeramente,
Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de la Declaración de Independencia
de los Estados Unidos: “Cuando alguien entrega su libertad para conseguir más
seguridad, pierde ambas”.
Propongo que entre
las columnas del Monumento a Lincoln, junto a la estatua del expresidente, se
coloquen reproducciones de El Beso y de El Pensador. También una escultura en
frío mármol de la figura de un desalmado,
disfrazado de policía, con la rodilla sobre el cuello de un ser
humano, su compatriota George Floyd,
hasta causarle la muerte por asfixia. Quizá haría reflexionar a los visitantes.
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