TROVA Y FUROR
José
Rivero Vivas
NL.16 (a.90)
Novela: 358 páginas.
Dtor. de arte: Marcelo
López Muñoz
Ilustración de la
cubierta:
Juicio de París, 1913. Óleo sobre lienzo
de Ernst Ludwig Kirchner.
(ISBN:
978-84-9941-828-5)
Depósito
Legal: TF 554 - 2012
Reseña:
Julian Garavito,
Les
Langues Néo-Latines, Mars 2013.
Ediciones IDEA – 2012
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Tenerife
Islas Canarias
Junio de 2020
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José Rivero Vivas
RUTA
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Si el autor compusiera
música, esta novela fuera una sinfonía, inacabada quizá, aun cuando tuviera que
utilizar cucharas de palo para convertir su guineo en son doméstico,
amplificado en alta voz, de forma que su espíritu, expandido en el aire que lo
rodea, colmara de quejumbre su acción, cual si la flor silvestre abundara en el
patio de su casa, donde las musarañas asoman su hocico y desaparecen, para dar
paso a otros animalejos, hijos asimismo del medio natural donde todos nos
refugiamos en espera de ganar cuatro centenares de esponjosas diademas, como
augusta recompensa para fruir mañana. La línea a seguir es marca estereotipada,
tradición señera en su haber, aunque apenas alcanza más allá de la limitación
impuesta por la dirección de orquesta, que con fondo magistral ilustraba
aquella película, ingenuamente rodada, con objeto de mantener el clamor de
cuantos quisieran ser travestidos en carnaval, sin advertir que en esa fecha no
era festejo prohibido, y, en intención de dignificar su figura, aun ajeno a
duende furtivo, solicitó medio de transporte que lo condujera a su atelier.
En pos de esclarecimiento,
en cuanto se presenta difuso, conviene subrayar la charla de Ogendo con
Fructuoso, tercero, al parecer, en la saga. Su propio interrogatorio acerca del
tratado promovido por los jóvenes autores, relativo a la incrustación novelística,
sugiere franco disimulo respecto de lo que realmente se cuece en la
conversación. Aparte los exabruptos y excesos en que incurre la persona mayor,
confiesa estar inmerso en un relato en el que piensa insertar la historia de
Fructuoso, con la consiguiente
trasposición de tiempo y espacio, pasando a contar directamente lo sucedido
entonces, cuyo protagonista no es él, aunque sí lo parece; por eso choca la
alusión a la muerte del árabe, aunque alguno murió en su historia. Se prodiga
este hombre en múltiples disquisiciones, a través de las cuales vierte su
quimera con Afra, quien tuvo su affaire con Ahmed, esposo de Nunila, a quien
trató durante su estancia en Inglaterra, lo que resuelve pobre acción del
hombre Fructuoso, de cuya existencia supo por Eudoxia y Aldegunda. A la pregunta
de cómo era, propone interrogar a Olegario, que entonces llevaba la pensión. De
vuelta al tiempo real, deambula inmerso en su divagación, habla de la alquimia,
de Prometeo y su gran favor, adverso después; al mismo tiempo recuerda al joven
aficionado al fútbol, que vino a su encuentro para hablar con el hombre
Fructuoso.
No piensa aquel, que lidia
con música, que el oyente no escuche tal vez su oratorio, como tampoco
despierta su interés la docta alocución acerca del músico genial, cuya sonata
suena intensa, mientras el público duerme durante el concierto; suspira
resignado, consciente de que nadie advierte su entrecortada respiración ni su
estertor menguado, cuando lo arrulla la canción que la soprano desgrana. Comprende,
sin embargo, que no merece la pena apreciar su reflexión, alusiva a la verdad
de su sueño y su sinsabor austero, prueba irrefutable de cuanto vestigio reina
en el proceso de salir aturdido en busca de veraz testimonio. De modo que Ogendo es contratado por
Fructuoso, llamado Ivo, biznieto de quien lleva su mismo nombre, igual que su
abuelo. Su misión consiste en hallar trazas de Fructuoso, padre de Ivo, a quien
encuentra al final de una calle, camino de la taberna, que no luce su nombre,
aunque es su favorita en toda el área que transita durante su diario recorrido
por el casco antiguo de la ciudad de su actual residencia. En el bullicioso
ambiente del local, Ogendo entabla conversación con este hombre, casi un
anciano, quien comienza a referirle sobre su circunstancia personal, para
terminar embarullando el relato al confundir su experiencia con la de su padre,
y aun la de su abuelo, en profuso hacinamiento de anécdotas y sucesos. En
análoga mezcolanza trata a Eudoxia, su madre, y a su abuela Aldegunda, tergiversando
los haberes de Afra, su compañera, recabada a veces como mujer de Ivo, a quien
rara vez alude, porque se siente remiso a pronunciar su nombre.
Su estancia, sin fin ni motivo, en aquel centro, donde
despilfarra su energía, da pie a su relato sobre Olegario, enloquecido tras el
adulterio de su mujer; aunque, sucinto, Fructuoso narra el acoso a Nunila.
Pero, no; Olegario, escarnecido, decidió practicar el mal. Ahmed le hizo
frente, y retrocedió a su escondrijo. Fructuoso cuenta con mínimo detalle, lo
que hace sospechar si era él, en realidad, el aparecido. Se explaya en oportuna
explicación y vuelve a su soliloquio. Cuenta entonces pormenores de Chimbeque,
su pueblo, allá en el Sur de Tenerife, donde el progreso aporta alternativa al
remedio ancestral; a pesar de la ventaja, cunde el temor de que el orbe entero
pueda zozobrar, puesto que muchos juegan con artefactos peligrosos. Al cabo, se
sorprende de verse contando cuentos acerca del hombre Fructuoso, quien
despierta curiosidad en el joven Ogendo. Pero hubo de presentarse en casa del
marqués, don Patricio y su esposa doña Otilia para decirles que desea continuar
con aquella historia del temporal en las costas atlánticas. Los sones se
escuchan, y destaca la guapa Nunila su belleza sobre la pasarela diseñada por
Ahmed.
No es nada extraño que la melodía suscite paz y tranquilidad
ante el furor desplegado por Calixto en su reproche al ser que extiende su mano
en demanda de auxilio. Fructuoso, inclinado a satisfacer su peculiar denuedo,
se apresta a conversar con las flores y conocer su mal, confiado en que las
piedras caerán como lluvia horizontal. De este modo, Afra no acaba de asomar su
rostro. Atropellada por Nunila, con quien trabaja, afronta su malestar, aunque
Ahmed le niega su salario y la despide. Volver a sus hábitos significó
infierno; no obstante, el asesinato de Ahmed abrió urgente investigación. Las
cartas denunciaban a Olegario, dueño de la pensión, amigo de Fructuoso y
enamorado de Afra. El caso lo llevaba Aguado, detective privado. Pero conviene
serenarse antes de proseguir con este capítulo, enrevesado en sí, en que se
hace referencia a la guerra civil, siguiendo huellas de Fructuoso. Instigado el
joven Ogendo, subió la pina cuesta que asciende al pico más alto, cual frontera
con el firmamento, donde las notas musicales parecen vertidas por coro
celestial y trompas arcangélicas. Sin embargo, ignora cómo vivirán los
pudientes; bien que, la perseverancia en la lucha es compensatoria. Pero no
remeda al hidalgo, por presumir de potentado que lo iguale a don Patricio. La
huelga se anuncia grave, conforme le cuenta Alonso, refiriendo sus experiencias
por el extranjero. Se precisa lluvia de verdad, aunque muchos vayan con sus
coches, sin ver que don Patricio vive rodeado de sombra en su chalé. Así, desde
que ve a doña Otilia, corre tras ella en busca de su aliento, su risa y sus
besos.
Mujeres extraordinarias, de encantadora belleza, entregadas al
placer amante, mientras alguien las convierte en objeto de sus deseos,
maravillan a deshora, cual doña Otilia, enamorada de Fructuoso, no pensó en la
ofensa inferida a la pobre Aldegunda, firme y templada, de buen ver inclusive,
encarnó su vida dura, bien sobrellevada, lo cual inspira hallazgo inoportuno,
justo al canto del gallo al amanecer. A sus pies ponen la alfombra de mayor
enfoque, de modo que el ministro plenipotenciario pueda trasladarse en la sala
sin temor a resbalar en el mosaico, pulido más allá del espejo. Se queja de no
ver bien, y espera que el agua salada le aclare la vista y evitar el fastidio a
los presentes con el bodrio de su arenga. Refiere la historia de su padre, del
sur de Tenerife, que partió un día a Venezuela. Son cosas de Fructuoso, que
primero quiso irse con Aldegunda; luego eligió las guapas, como doña Otilia, y
aun las feas, como Eudoxia y Celia, la mujer de Olegario. Ahora termino, antes
que las cosas pongan de relieve el punto de choque de los más extremados
argumentos al uso, cual hacía de muchacho.
Lleno será el orbe de exabruptos dirigidos a nadie, por carecer
de importancia quien presume de autoridad, cargo y abuso. Paulatinamente se
oirá ponderar lo sustancioso de su discurso, obsesionado en reivindicar lo que
no es dable, puesto que su adversario en la refriega está legitimado por el
favorable resultado obtenido en las urnas. Sin embargo, hace alusión a tiempos
en que el hombre no se cubría y la mujer lo enseñaba todo. A su respecto, ¿qué
propone Ogendo? Personajes que a nadie atraen, arguyendo que son astros de
órbita contraria. Afra estaba desesperada. Vino Alonso y nos ayudó. El médico se portó bien, pero en
la farmacia practicamos el atraco; de aquí nuestro furor. Esto es cuento del
otro Fructuoso, que el chico también lo es; aunque Afra empezó a llamarlo Ivo.
Piensa para sí que, ni en la soledad puede uno evadirse a la inmodestia de la
actualidad, por eso lamenta Eudoxia su pobreza y busca mejora lejos de
Chimbeque, pueblo que antes contaba con menos casas y poca gente, sin líos ni
fregados, donde Calixto intenta, con su función teatral, contentar a la
Administración, a la vez que refiere el cuento de su sobrino Cándido y el
roncador.
Desde entonces prevalece la maldad sobre cualquiera otra forma
de conducta, cual hizo aquel hombre, joven y capaz de vencer a su enemigo,
usando astucia y habilidad; se vino todo al suelo, porque las fuerzas del mal,
dominándolo todo, y el misterioso individuo junto a él, manipulando cada atisbo
de actividad, al tiempo de conspirar y hacer que la luz del alba fuera
interceptada para oponer resistencia a las filas de tanta gente enfurecida y
lograr que sus demonios se incautaran de todo vestigio impopular. Sujeto a su
voluntad, por encargo de Ivo, su primo, Ogendo fue al encuentro de Fructuoso,
para lo cual recorre Europa, antes de ser Unión. Fructuoso, que así se llama,
aunque parece caduco, es cauto y sagaz, y Ogendo advierte que su informe se le
va sin afianzar su confesión, porque se dispersa y habla de miles de cosas, al
margen de su encuesta, como cuando afirma que Alonso es el gran guardameta de
fin de siglo. Ahora compone versos, bajo la luz del poste, alegando que estos
fragmentos suponen cese del ritmo acelerado de su narración. Respecto del ser
desfavorecido, alude a la promoción de la mujer, pidiendo a Ogendo que la
escuche y no la torture. De paso le aclara que, pese a vivir época distinta, la
precariedad, para algunos, continúa igual, según cable recibido antes de
empezar el programa, donde muestra el invitado su oratoria, su conocimiento y
su desparpajo.
A lo largo del volumen, a través de la historia reseñada, se
infiere la realidad que envuelve a sus personajes, obscuros y anodinos, dentro
del marco de relevancia diseñado a medida de las fulgurantes estrellas, de
pompa y fama. Acudió Fructuoso a casa de don Patricio, ajeno a que ello había
de cambiar su destino, puesto que la visión de doña Otilia trastornó su
sentido. Anduvo esforzado en su pegujal, donde tuvo un encontronazo con don
Patricio, por mor de impedirle el uso de crudeza con su perro, que después de
restregar sus piernas, en agradecimiento, siguió el rastro de su amo. El duelo,
sin embargo, se mantuvo en pie, confirmado más tarde en el desenlace con
Emeterio. Descontento del resultado obtenido, Ogendo decide escribir de nuevo
algunos capítulos del texto, suprimiendo pasajes enteros, nada gratos a su
desvelo y consideración, al tiempo que incluye diversos fragmentos, a modo de
incrustación, en búsqueda afanosa de acabar la novela dentro de la medida
adecuada, según su intuición y concepto. Así dispuso que Ogendo encontrara a
Fructuoso en esa taberna, de suelo extraño, donde el hombre se harta de beber
vino, además de alguna copa de licor, lo que alegra su espíritu y realza su
optimismo; ello le vale para templar nervios y avanzar en el relato que, a
troche y moche, hace de Fructuoso, su padre, sin advertir que mezcla y
trastrueca con las andanzas de Fructuoso, su abuelo, saltando de época y lugar,
conforme toma, al par que deja a uno y otro de sus predecesores inmersos en el
olvido que propicia su desmemoria de los hechos.
Esta forma musical no tiene nada que ver con la canción actual
del compositor galardonado. Tampoco importa si esta melodía se sigue con
especial interés, o cae redonda en el vacío, sin que ningún oyente ponga oídos
a su son, durante la magnífica interpretación de Fructuoso, cantando coplas de
la tierra a su mujer Aldegunda, hasta que ella asoma por una rendija de la
ventana y, a su seña, termina la serenata. No se trata de aprovechar espacio,
aunque existe franco designio de salir ileso de lo referido, a pesar de lo
dispuesto por el señor de la comarca, a quien se suman los legisladores con
objeto de conceder su beneplácito a la gente bien del país, que por causas que
ignoro nunca toleraron mi persona, aunque no me preocupaba su opinión sobre el
hombre para ellos desconocido; por eso la coral, así como la orquesta, carece
de solista, y suena apagada por la misma cuerda, de dura tensión sofisticada.
En su hegemonía, aunque se llama Fructuoso, como su padre, preferiría Eudoxio,
en honor a su madre, que emigró a la capital con miras a mejorar su ingreso.
Cansado de tanto rememorar, decide no contar de nadie más.
Enfocada la narración, el autor, Ogendo o tal vez Ivo, inicia su
lectura con objeto de pasarle la lima gruesa, para arrellanar baches y
resaltes, surgidos durante el proceso, afán orientado al momento de practicar
la fina y delicada corrección de su escritura. Pero, temoso en su juego, se
siente infeliz con su hallazgo, causa por la cual torna obsesivamente a repetir
la redacción, en cuyo cambio se obstina; por ello da vuelta, entre otros ápices
del esquema, a la postura tomada por Olegario, respecto de la liviandad de
Nunila, despechada ante el desdén que le infiere Ahmed. Más allá se detiene en
el cantar del boyero que, mientras ara su bancal, estoico entona Fructuoso,
tratando de ignorar la tiranía de Ismael. Rehace al cabo el escabroso pasaje
que presencia don Patricio, menoscabado por la conducta de doña Otilia, su
bella esposa, quien mira provocativa a Emeterio, en vano intento de disimular
su preferencia, hasta ser descubierta en su desliz con Fructuoso, sobre el que
se prodiga en diversas variantes, hasta que concluye en tremebundo final. De
aquí su denuncia de que la conciencia general debe de estar negra, porque no
cesan los cantos litúrgicos durante el día, como si el orbe entero fuera catedral
y el órgano abriera sus pipes para
expandir el efecto sonoro del oratorio y los fieles en congregación reciten de
memoria la sugestiva lección.
En sucesiva acción reforma capítulos, introduciendo y desechando
personajes, en continua alteración del orden primero, con lo cual se atribuye
la intransferible potestad que le confiere el ser auténtico autor de la obra. Aun
cansado y con sueño, va a continuar su escrito por contentar a quien se observa
solo, por más que su mente lo proyecte más allá del fulgor de los astros en
declive. Se muestra amable Fructuoso, pese a intentar la fuga hacia el ocaso,
sin fuerzas para arranchar el barco, por no hallar contramaestre dispuesto a poner
en solfa a la tripulación, sin necesidad de reprimir su talento y su ambición.
Luego, en el epílogo, viene Fructuoso a esclarecer lo acontecido en estas
páginas, y, al parecer, todo se presenta luminoso en larga exposición de una
historia sencilla, exenta de complejidad en su desarrollo.
Continúa la sinfonía, en plena creatividad actual, resaltando el
movimiento de cuanto personaje integra el mundo descrito, extraño al cotidiano
acaecer en torno a este conglomerado de seres en persecución, unos y otros, de
cuanta maravilla exhibe más allá de cuanto pensaba asir a través de la
propuesta, esgrimida por miles de rebeldes en lucha por contener el paso
acelerado de unos que marchan junto a otros, sin que por ello destaquen las
unidades expuestas al rigor y la intemperie. Así, pues, no es cuestión de
sentirse bien o mal, después de cometido el acto de satisfacción, sometido el
individuo a cuanta ley antepone el desconcierto de los eventos, frustrados por
causa de un acontecer imprevisto, cerca o lejos de cuanta lucha propugna el
mandamás, cercada su hacienda por agentes de seguridad, tras demanda inusitada
de ciega pasión que a doña Otilia llevó a los brazos amantes de Fructuoso.
Gozaron ambos su loca sustancia de sometimiento y sumisión, frente a quien
ostenta la imposición a caracteres de libre amplitud, asumiendo el desafío con
fuerzas tradicionales, en espera de abrir fuego sobre el afortunado rival.
Sonriente y circunspecto, ajeno a furor, aunque apartado de trova, Fructuoso se
absorbe en la urdimbre de su particular cantata, mientras silente contempla el rutilante
fulgor de las estrellas.
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José Rivero Vivas
José Rivero Vivas
RUTA
TROVA Y
FUROR
José Rivero Vivas
Ediciones
IDEA
Año
2012
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SERVENTÍA
José Rivero Vivas
Obra: E.18 (a.106)
Tenerife
Islas Canarias
Junio de 2017
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Tenerife
Islas Canarias
Junio de 2020
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