EL MANDATO DE LOS MUERTOS
JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS
No hace falta
creencia alguna en la inmortalidad para hacerse cargo del mensaje que nos
envían los muertos, nuestros muertos, como son los que en España han fallecido
por decenas de miles a causa de la pandemia Covid-19. Aunque no deja de ser
inquietante y penosamente cierto que hay razones para dudar que quienes han
perdido la vida sean considerados en verdad por algunos como muertos nuestros,
de todos nosotros, pues tenemos abundantes y confirmadas noticias de cómo en
muchos casos hay quienes han hecho lo indecible –literalmente- por “quitarse el
muerto de encima”. De suyo, esos muertos que nos remiten un mensaje lo hacen
porque, al modo que dejó escrito Francisco Ayala desde su exilio, tras la fratricida
guerra civil, en Diálogo de muertos, conversan entre ellos sin necesidad de un
trasmundo más allá de éste: sus cuerpos, fundiéndose con la tierra o elevándose
al cielo con las columnas de la incineración, se aúnan en ejercicio post mortem
de común humanidad recordando a los aún vivos que, si se desentienden de los
muertos y desprecian su mensaje, son de
suyo “sombras errabundas” cuya alma “la tienen muerta”. No es necesario que los
humanos nos pensemos como “compuesto” de cuerpo y alma –es más, no conviene
para nada pensarnos de ese modo dualista tan perjudicial– para reconocer cuándo
nos comportamos como “desalmados”. Es lo que debe hacerse ante la lacerante
situación que se ha dado en tantas residencias de personas mayores –en no pocos
casos reducidas a ser tristes “aparcamientos de viejos”, si no objetivamente,
sí subjetivamente–, convertidas en antesalas de la muerte para muchos de sus
huéspedes, cuando no en escondidas morgues con cadáveres a la espera de
entierros sin ritos de duelo.
Es criminal el
olvido de la dignidad de los moribundos
Es escandaloso el
“agujero negro” que desde las residencias de mayores se nos ha abierto en la
sociedad española dados los incontables decesos que en ellas han tenido lugar
sin que, al parecer y aún hoy, haya manera humana de contar decentemente los
miles que en ellas han fallecido a causa del coronavirus que nos aflige, lo
cual es culpable indolencia política para el cómputo, como está comprobado que
es constante en todas las epidemias, de modo que incluso bien queda recogido en
ficciones literarias. Sería cínico invocar tal constatación como consuelo
respecto a una condición humana que una y otra vez desciende al abismo que
cava. Más allá de listados en disputa, podemos recordar que el mismo Thomas
Mann que en La muerte en Venecia escribía que, respecto a las muertes, “los
diarios locales contenían rumores, aducían cifras poco claras, reproducían
negativas oficiales y dudaban de su exactitud”, es quien en La montaña mágica
ofrece la razón profunda del trato sin piedad que se da a los muertos cuando
pone en boca de Hans Castorp, el personaje central de dicha novela, lo que se
olvida en el impío descuido con que se maltrata a quienes fallecen, antes y
después de perder la vida: todo moribundo merece el máximo respeto: “es, por así decirlo, sagrado”.
Es escandaloso el
“agujero negro” que desde las residencias de mayores se nos ha abierto en la
sociedad española dados los incontables decesos que en ellas han tenido lugar
El olvido de lo que
exige la dignidad humana, con imperativo que ante los moribundos acrecienta su
condición de deber inexcusable, es el que, salvo excepciones de instituciones
que a tiempo y de la manera más encomiable se anticiparon a la extensión de la
pandemia, ha gravitado sobre geriátricos y residencias de ancianos cuando el
azote del letal virus de la covid-19 se cebaba sobre ellos. Si dicha descarga
moral no es atribuible a cuidadores y mayoritariamente cuidadoras de las
personas mayores residentes en tales centros, paganos en sus propias carnes del
limbo sanitario donde se recluyó a las residencias en las que trabajaban, es a
todas luces en el ámbito político de los decisores, tanto en el campo de la
salud como en el de las medidas sociales, donde radica la desatención a miles
de contagiados por el coronavirus que iba a ser mortal para ellos. Habiéndose
dado tal situación a lo largo y ancho de toda España, aunque, como la misma
pandemia en sus efectos, no por igual en todos sus territorios, es hecho cierto
que en algunas comunidades se ha producido con mayor incidencia y, en algún
caso, con tal gravedad que autoriza a hablar de acciones y omisiones de
connotaciones criminales.
Responsabilidades
por residencias de ancianos convertidas en corredores de la muerte
De todos es sabido
que el caso de la Comunidad de Madrid es el más destacado en tan lamentables
episodios, sobre todo desde que trascienden a la opinión pública las
indicaciones –los conocidos protocolos de actuación que se han querido
presentar como “borradores”– para que personas gravemente enfermas por Covid-19
no fueran trasladadas a hospitales públicos de la Comunidad –no así si podían
ir a hospitales privados, cruel discriminación atentatoria contra elementales
exigencias de igualdad–. Se dejó entrever como motivo una saturación de los
mismos al borde del colapso, e implicando la conclusión de que se les dejara
morir en sus residencias, dando indebidamente por supuesto que su avanzada edad
o las discapacidades acumuladas no
hacían de ellas candidatas a una supervivencia probable. Estando el personal de
las residencias sin recursos para afrontar tan graves situaciones, y dándose
éstas en establecimientos asistenciales que ni siquiera aplicaron en muchos
casos las medidas de cautela obligatorias para evitar el incremento de
contagios, todo quedó a expensas del trágico azar de una muerte a la que no
ponía freno tampoco una atención médica mínimamente suficiente para ello. En
tal cúmulo de circunstancias, en las que a las responsabilidades políticas de
las instancias concernidas hay que sumar, si las hubiere, las responsabilidad
de los gestores o de los responsables empresariales de los centros, lo ocurrido
derivó, desde el deshumanizado olvido de lo que un moribundo reclama, a la
profanación de su sagrada dignidad por cuanto de la manera más inhumana se
decidió sobre su vida, sabiendo su destino como seguro e inmediato final de
muerte. Ni siquiera corresponde enmarcar tal decisión bajo lo que en la jerga
sanitaria se llama “triaje” o lo que en el entorno hospitalario se denomina
fríamente “criba” al decidir por personal especializado y según criterios
médicos si un paciente tiene o no capacidad de respuesta a un determinado
tratamiento, máxime en circunstancias de recursos al límite del agotamiento.
Fue decisión que, situada en la órbita ideológica de Johnson (antes de caer
enfermo), de Trump o de Bolsonaro, alentó un darwinismo social tan acentuado
–promoción de la supervivencia del presuntamente más apto, sin asomo de
compasión-–que los excluidos en tan cruenta lucha por la vida quedaron a la
espera de su final en una suerte de inopinados corredores de la muerte.
Lo acaecido en
Madrid, fehacientemente documentado, tiene que ver, por tanto, con una
apriorística decisión política, sin ninguna deliberación pública, acerca de
quiénes tenían o no derecho a tratamiento médico adecuado a la gravedad de su
enfermedad. Es por eso que, como se ha sabido, el consejero de Políticas
Sociales advirtió al consejero de Salud del gobierno autonómico de Madrid sobre
la ilegalidad de la medida prescrita y de la “muerte indigna” que iba a suponer
para muchos de los ancianos afectados. En las antípodas de lo que sería una
práctica de eutanasia –defendible como coherente con exigencias de muerte
digna–, y no habiendo ningún caso de suicidio comprobado, se ha ubicado tal
inmisericorde proceder bajo el rótulo de eugenesia, aunque tampoco parezca el
más adecuado –no hay pretensión de supuesto “perfeccionamiento” de la especie
humana– para decisiones que mejor parecen aproximarse, desde el establecimiento
de una culposa pauta temeraria, a alguna suerte de inducción a conductas
homicidas (considerémoslas involuntarias), lo cual será asunto que, si procede
y llega el caso, serán los jueces quienes vean la calificación penal que merece
tan luctuoso modo de afrontar una situación sanitaria crítica. Mientras tanto,
la responsabilidad última en el caso de la comunidad madrileña llega a su
presidenta, la cual, con la cínica frivolidad de la que hace alarde no hace más
que delatar no sólo su incompetencia, sino también su deshumanizada falta de
compasión. Incluso si se aceptara que el gobierno central no estuvo a la altura
de sus obligaciones en lo que respecta a residencias de mayores, eso no
justifica un malévolo decisionismo –cual si malignos dioses lo ejercieran–
sobre vida y muerte de humanos que de ninguna manera se justifica. Ni que decir
tiene que políticamente hay razones de peso más que sobrado para una moción de
censura inaplazable a una presidenta que dista de la talla moral y la capacidad
política exigibles para el cargo que ostenta. Asombra negativamente que la siga
amparando el ciego “patriotismo de partido” de la formación política a la que
pertenece.
Lo acaecido en
Madrid tiene que ver con una apriorística decisión política acerca de quiénes
tenían o no derecho a tratamiento médico adecuado a la gravedad de su
enfermedad
Ante los hechos
conocidos no vale apelar a la imposibilidad de resolver una situación
dilemática diciendo que por salvar unas vidas se tuvo que elegir que otras se
extinguieran. Cuando además se plantea un presunto dilema en términos
genéricos, considerando unas vidas menos valiosas que otras sin más razón que
la edad, la falacia llega a un extremo criminal, muestra de una muy preocupante
insensibilidad moral. No ha de pasarse por alto que los genocidios se llevaron
a cabo desde la terrible premisa de que hay humanos cuyas vidas merecen ser
protegidas o potenciadas al precio de aquellas que para eso han de ser
sacrificadas. No vamos a elevar ahora el tono al nivel de acusación de
genocidio, aunque no una gens, pero sí una generación se ha visto en
escandaloso número de sus individuos tratada desde los parámetros de una “nuda
vida” al modo denunciado por Giorgio Agamben. A eso conduce una política
necrófila cuyo burocratismo no se detiene al considerar determinadas vidas como
desechables. Cómo se cae tan bajo lo describe así José Saramago en
Intermitencias de la muerte: “Desgraciadamente, cuando se avanza a tientas por
los pantanosos terrenos de la realpolitik, cuando el pragmatismo toma la batuta
y dirige el concierto sin atender lo que está escrito en la pauta, lo más
seguro es que la lógica imperativa de la villanería acabe demostrando, a la
postre, que todavía quedaban unos cuantos escalones por bajar”.
Sería injusto
extender de manera indiscriminada la culpa por un abandono tal de personas que
comportó, si no directamente la muerte de muchas de ellas, sí la muerte en
tales condiciones de penuria y soledad –más allá incluso de la soledad que
padecieron tantos fallecidos en hospitales y sus UCI por las exigencias para no
contagiar más aún el virus que a ellos les mataba– de quienes en sus
residencias de ancianos ignoraban incluso la causa de sus males. No, no se
puede expandir la culpa, aunque bien haría alguno y alguna en recoger el dicho
de Dostoievski para decir que si, en cierto sentido todos somos culpables –bien
haría la sociedad española en replantearse radicalmente qué hacemos con
nuestros mayores–, “yo soy más culpable que nadie”. Si así fuera se podría
empezar a salir de la hipocresía con que se proponen lutos por las víctimas de
la pandemia y se sacan a los balcones banderas con crespones negros. Más aún,
si desde el Partido Popular se dejara de amparar la frivolidad inaudita con que
se trata a los muertos, y no sólo de residencias –muchas de las cuales fueron
dejadas de las manos de las administraciones públicas para ponerlas en las de
empresas con afán de lucro por encima de deberes insoslayables–, sino a unos
muertos que en su cuantioso número y cada uno con su nombre y apellidos son
utilizados de la manera más desvergonzada como munición en la contienda
política, entonces se podría hablar con seriedad del duelo que colectivamente
debemos a las víctimas, apoyando además a familiares y amistades que en su día
no pudieron ni acompañar los féretros de sus deudos.
Mensaje de los
muertos frente a la manipulación de su memoria
La manipulación de
la memoria es una ofensa de tal calibre que los muertos se revuelven en sus
tumbas. Si los rituales, con su carga simbólica, son necesarios en nuestra
existencia, y especialmente en nuestra vida en común, los mismos rituales de
duelo pierden toda razón de ser –con ello bloquean el sentido que todo ritual
decentemente celebrado, laica o religiosamente, trata de revivir– cuando no
están apoyados sobre un verdadero sentimiento de comunidad que permita, como
Hegel subrayaba, hacer frente al “terror de lo negativo” que la muerte supone,
rescatando la memoria de los finados de la absorción por una impasible
naturaleza en un “recordar ético” que, por lo demás, compensa, según el autor
de la Fenomenología del Espíritu, la frialdad también de una historia cuyo
decurso pasa por encima de las vidas de los individuos. Ya sabemos que, desde
nuestra inmanencia, ningún “agujero negro” de la historia se justifica por el
hecho de que sirva para, negando lo negativo, avanzar en su progreso. Si se nos
ha abierto socialmente este “agujero negro” que denunciamos no es para decir
que la pandemia nos brinda lecciones que, aprendidas, nos harán mejores. En vez
de tan ingenuo meliorismo, más vale, como nos viene insistentemente planteado
por el filósofo Reyes Mate, escuchar el mandato de unos muertos cuya autoridad
moral, sobre todo en tanto que víctimas injustamente arrojadas a esa condición
–no somos los humanos “seres para la muerte” por más que tengamos que
afrontarla ineludiblemente desde nuestra finitud– nos interpela de forma
ineludible. Si somos para la vida, y vida digna –sin dignidad se hunde todo
sentido–, a pesar de la muerte, lo que nos toca hacer es evitar aquello que
Albert Camus señalaba en La peste: cómo el olor de muerte embrutece a los que
(aún) no mata.
Hay razones de peso
más que sobrado para una moción de censura inaplazable a una presidenta que
dista de la talla moral y la capacidad política exigibles
Así, pues, si tras
la dramática ausencia de rituales de despedida y duelo que en su momento no
pudieron celebrarse, incrementando el dolor en medio de la tragedia, ponemos en
el orden del día de nuestra política homenajes a los muertos, éstos requieren
como condición de veracidad unirnos en nuestro sentir, apoyando a quienes
sufren la pérdida irreparable de personas a las que amaron, con las que
vivieron, con quienes trabajaron y gozaron, mas también la actitud de
disponibilidad para hacernos cargo del mandato que a los vivos nos dirigen
quienes en estas terribles circunstancias han muerto, y más aún si el óbito se
produjo en medio del horror vivido en tantas y tantas residencias de ancianos.
El mandato de los
muertos, el que resulta de su diálogo, amén de un mandato de responsabilidad
individual y colectiva ante la doble tarea de salvar vidas y reconstruir una
realidad maltrecha, es un mandato de fraternidad, es imperativo de asumir la
tarea del cuidado recíproco con criterios de justicia. Ahora somos más
conscientes de que la muerte es el reverso de la vida, de que somos vulnerables
y de que la memoria de quienes fallecieron nos obliga al respeto recíproco de
quienes seguimos vivos. Honrar a los muertos nos dignifica y debe ser acicate
para, cuidándonos en nuestras vidas, procurar la vida digna para todos y cada
uno. Por ello, conscientes también de lo común que nos une como humanos más
allá de fronteras, hacer duelo hoy obliga moralmente a ampliar nuestro recuerdo
solidario a quienes han muerto y mueren a causa de la covid-19 en las más
diversas latitudes. La humanidad que nos une es la que hoy nos convoca a la
unidad en el duelo y al compromiso solidario en el vivir. Y si la memoria
siempre convoca a alguna esperanza, aunque dejemos en suspenso aquello a lo que
apunta el simbolismo de la resurrección –no se identifica con inmortalidad–,
nos podemos comprometer a ese recuerdo que obliga para quienes pensamos, con
Emmanuel Lévinas, que “ninguna lágrima debe perderse
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