“LA ESCUDILLA” DE VÍCTOR RAMÍREZ
POR ALFONSO
GONZÁLEZ JEREZ
A Víctor Ramírez, que nos dejó un muerto inolvidable hace más de
veinte años, debemos agradecerle muchas cosas: el mejor corpus cuentístico
canario desde la posguerra, el rescate de un sociolecto convertido en
espléndida sintaxis narrativa, la desfachatez de su envite ideológico y su
encendido compromiso con lo que le exigen sus vísceras: la independencia
política de Canarias.
Y ahora, como
articulista del Diario de Las Palmas, debe reconocérsele igualmente,
como ha señalado Alfonso O'Shanahan, su sana capacidad de compromiso, en una
comunidad intelectual y artística tan miserablemente silenciosa y onanista como
la canaria, con la crítica y el rechazo de tanta mierda como nos asfixia.
Pero Ramírez, en su travesía de broncas denuncias y punzantes
disidencias, ha encallado en su propia celebridad literaria. Y eso se paga. Se
paga con ciertas incoherencias que pueden hacer naufragar la pureza de un
mensaje que cada vez se parece más al parlamento teatral de un intérprete que
repite incansable y satisfechamente los mismos tics.
Porque Ramírez se
pretende un puro, se inmola verbalmente en la hoguera de una pureza maltratada
y, como tal, sus artículos parecen desprenderse, demasiadas veces, de la frente
ardiente de un iluminado. La independencia es la panacea de todos los males.
Con independencia, todos contra la independencia, sólo pueden estar los
miserables, los estúpidos y los ingenuos.
El gesto y figura
de Ramírez enlaza con la consideración tradicional del intelectual como faro
que se levanta magnífico sobre la tenebrosa oscuridad del presente e ilumina
toda la verdad, solamente la verdad y nada más que la verdad del mañana. Una
tradición cultural de sabor fuertemente francés que comienza, quizás, en
Voltaire, y que como institución dejó de resultar verosímil (social y
éticamente verosímil) en la sepultura de Jean Paul Sartre. Voltaire usaba
peluca y sarcasmo, Sartre pipa y gabardina, Ramírez, que ha diseñado su propio
atrezzo, insiste en su humilde condición de maestro, en su amorosa pobreza, en
su gusto por las rancheras más desgarradoras y en su indiferencia hacia las
pompas y obras del mundo.
Como todos los puros, Ramírez usa y abusa de la ingenuidad. De
la propia y de la de sus lectores. Una ingenuidad que comienza por el uso de
ciertos términos, muy emotivos pero insignificantes, como ultracapítalismo,
y que no se agota en considerar a El Mundo como la última trinchera de
decencia democrática en la vida pública española. Una ingenuidad que ya no es
mera cabezonería, sino evidente pereza intelectual y suave acomodo moral en la
indignación, cuando se caracteriza a Canarias como una colonia española. Una
ingenuidad que no le impide figural en ediciones institucionales o asistir como
invitado a congresos y conferencias organizados por los traidores a la causa.
Un universo
simbólico de antagónicos contrastes, donde el bien y el mal luchan en un
tablero ajedrezado de blancos y negros, y las ideas ganan en relieve, en
importancia, en honradez, con el auxilio de la tipografía. Las islas, en la
queja rotunda y monótona de Ramírez, son siempre la Patria Canaria. La
independencia es la Independencia. La verdad es la Verdad. Leyendo a Ramírez,
recorriendo su épica de far west ("nunca ha habido nn último canario, ni lo habrá"), parecería que vivimos una atroz persecución en un ambiente
concentracionario.
Su artículo más entristecedor es el que le dedica a la reedición
que de "Nos dejaron el muerto" le hizo el
Ayuntamientto de Teguise en los años más felices de Dimas Martín. Aceptó el
favor del cacicón cebollero a través de la mediación de Manuel González Díaz.
Se quedó muy contento el escritor. "Ahora González y Martín parece que se odian furibundos a
causa de la maldita política... Estas cosas me hacen sufrir...". Pobre Ramírez.
¿Por qué cree que
se apuñalarían ambos arrebatacapas? ¿Por un soneto? Víctor Ramírez (su bella
prosa y sus palabras de combate) sigue siendo imprescindible. Pero su
independencia selectiva, su retórica enmohecida y su parálisis ideológica lo
hacen cada vez más un personaje de sí mismo.
LA GACETA DE CANARIAS
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