APARCAMIENTO DE VIEJOS
JUAN TORTOSA
El día en que no
tuvimos más remedio que confiar los cuidados de mi madre a una residencia de
ancianos uno de mis hermanos, que suele tener bastante tino para resumir las
cosas con pocas palabras, me lo dijo: esto es un aparcamiento de viejos, Juan.
He de admitir que la frase me produjo un cierto escalofrío, pero no podía ser
más certera. Y eso que la residencia era chic, con antiguas personalidades de
la sociedad almeriense entre sus compañeros de hospedaje, cierto aura de hotel
de lujo y un amplio programa de actividades complementarias.
Pero mi hermano
llevaba razón. Una de las salas comunes, la más grande de ellas, reunía frente
al televisor a docenas de personas ancianas, buena parte de ellas en silla de ruedas, que
esperaban la muerte viendo El secreto de Puente Viejo, los variados concursos
de las distintas cadenas, o lo que es peor, los programas de Ana Rosa Quintana
o Mariló Montero, quien por entonces se encargaba de escandalizarnos a diario
con su atrevido analfabetismo en un magazine emitido por la televisión pública.
Admito que no nos
extrañó excesivamente el reducido horario y la escasa dotación de servicio
médico. Las enfermeras y cuidadoras, encantadoras todas ellas, no fallaban con
el cuadrante y cada tanto se acercaban a alguna de las personas residentes para
recordarle que había llegado la hora de ingerir la pastilla azul, o la verde, o
la blanca. De vez en cuando se celebraba alguna fiesta, coincidiendo con los
cumpleaños sobre todo y, por supuesto, no faltaba la misa diaria para quien deseara
acudir a ella.
Recuerdo lo mal que
lo pasamos el día en que nos llamaron porque mi madre había decidido escaparse
de allí, signo claro de que su inteligencia mantenía su lucidez. Fueron unas
horas de angustia interminable las que transcurrieron desde que conocimos la
noticia hasta que dimos con ella, sentada en una plaza de la ciudad, feliz por
lo que sin duda había disfrutado con la travesura. Ella sabía que necesitaba
ayuda permanente y que tenía que volver, cosa que hizo sin resistirse, pero eso
no le impidió degustar unas horas de libertad que debieron saberle a gloria.
Solo recuerdo un
caso de rebeldía consumada, el de uno de sus compañeros con más de ochenta años
cumplidos, quien un buen día decidió
volverse a casa dispuesto a morir solo. "Esto es una cárcel, dijo, y yo no
me voy a encerrar aquí de por vida por voluntad propia, rodeado además de gente
que está en las últimas". Y, como
suele ocurrirle a quien se arriesga, su determinación fue premiada con el
hallazgo de una pareja que lo acompañó hasta el resto de sus días.
La residencia y sus
servicios no estaban mal, como decía, pero sí es verdad que debiera haberme
llamado más la atención la extraña escasez de atención médica. Una doctora
amabilísima, claro que sí, pero que apenas se encontraba con el menor problema,
expedía un parte de traslado, llamaba a una ambulancia y mandaba a la persona
enferma al hospital de Torrecárdenas.
Durante los casi
tres años que mi madre pasó en la residencia, fueron varias las veces que fue
enviada al hospital. Una de ellas sería la última. Yo volaba en mi coche tras
la ambulancia con mayor desesperación que
en otras ocasiones, con miedo a perder de vista el vehículo. Al llegar a
Urgencias, vi cómo el enfermero trasladaba la camilla hasta la sala de espera. Apenas
pude le acaricié la mano y percibí que algo raro pasaba. No, no podía ser, y no
me lo creí hasta que unos minutos después los médicos nos confirmaban su
fallecimiento.
El único rato que
no estuvimos con ella fue el trayecto desde la residencia hasta el hospital. El
tiempo restante no faltamos de su lado, y aún así no pude evitar la sensación de que había sido
insuficiente. No quiero ni imaginarme cómo me sentiría si tal experiencia, que
ocurrió hace ya varios años, hubiera tenido lugar en este tiempo de pandemia.
¿La habrían trasladado al hospital? ¿Nos hubieran permitido estar con mi madre?
Hubiera muerto sola, sin compañía ni cariño alguno a su lado.
Lo pienso y se me
ponen los pelos de punta. Me sitúo pues en el lugar de tantas personas que en los
tres últimos meses han pasado por esta experiencia y no puedo evitar
estremecerme. Los médicos, las enfermeras, las residencias, los hospitales
tuvieron que tomar decisiones muy duras, inhumanas, y ese dolor estoy seguro
que les acompañará siempre, como a los familiares de quienes fallecieron en
soledad les acompañará la rabia.
Lo que no tiene
perdón, ni explicación, es que los responsables políticos no tuvieran la
valentía de coger el toro por los cuernos y contarnos la verdad desde el primer
minuto. Sí, miren ustedes, tuvimos que dar órdenes de prioridades que jamás en
la vida nos hubiera gustado tener que dar. ¿Por qué no lo contaron así, por qué
se han dedicado a mentirnos, a ocultar la verdad, hasta que se ha ido sabiendo
poco a poco, hasta que hemos descubierto la escandalosa torpeza, por emplear un
término suave, con la que fueron gestionadas las residencias de ancianos
durante los días más duros de la crisis sanitaria?
No me siento
capacitado para concluir si hubo responsabilidades penales, criminales... con
el tiempo se sabrá, pero recuerdo muy bien la estupefacción que me produjo la
primera noticia que tuvimos de todo esto, cuando supimos que el ejército había
entrado en varias residencias y encontró abandonados a muchos ancianos en sus
camas, ya fallecidos o debatiéndose entre la vida y la muerte.
Esto no va a quedar
así, ¿verdad?
J.T.
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