CON LOS RICOS NO HAY QUIEN PUEDA
JUAN CARLOS ESCUDIER
Hay gente que a
veces tiene el santo de cara y luego están los ricos, que en este país ya
vienen de fábrica con una mancha de nacimiento al final de la espalda en forma
de trébol de cuatro hojas. Tienen un no se qué, un qué se yo, una buena
estrella que suele manifestarse singularmente en su relación con la Hacienda
pública. Todos los intentos de gravar sus fortunas acaban en nada y con estos
señores entregados a la floricultura, es decir yéndose de rositas. No es
novedoso que lo primero en descartarse en el pretendido pacto de reconstrucción
nacional haya sido el tributo que PSOE y Unidas Podemos proponían estudiar en
su acuerdo de coalición y que seguirá en el cajón por tiempo indefinido. Eso de
que los ricos también lloran es una mentira tipo piano; es más, acostumbran a
partirse de risa.
Lo del impuesto a
los ricos no es una fijación de los chicos de Iglesias por eso de que son
bolivarianos y populistas. Hace diez años más o menos, en la anterior crisis,
ya lo contempló el PSOE de Zapatero, a quien deberían erigirle un monumento,
aunque fuera de los baratos, porque con su empeño en demostrar que bajar los
impuestos era de izquierdas consiguió que los millonarios acabaran pagando
menos que con Aznar, queda es decir. Se dijo primero que su recaudación sería
insignificante, por lo que no valía la pena ni molestarse. Se argumentó después
que palparles la faltriquera sería contraproducente ya que incentivaría la
evasión de capitales, que siempre son los primeros en darse a la fuga en estas
situaciones. Así que entre bajar el sueldo a los funcionarios y congelar las
pensiones o meter mano a las Sicav de los plutócratas no es difícil imaginar cuál
fue el camino elegido.
Poco o nada ha
cambiado desde entonces en nuestro sistema fiscal, tan justo y equitativo que
hace descansar preferentemente el gasto público en las anchas espaldas de
los asalariados, esos a los que el
Bankinter de la señora Dancausa no contempla ofrecerles que lleven sus ahorros
a Luxemburgo. Únase a ello el fraude galopante, el fingido mileurismo
empresarial, un impuesto de sociedades que recauda tanto como una rifa benéfica
y se obtendrá una imagen precisa de lo que es la fiscalidad en España.
Por si no era
bastante, faltaba el parque de atracciones para ricos que el PP levantó en
Madrid con su bonificación al 100% del impuesto sobre el Patrimonio, gracias al
cual ha conseguido que dos tercios de las grandes fortunas con bienes superiores
a los 100 millones de euros fijen en la Comunidad su domicilio fiscal y se
ahorren de media algo más de dos millones al año. Como se dijo aquí en su día,
de Madrid al cielo y un agujero fiscal de los gordos para seguir viéndolo.
No hay manera de
que los ricos pasen por caja y demuestren ese patriotismo nunca ejercido al que
se refería el vicepresidente segundo. Ironías del destino, se dirá que es un
tributo que hay que pagar, no ya para concitar consenso en pacto de
reconstrucción, sino para que Ciudadanos apoye los Presupuestos del Estado
antes de que los de Montoro cumplan un siglo en vigor. Es verdad que sin
Presupuestos difícilmente habrá Gobierno y sin Gobierno no hay programa que
cumplir ni impuestos a las ricos que establecer, pero empieza a parecer una
broma cruel que no haya manera de meter mano a estos tipos tan afortunados en
todos los sentidos.
Es inaplazable una
reforma fiscal que reparta equitativamente la factura de la pandemia, lo que
viene siendo hacer pagar más a quien más tienen o, al menos, hacer que los que
más tienen paguen lo que les corresponde. Y ello pasa por elevar el IRPF de la
rentas más altas, garantizar una tributación mínima en el impuesto de
Sociedades de las grandes corporaciones, aplicar gravámenes a las transacciones
financieras y a las multinacionales digitales que hacen de su capa un sayo y
con lo que les sobra un chalequito, y por combatir eficazmente el fraude. ¿Y un
impuesto específico a las grandes fortunas? Bueno, de los imposibles
metafísicos mejor no hablar.
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