INTRODUCCION A "CADA CUAL ARRASTRA SU
SOMBRA", EDITADO EN LA BIBLIOTECA BÁSICA CANARIA EN 1988
POR ÁNGEL SÁNCHEZ
Los dos relatos cuya edición presentamos en este
volumen, bajo el título del primero de ellos -Cada cual arrastra su sombra- vienen soldados por la proximidad desde su
mismo origen, ya casi veinte años atrás. Fueron escritos antes de 1971, año de
su publicación en Las Palmas. Se vendieron a setenta y cinco pesetas/ejemplar
en las contadas librerías de la provinciana ciudad de entonces, una vez difundido
de modo oral el enjundioso mensaje de algún amigo que lo recomendaba por su
novedad cualitativa.
Cualquier edición contemporánea de
libros canarios era en gran medida de poesía y, en escaso volumen, de cuentos.
Pero, así y todo, el nuevo objeto cultural iba a engarzar de algún modo con la
tradición poética isleña: aquella portada era un dibujo del eminente y
recordado pintor y poeta Juan Ismael. Éste vivía ya los últimos años de una
genuina creatividad independiente, sublimando así una carrera de perdedor nato
en vida, vuelto luminaria ética y estética tan sólo reconocible cuando muere.
La presencia de este artista pregonando al nuevo autor fue muy del gusto de
ambos.
Quien redactó la solapa del volumen -acaso un
miembro de la comandita literario-editorial Inventarias Provisionales-
ya advertía que el autor nació en Las Palmas en 1944 y hacía con Cada cual
arrastra su sombra una primera
entrega literaria. Aquel escritor, apadrinado de forma tan entusiasta por Juan
Jesús Armas Marcelo como para arriesgar gastos en la edición, era un nombre
desconocido en el ambiente literario más consolidado: el de las páginas
literarias en prensa insular.
Veintisiete años, maestro de
escuela, le tiraban mucho el fútbol y las canciones mejicanas. Componía
incluso sus propias variaciones de corridos y rancheras, garrapateándolas en su
guitarra. También se había hecho con una máquina de escribir, tanta era la
necesidad que sentía de contar la experiencia de una vida suburbial en la mejor
de las situaciones: desde dentro.
Son ya diecisiete años los que lleva
Víctor Ramírez arrastrando la sombra magmática de su primer texto,
cargando como referencia obligada aquel ectoplasma juanismaeliano, blanco sobre
verde, en el que espejea su primer formato estilístico, ese texto insustituible
en su carrera de escritor.
Ciento seis bloques prietos de una escritura que
pronto pondría el grito en el cielo de la morosa prosística insular.
Algunos de sus propios títulos, y
otros de sus colegas en edad, son una zona escrita de nuestra cultura tan
básica que precisa, sin duda, revisarse en un proyecto cultural de edición que
tiene objetivos tan claros como la Biblioteca Básica Canaria.
Como se habrá podido intuir, creemos que en Cada cual
arrastra su sombra hay un
texto funcional, y lo es en dos sentidos: como germen del desarrollo
posterior del propio Ramírez y en tanto mojón limítrofe de una
renovación de la oferta literaria en prosa, siempre en territorio canario.
Una renovación que prendería mecha como nueva
narrativa canaria hasta hacer boom y decir ¡basta!
Para presentar al lector algo tan
básico, hemos ideado un seguimiento textual inteligible que lo caracterice
según los datos ofertados por el mismo texto en clave lingüística, en clave
social, en lo histórico-literario e incluso en clave psicológica. Así podremos
apreciar en cada plano que estamos frente a un texto inaugural, y cara a dos textos intencionalmente gemelos,
pues tal es el sentido de este su tercer formato editorial.
Hemos de recordar al respecto que el
autor incluyó tanto el relato titular como el denominado El arranque en la posterior edición de sus Cuentos
cobardes (Taller de
Ediciones JB. Madrid, 1977). Las claves que hemos seleccionado pretenden
evidenciar el albedrío creativo y expresivo de Víctor Ramírez, esperando ayudar
suficientemente al lector para leerlo con el máximo provecho y gusto.
*
Diciendo clave social queremos expresar
así en qué aspecto estos cuentos pudieran ser una comprobación documental de
cómo era la sociedad canaria de 1971. En tal sentido creemos que los personajes
de Ramírez, y el ambiente en que se mueven, son una realidad sectorial
desesperada, siempre dentro de un estado de cosas más general que delata el
trasvase de una sociedad a un nuevo modelo, evolucionando entre
contradicciones.
En el retrato de ese nuevo modelo
social ya se anuncia que la lucha de clases queda aplacada por los enredos del
consumismo y que será nuevamente aplazada. En el corte social donde trabaja
Víctor Ramírez hay suficientes desajustes emocionales, demasiadas pasiones como
para decidirnos a hablar de patología; suficientes injusticias sociales
como para que arriesguemos calificativos políticos.
Para retratar ese momento histórico
y fijar la vida diaria en pensamiento y acción humanos le bastará a Ramírez ser
natural, inmediato; empujar las sombras hacia el formato tipográfico, dar curso
al fluir de la oralidad. Le bastará al autor insistir en personarse a texto
abierto, dando en directo el pensamiento y la carnaza de sus seres, inventados
-dice él- para hacerlos sufrir. Con esa base en la naturalidad puede ejercer un
calado crítico en las condiciones de vida de cualquier sección de la geografía
humana más universal. Pudiendo estar, llegado el caso, en alguna loma suburbana
de una ciudad canaria determinada.
Ramírez escribe de los de abajo que, por
pura paradoja, viven en la zona más alta de las ciudades costeras de las Islas,
donde se ha ido reduciendo a la población urbana humilde desde la misma
fundación de las dos grandes capitales canarias. El medio social son los riscos,
barrios aún periféricos en 1971, donde funciona el paisanaje retratado por el
autor.
Existe en dicho medio una zona de
coexistencia casi familiar entre vecinos; todos conocen a todos en la
solidaridad de ir tirando en condiciones semejantes, séase obrero, marinero,
tendero, maestro o empleado. Ese ir tirando es algo así como arrastrar su
sombra, enunciando desde el título un estado de cosas.
Los seres anónimos despertados por
Ramírez para encarnar a sus protagonistas aparecen simultáneamente sórdidos y
cariñosos, broncos y leales, primarios y retorcidos, con escaso dominio de
reflejos ante una situación que los desborda, ya sea íntima o extraña a sus
planteos vitales. Seres que arrastran la sombra del infortunio en la
desigualdad con humildad soberbia. Inmaduros y enormemente dependientes de la
realización libidinal: si el amor les falla, todo se hunde, que así sucede en
las canciones mejicanas favoritas del autor.
El argumento narrativo donde esos
seres se expresan es un tejido de acciones y emociones conflictivas en los
individuos pero, con toda seguridad, dicen más de lo escrito: se trata de todo
un fresco de la conflictividad psico-social en amplias zonas de la población
canaria de la posguerra. Una población apenas salida del racionamiento, del
café de cebada, las misiones, la infraescolarización... Apenas dominando su
precariedad emocional, la represión sexual y los miedos diarios. Demasiadas
bridas para llevarlas con dos manos.
Hay en esa amalgama de factores ambientales,
extremados por la situación histórica, ciertos componentes caracteriales fijos
del genuino ser canario. Constantes como la sensación de matriarcado, el
narcisismo, la inseguridad. Esa necesidad de cuerpo y ánimo por asumir el miedo
secular de los aislados. De ahí el color de las venas principales de este
cuerpo social canario escrito por Ramírez. La ansiedad está permanentemente
levantada en sus personajes, la produce una percepción ingenua de la vida.
Pero ya se sabe: la vida siempre
golpea; que cada palo aguante su vela, tal es la locución popular de la que
parece calcarse el título de nuestro relato. También está erguida la hombría,
pues los dos protagonistas de estos cuentos no dejarán de plantearse su
condición masculina a niveles de satisfacción funcional y de realización
social, combates siempre presentes en una sociedad de dominante matriarcal.
Matriarcado, narcisismo, inseguridad, necesidad
de asumir el miedo secular de los aislados serán algunas constantes
situacionales o elementos definidores del medio descrito por nuestro autor. Tal
ansiedad viene siendo resultado de una percepción ingenua de la vida, que
golpea sin querer a los de siempre, que produce una miseria moral conjunta,
contra la que no se tienen defensas ni principios.
Sin arrestos para dominar las situaciones
depresivas, usando tan sólo una rudimentaria visceralidad refleja. A estos
seres los podríamos llamar cobardes -como hace Ramírez- si no fuera porque la
indefensión histórica de amplias zonas de la población insular produce también
personajes así, ese tipo de seres dependientes. Por ello es que la recatada
vida de los riscos se tensa al son de los cambios que ocurren en la costa: el
trasvase de modelo social tan acelerado, sin apenas transición.
Los textos de Ramírez paralelizan la
situación propia de personajes inestables en un formato de sociedad mutante que
poco viene a ayudar a la clase parada, analfabeta y subalimentada. Viene a
decirnos que en tanto la calidad de vida y los Derechos Humanos no se
homologuen a toda la población, habrá siempre cobardes orgullosos. Entretanto,
los escalones de poder se recapitalizan y los jefes deberán seguir usando con
el humilde su intemperancia de clase dominante, hacer uso de su posición: el
látigo.
Si la ronca dialéctica de la literatura marxista
está lejos de ilustrar al autor, Gyorg Luckacs diría que se aproxima
vorazmente, con ese tipo de literatura, a un planteamiento partidario,
panfletario y solidario. Efectivamente, mostrando como autor tanta solidaridad
de clase, Ramírez empieza por entonces su alineamiento entre los escritores que
practican una literatura comprometida -como se decía- socialmente. Tan sólo
fuera porque sus textos pasan de ser recreativos a ser perturbadores del
conformismo que se espera del lector, al que Ramírez arrastra en mera complicidad
de identificarse en la lectura de algo tan revulsivo como si de su misma vida
se tratara.
Es
evidente que el sujeto lector canario, primer destino de la edición de 1971,
corría el albur de seguir al nuevo autor en una identificación que consiguiera devolverle
a sus propios orígenes sociales y a la propiedad lingüística nativa. Fue aquel
un selecto grupo de lectores al que se sumarían muchos otros peninsulares en la
edición titulada Cuentos cobardes (1977).
Esperemos que la legión de lectores
que seguirá la reedición que presentamos ahora, pueda distanciarse
suficientemente en el tiempo como para saber integrar, en la lectura que de él
haga, el debido poso histórico que tienen estos textos. Haciéndoles ver que, a
fuer de realistas, parece comprobable todavía el modelo social que sostiene las
acciones narradas. Pues en ese sentido poco ha cambiado la realidad vital de
ese sector de población, poco ha cuajado nuestra difícil consolidación como
sociedad.
En efecto: bajo esta prosa discurre una
insatisfacción y una vindicación sociales muy marcadas, una voluntad expedita
de derramarlas en tinta impresa, toreando sibilinamente a la torpe -a su pesar-
censura del régimen del Generalísimo. Son esa dolida franqueza expositiva de su
realidad social, unida al nuevo modelo de prosa que arriesgaba el autor, los
dos factores que hicieron de estos textos un poco el canon de una cierta
rebeldía generacional que se identificaba con el tipo de combate por escrito.
La oleada escrita que siguió en
otras publicaciones en prosa sería luego rumbosamente bautizada como nueva
narrativa canaria, puesto que en estilo oral e innovación sintáctica iban
sus mejores y más novedosas prendas. Algún periódico peninsular, ansioso de
etiquetajes, los definía como narraguanches, mostrando con dicho bautizo
ser absolutamente ignaros de cómo funcionan las cosas en la provincia lejana.
*
Lo cierto es que no hubo una, sino dos nuevas
narrativas, cosa que se explicará en breve, ya que entramos en lo que
llamábamos la clave histórico-literaria de estos textos. Ayudaremos así a
situarlos ya avanzada la posguerra española, anotando de paso algunos hechos
que puedan servir de antecedente literario. El endémico déficit cultural
traducirá en el terreno literario los desajustes existentes en la sociedad, tan
pronto como se salga de la ficción y se toque realidad.
Está claro que hay una situación
anormal. Se arrastra desde los años 50 un retraso en la publicación de la
producción literaria isleña, laguna editorial bastante a remolque del atrasado
modelo social. Anotaríamos la situación canaria como suburbial con respecto a
otras áreas socioculturales hegemónicas en el Estado español y sólo daríamos un
dato en apoyo: contar los años pasados entre la escritura de Mararía, de Rafael Arozarena, y su publicación en
Barcelona. Casi treinta...
En el transcurso de la primera mitad de este
siglo continúa la tradición ruralista y sainetera en la prosa canaria, salvo
valiosas excepciones. Alonso Quesada, por ejemplo, ilustró el lado urbano de la
vida provincial. El máximo desvelamiento sucede cuando aparece Crimen (1934), de Agustín Espinosa. Se corta la buena
racha y se truncan las libertades ciudadanas con el triunfo del Movimiento
Nacional.
Es algo más tarde, a partir de los
años 50, cuando aparecerá un primer boom narrativo soterrado en páginas
literarias de prensa insular: son los primeros cuentos de Pedro Lezcano (El Pescador, Cuentos sin Geografía), los relatos iniciales de Isaac de Vega,
Rafael Arozarena y Antonio Bermejo, variantes todas de un modelo de prosa
forzosamente simbólica aunque con base real.
Esto equivale a decir que ya en los
años 70 existía en el aire del tiempo impreso una prosa en muchos aspectos
adelantada en el hecho de plantearse la condición insular. Son los melancólicos
soliloquios de los autores fetasianos citados, la percepción oblicua del corte
social que efectúa Bermejo.
Antonio Bermejo, Secundino Delgado y Juan Rulfo
están sin duda entre las propiedades referenciales de Ramírez, de ese realismo
lacerado por el ralentí humano en la dinámica social que lo motiva. La
tipificación literaria que se consigue en esta triple fuente del desarraigo y
la identidad borrosa revelan ya que nuestra inmadura prosa sube el escalón
preideológico que ya la poesía canaria contemporánea había alcanzado en versos
de Pedro García Cabrera, Emeterio Gutiérrez o Agustín Millares.
Creemos que no se ha insistido
suficientemente en anotar esa soterrada línea de fuerza prosaica cuando se
hablaba del boom: deslumbraba demasiado la novedad estilística como para
hacer catas en la propuesta desestabilizadora que amagaban los fetasianos.
Líneas de fuerza que discurren también en las decenas de novelas surgidas en
estos dos decenios. Que cruza la propia línea editorial de Ramírez en sus más
importantes títulos: Además lo primero (1978) y Diosnoslibre (1984). Es muy evidente que los dramáticos y
ateridos seres de Bermejo ya anuncian a los soberbios perdedores de Ramírez.
La gavilla de novelas más o menos maestras
surgidas en los años 70-80 (las de Alfonso García-Ramos, León Barreto, Juan
Cruz, Alberto Omar, Juan Manuel García Ramos, Luis Alemany, Emilio Sánchez
Ortiz, etc.) son un desenvolvimiento bastante significativo de la
infraestructura creada años antes por los fetasianos. Ramírez se sitúa entre
ellos como un primitivo, receloso de otras vanguardias idiomáticas que no sean
de su invención.
El crítico Rodríguez Padrón ya ha
advertido que "la cabeza de turco de todo este embrollo es la novela
testimonial de Alfonso García Ramos Guad (1971)", salida al público unos meses antes que el primer libro de
Ramírez. Añadiremos que la cabeza de lanza enterrada en los nuevos modos de
anotar la diferencia insular podríamos acotarla en una línea medianera donde se
balancean tanto Crimen como Mararía.
Se leía muy poco en esos años y la
situación no acaba de normalizarse del todo. La coherencia histórica -y moral-
de todo este episodio no se alcanzará hasta que pueda publicarse La lluvia no
dice nada, misteriosa novela
inédita de Bermejo que alguien retiene injustamente escondida.
El que cuenta -diríamos, imitando al autor-
tiene mucho que contar y, a través de lo que cuenta, contándose irá perfilando
a sus contemporáneos. Blasín, por ejemplo, el varón protagonista de Cada cual
arrastra su sombra, roza
exactamente el volumen físico de un arquetipo insular de hombre joven afirmando
una masculinidad reproductora y libidinal, protegiendo la honra de novia, madre
y hermanas; entregado de lleno al esquema moral de un patriarcado aparente, sin
saberse eje móvil de un comportamiento que guía el potente matriarcado insular.
Sin saberse hasta el cuello un agente de la secreta voluntad del mujerío, antes
al contrario: ciego conductor de su dualidad humana que vindica, como primer
grado, la hombría también primaria del superviviente.
Desde ese resorte salta con mucha
naturalidad la rebelión simbólica contra el padre. Fue gracias a estas claves
emocionales, de relativa facilidad lectiva, desde donde la crítica literaria ha
señalado que el autor expresa un registro bastante acusado de misoginia y machismo
cantonal. Conjeturas críticas que creemos accesorias si se tiene en cuenta que
la parábola trazada no alcanza a toda la población masculina de estos relatos
sino meramente al que cuenta, en verdadero recurso proyectivo de su naturaleza
y las circunstancias que la envilecen.
Queremos subrayar, sobre toda otra conjetura,
que en algo sí que acierta la crítica, repitiendo una y otra vez
incansablemente que todo primer libro tiende a ser autobiográfico. En el
muestreo que hace de la afirmación varonil de sus personajes fluye nítidamente
la biografía ramiriana. Escritura la suya con cierto alcance de transposición
personal: soliloquios y diálogos que valen para que el autor se afirme como un
alguien, un cualquiera de ellos que contara las rutinas vitales canarias como
suelen pasar.
Sin más coloración literaria que la
heredada de las líneas maestras del naturalismo (Emilio Zola), su
asimilación hispana de guiñol -digamos Tirano Banderas- y su proyección americana: digamos John
Steinbeck, Juan Rulfo o Guimaraes Rosa. Pues, en efecto, los textos titulados Pedro Páramo de Rulfo o Miguelón y Miguelín de Guimarâes no están muy lejos de ese registro
perceptible como estilo en el que se teje la escritura al hilo de la vida
misma, manchando el papel descarnadamente, en uso de expresar lo más natural: cada
cual arrastra su sombra.
En Víctor Ramírez los desajustes sociales son
calcados de los conflictos individuales, evidenciando un sesgo de patología
social ya desde la familia. Y es que la sociedad en que vive no es homogénea,
está desvertebrada y en proceso de crecimiento, se ve sin capacidad de reacción
ante el nuevo modelo relacional. Existe un sistema de valores tradicionales que
pervive en el barrio, mientras se transvasa con enorme rapidez el modelo más
general de civilización.
En ella, aquellos valores
tradicionales -solidaridad, respeto, honra- no se ven sustituidos por otros que
tengan entidad suficiente para reemplazados, sino por líneas de fuerza
progresivas como el consumo, la competitividad y el barrio-dormitorio. Todo
ello afecta centralmente a los personajes contados por V.R.: se les ve bastante
inermes ante el progreso, buscando aún la felicidad en lo que ya se conoce como
umbral de bienestar. Sabemos que este tipo de literatura prioriza la descriptiva
del modelo de civilización en que se desarrolla, siempre como telón de fondo de
unas circunstancias vitales. Es, por otra parte, con los turbios sentimientos
con lo que se hace buena literatura, al contrario de como lo formulara André
Gide.
Nuestro autor, ajeno al navajeo descarado que
existe en una sociedad literaria biprovincial, consigue sin esfuerzo situarse
en una radicalidad crítica de apartado que lo lleva a alinearse en causas
desesperadas, con los insurrectos; causas sustitutivas -y no complementarias- a
las urgencias que delata y que parece conjurar en sus escritos.
Este
efecto contracorriente le llevará otras veces a la contradicción
vital (sus declaraciones a la prensa) con la causa que parece enhebrar su
discurso: ese anarquismo militante tan espeso.
Pero
la cata hecha en el área social canaria trasciende, desde luego, cualquier
debilidad posible en sus métodos como persona pública y creemos que ha servido
de reactivo literario hacia la tan esperada normalización.
*
Una mirada sobre los recursos estilísticos que
usa el autor dará cabida a la prevista exposición de su clave lingüística. En
cuanto al procedimiento narrativo mismo diríamos que estos relatos incorporan
al nuevo curso de la prosa que se establece en Canarias algunos elementos un tanto
inéditos en el panorama literario local, cuales son los relativos al tiempo.
En
Ramírez la unidad narrativa se compone de secuencias seccionadas de alguien que
narra en presente o en pasado dos historias, como si dijéramos, en solución de contigüidad,
indicando al lector varias rampas de acceso a la totalidad que se cuenta. Con
este modo de escribir es bien cierta la familiaridad que encontramos con los
estilos desplegados ya desde las primeras novelas del boom de la
narrativa suramericana: La casa verde, de Mario Vargas Llosa, por poner un ejemplo.
Pero
el caso es que Ramírez, entrándole al trapo de las nuevas formas de
narrar, lo que hace es abrir la brecha de una influencia más venida del
exterior y que arraiga en el espacio literario insular: asumir el nivel del
habla canaria y renovar la temporización escrita. Los recursos estilísticos de
que se sirva en adelante apoyan con vehemencia esa actitud criolla de
aclimatar aquí ciertos avances en el apalabramiento del idioma común.
Es novedoso en las Islas moverse, como hace el
autor, en una amalgama de habla y en tiempos simultáneos muy poco habituales
aún en los precedentes ya dichos.
Es ya conocido el hecho de que el castellano
hablado en Canarias despliega una amplia variación idiomática con respecto al
castellano peninsular, acercándolo más bien al castellano hablado en el Mar
Caribe. Esas variaciones léxicas, fonéticas y tonales ya se las había intentado
fijar literariamente con la antelación de más de un siglo en la literatura
isleña: desde los sainetes y cuentos costumbristas de los hermanos Millares
hasta los intentos más recientes de un Pancho Guerra.
Siendo
su intención divertir a los espectadores, el modelo de toma oral queda bastante
descoyuntado e inhabitual. La caracterización escrita del habla castellana en
Canarias caía así en un forzoso manipulado que aliena la verdadera naturaleza
del habla real, forzándola a ser un inventario atropellado de giros,
expresiones y variantes idiomáticas al servicio exclusivo del humor.
Expresiones de una rudeza campurria, maga -como aquí decimos-
documentan el habla campesina o costera, cediendo más al efecto buscado
que al autoconocimiento.
Frente a este tipo de precedente, nuestro autor
fijará la pauta de un nuevo modelo de captación del habla donde la inclusión de
voces coloquiales se hace sin forzarlas, siguiendo el curso oral de quien,
indudablemente, narra desde su habla y hace narrar a sus personajes sin
desplazar para nada su oralidad personal e intransferible. Diríamos que el
autor se inventa el mecanismo de asimilar el discurso hablado (de quien habla
escribiendo) al del personaje que se describe hablando.
Claro
está que el mecanismo ya estaba inventado -los monólogos interiores de Marcel
Proust y James Joyce- y, un poco a medias, en las Islas por Isaac de Vega y
Antonio Bermejo. O en la tradición latinoamericana por Guimarâes Rosa
(novelista brasileño) y José Z. Tallet (poeta cubano), por poner dos ejemplos
de anotación coloquial brillante en literatura latinoamericana.
Sucede
tanto en las costumbres como en las Artes que la contaminación de estilos se
haga imparable. El cine neorrealista italiano, pongamos por caso: surgen aquí y
allá acercamientos a su contenido o a su formato expositivo. El mismo Ramírez
ha dado pistas de los autores cuya lectura le entusiasmó y que han podido
influirle: habla del ya citado Joâo Guimarâes Rosa, de Nikos Kazantzakis o del
cantautor mexicano José Alfredo Jiménez, precisamente cuando todos los tiros de
la crítica iban a emparentarlo con autores del entonces recién nacido boom
suramericano: García Márquez, Vargas Llosa, Onetti...
*
El castellano hablado en Canarias, o habla
canaria, utilizado por Ramírez es, dentro del abanico de posibilidades
insulares, algo muy desplegable como habla rural, urbana, costera, de barriada,
etc. De un barrio periférico de cualquier población urbana insular, pues hay un
evidente arrastre o deje, una coloración lingüística tan específica en esa
habla escrita que no podríamos asimilarla al hablar de un maúro, de un mago,
de un roncote y, mucho menos, a la de un hombre culto. Habla de risco
es, pues habla risquera le pondremos.
Veamos
que este castellano risquero con tal alto grado de mestizamiento es mitad
documental, mitad invención del autor. Ramírez se permite felices
transgresiones léxicas, casi siempre legítimas dentro del sistema derivativo
imaginario del habla isleña.
La
base de ese sistema es un léxico de aluvión bastante asentado en el idiolecto
común de los canarios, al que se suma una sintaxis muy suelta en apoyo
renovador. Lenguaje de madurez criolla que el lector vindicará en seguida como
su propiedad significante, librado desde las primeras líneas al juego de las
asociaciones. Pues es el lector quien cede en el pulso que le echa el autor con
su fuerza emotiva.
Dicho
lenguaje aporta términos procedentes de indianos regresados del Caribe y
Suramérica. Tales como vacilón, vainada, pibita, que el autor coteja con
otros términos de su invención: jairadas, baifadas, añusgo, paseoso,
enseriado, etc. Anota Ramírez la flora (ahulagas, alsándara, poleo),
las características personales (carpetudo, burletero, babieca, mosqueado)
e, incluso, de las últimas fases de aluvión lingüístico, pueden surgir marihuanado,
marihuanadores. O, mismamente, la marabunta, como una situación
limítrofe al desastre.
El
modo de anotar giros dialectales es muy personal suyo: escribirá más
limpiadita mujer cuando en textos costumbristas se anotaba mal
impriadita (en ambos está el original: mal empleadita). Otras veces
algún término literario se desliza contra el uso habitual, como sucede en arcadas
o soterrar, prueba evidente de que el autor no quiere soltar amarres con
la lengua madre escrita.
El
lector encontrará también bastantes diminutivos que matizan la ironía, la
emotividad, el cariño, la fanfarronería, el despecho o la dulzura familiar, en
un amplio registro que la unidad textual admite e integra como términos vivos y
lenguaje congruente. Sucede igual con otras formas idiomáticas: verbos,
adjetivos, cuando expresan los altibajos psíquicos y fisiológicos de los
personajes. Que subrayan una intimidación afectiva y sensorial común en ciertas
épocas comunes a todos los mortales: el despertar de los instintos sexuales y
emotivos.
Si en la lengua usada por V.R. hay estas
particularidades, otro tanto sucede a lo contado: esa parábola que el autor
traza sobre la identidad más general del canario. El presentimiento, pongamos
por caso, tiene un papel muy notable en los textos.
El
narrador, o los seres narrados, presienten sucesos y acciones posibles por gestos
que parecen delatarlos, todo un resorte psicológico elemental del conocimiento
directo. Relatos de sentimientos, lo son también de sensaciones carnales,
climáticas y caracteriales bastante fluidas.
Pues
le apetece a su autor hacer retratos contemporáneos a la luz de algunos
sentimientos básicos de su pueblo en estado intuitivo, los expresará
sensorialmente. Por ejemplo, cuando Blasín ve al desalmado Rimero saliendo de
su casa: "la calle fue una sensación de heladez que me pinchó las
pantorrillas, una idea brumosa y mala, desgarradora, ingrata, perra, que se me
trincó dolorosa en la mente, fue unas ganas de morirme allí mismo o de tener
las suficientes pelotas para cortarle el gaznate a aquel descastado".
Con registros sensoriales y léxicos tan acusados
no es mera formalidad que llamemos a la de Ramírez prosa realista o naturalista
y -en su exceso- una prosa cercana a la literatura negra. O, al menos, que se
ve tintada de un espacio social que ve la vida en negro.
Aunque
estos seres de guiñol atraviesan un delicioso laberinto de sensaciones, única
compensación que la ficción ramiriana les ofrece. En cualquier narrativa hay
muñecos vestidos como un Hamlet de barriada que tan sólo se animan durante la
noche impresa...
*
Llega el momento de mostrar la clave psíquica de
los textos y personajes de nuestro autor. Veamos antes de cerca a estos
últimos. Por un lado Blasín, el que contaba de carretilla en Cada cual
arrastra su sombra; ese
muchacho que se ve a sí mismo como un cobarde, miedoso y vengativo.
Seguimos
su regreso a casa, su noviazgo, el acoso que su madre sufre por parte del
Rimero. Por otro lado está la madre, que se desahoga pensando no ser escuchada
y de ese modo desata un pasado que compromete a Blasín a plantearse un Hamlet
risquero.
Por
una esquina del texto aparecen dos borrachos que necesitaban hablar con
alguien, engatusar a sus respectivas soledades. Tras los presentimientos de
Blasín llega la convicción de la doble culpabilidad del Rimero. Y la venganza:
la honra de sus padres queda rescatada.
Blasín es un personaje bastante sufridor,
pasando por un drenaje ansioso pero lento. Sus angustias son en realidad
pasiones fronterizas: los celos, el orgullo, la honra, la urgencia libidinal. A
personaje tan intenso, intensas sensaciones ("los temblores eran a
matarme"): nervios, tristeza, depresión.
El
tenso y deprimido Blasín sólo descansará sublimándose en la venganza, pero
también en el ejercicio de nadar o en una borrachera de sol. (Esto último trae
a la mente aquel entorno de playa argelina de El Extranjero, de Albert Camus.) Blasín tiene la encarnadura
suficiente para ilustrar la tragedia de la no-aceptación. Su motricidad
anímica encadena todas las urgencias de sus despiertos instintos sexuales y
emotivos.
Puede
decirse que respiramos aliviados cuando leemos que reconoce ser un camello
de bruto y que volverá al bungalow donde descubriera la falta de virginidad
de su reciente esposa, a pedirle perdón. Pedir perdón es otra ocasión
límite en los personajes ramirianos: lo más difícil para un orgulloso cobarde.
Pensamos
entonces que Blasín llegará a ser el hombre que busca ser cuando use su
inteligencia, cuando asuma la realidad. Pues hasta ahora ha sido únicamente un
ser desasistido -que no se asiste- y desasumido -que no se asume.
Muy parejo a estas características es el
protagonista de El arranque, segunda narración de este volumen. Otro muchacho traumatizado,
esta vez debido a su alergia al olor corporal femenino. Lo vemos progresar
argumentalmente en línea recta, contándole a un alguien cualquiera su vida.
En
otro lugar hemos creído ver en ese interlocutor un amigo no tan fugaz como
parece ser, sino más bien cómplice: ¿es acaso el lector? Cuando este
protagonista sin nombre descubre que la primera mujer tolerable en su vida es
un travestí, que además le roba, sufre un arranque: regalará su
hermoso piso en un bloque recién construido a una familia que está en la calle,
es decir, que ha sido desahuciada. Ese ser desarraigado y apocado es, al igual
que Blasín, un convulso pasional que desea afirmarse cuestionando su
masculinidad.
Le
veremos superar de un modo físico todas las decepciones, las obsesiones, las
depresiones, arrebatos, sospechas, ansiedades y comezones que se cruzan en su
vida de hipersensible. Nada más físico, en verdad, que la célebre carcajada que
lo hizo lagrimar y orinar unas gotitas, como acaba el relato.
Sus reflexiones se extenderán mucho, al
contrario que en Blasín, al mundo exterior: a la sospechosa superioridad social
que manifiesta la clase en el Poder; su modo de medrar sin escrúpulos, los
privilegios que detentan, la corrupción e inutilidad manifiesta de las
instituciones. Un catálogo de temática social que, en resumidas cuentas, sólo
por aparecer en 1971 significará una lectura ideológica de la realidad en clave
literaria.Y un notorio pronunciamiento escrito que alinea de algún modo a su
autor con la parcela social más en precario, quedando ambos conformes en la
lucidez de la rebeldía y en la impotencia cobarde del que se regodea con el
daño ajeno. Aporte tan valioso de
conocimiento social se revela paralelo a la presión ejercida sobre el
conocimiento psíquico. Esa toma dual de conciencia se refiere pues, doblemente,
a la cuestión de la identidad personal y a la identidad común. Víctor Ramírez
nos está hablando en progresión simultánea de sí mismo y de su raza de
barriada, perdedores encastillados en sus trece.
Cualquier lector reconoce que se ha identificado
o no con la historia contada: son los pasos previos a la toma de identidad en
que nacen tales postulados narrativos. Desde una posición clasista es más fácil
tomar conciencia de clase.
Fueron
aquellos años de estrecheces, racionamiento; bastaba sobrevivirse por instinto.
La provisionalidad que alcanza a todos los campos acentúa los estigmas del
coloniaje en la gente pobre y -dirá el autor- la hace cobarde.
Así contadas, todas las características que
cuadran con el retrato-robot de la clase retratada nos resultan señas de
identidad muy familiares, todo es desvelamiento. Piénsese en el discurso
directo de los personajes donde un estado anímico despliega consecutivamente la
ansiedad, la intolerancia, el cariño familiar, la indolencia, la solidaridad de
barrio, la fanfarronería, el alcohol, el machismo irredento, la dañina
costumbre de pensar con el corazón y esa pulsión erótica, nudo gordiano de lo
que es contado: Mal asunto el que se te clave una hembra entre ceja y ceja
(...) El ansia de poseerla te desquicia.
Ya
desde el simple retrato inicial de los protagonistas se advierte en ellos esa
comezón de la libido, ese malestar psíquico que resulta de una represión sexual
aún por entonces no superada. Es este un punto muy decisivo en la obra de
Ramírez: la sexualidad es una puesta en juego de nuestra identidad. Personajes
en busca de su identidad son una presencia genérica en nuestro autor.
Lo
que nunca queda claro es si el mismo autor plantea con espíritu alternativo los
ideales de realización personal o de emancipación social que ilustran sus
textos con ejemplos de lo contrario. Queda saber si el autor se asume: ésa es
la incógnita que mantiene con dos novelas siempre inéditas e inacabadas.
Por otro lado, está claro para nosotros que, en
una sociedad subdesarrollada de dominante matriarcal, la condición masculina se
ve fácilmente asaltada por una suerte de intimidación emotiva, por una
insatisfacción de lo que se supone sean sus funciones, lo cual implica un serio
obstáculo en su realización social. Ello unido a las endemias psicomotrices del
coloniaje hace que puedan darse habitualmente por la calle hombres y mujeres
desasistidos y desasumidos en su afirmación vital. De ahí a plantearse
situaciones edípicas características va sólo un paso: el apalabramiento
literario. Cuando Blasín venga a su padre se da una rebelión simbólica muy
genuina en este medio social, tan antigua como es en la tradición cuentística y
mitológica a niveles terráqueos...
En
esa situación se encuentran esos hombres sin geografía ni gentilicio
detectables, pues el texto los evita cuidadosamente. La toma de distancia
simbólica que hace el autor, desdoblado como persona/pueblo y la limitación
caracterial al único barrio/mundo de toda la obra posterior de Ramírez están
ejercitando un calado antropológico y simbólico de la forma de vida de un lugar
que pudiera, incluso, ser el Archipiélago.
Hay
aquí un pueblo desprevenido de su conocimiento, asustado por su crecimiento sin
transición y la sexualidad es la primera piedra étnica, que no la única, en el
camino de la rehabilitación dentro de una sociedad civil: el sueño de contar
solamente como personas. Que cada cual aguante su vela, arrastre su
sombra. La educación y la cultura -parece añadir Ramírez- serán la
única alternativa posible a este estado patológico de cosas. Algo necesario y
urgente en un país donde se repite como emblema y seña tribal que la
ignorancia es atrevida.
*
Una vez hemos recorrido los accesos que
proponíamos a los textos de Ramírez, procuraremos hacer un resumen de las ideas
fundamentales que nos trae su relectura. Creemos que van ustedes a leer a
continuación dos de los mejores bloques en prosa de la literatura hecha
este siglo en Canarias; de los contados que podrán sobrepasar el siglo
con holgura cualitativa.
Creemos
también que debería no haber un V.R., sino diez, cien autores como él
para revolucionar la pobre inercia literaria, cultural y social de las Islas,
donde sigue sucediendo que unos pocos autores se lean entre sí. Soñamos incluso
con cien mil lectores isleños -y de hablantes isleños transterrados a América-
como una primera etapa hacia la normalización cultural. Tan sólo fuera para que
esos cien buenos autores sean gratificados en vida con una atención lectora y
así puedan morir, por una vez, satisfechos.
Que
no se quemen en la hosca ceguera de sus contemporáneos, pues no hay peor
quemadura para quien escribe que saberse no suficientemente leído, ya sea por
la emblemática ignorancia ambiental, por la falta de hábito lector en la era de
la imagen o por dependencias varias.
Ante estos textos creemos encontrarnos con unas
raras piezas de prosa intencional que substrae lo literario de lo vivo;
con alguien que se sirve de técnicas léxicas y narrativas bastante nuevas en la
literatura escrita en nuestro idioma, homologándose de ese modo a otras áreas
geográficas de la lengua española. Creemos estar frente a una factura creativa
que, en su conjunto, cumple su propuesta de intenciones: dar a entender que la
materialidad de lo contado es, por habitual, creíble, comprobable más allá de
los arquetipos literarios. Una obra donde la psicología de sus personajes
revela una manifiesta patología del tejido social, trasunto de la unión de
individualidades tocadas por el polo negativo de lo insular.
Opinamos
que el formato expresivo de las dos narraciones de Ramírez vehiculan una
renovación directa de ciertos planteos ideológicos y caracteriales siempre
aplazados, cuales son los puntos oscuros evidenciables en el conocimiento de un
ser canario y un estar en Canarias, sólo que vistos desde la óptica inerme de
la Literatura. Sabemos, no obstante, que este visionado humano en lo individual
sobre la tribu paciente de los suburbios, y el tejido social auscultado por el
lado más perentorio, son textos intencionales de un tono que ya se anunciaba en
las Letras Canarias.
No
otra cosa anuncian La Lapa de Angel Guerra, los cuentos de Bermejo, el primer Isaac de
Vega y, por favor, no olvidemos aquel relato graciosero de Ignacio
Aldecoa (Parte de una historia) ciertamente escrito en Canarias, el cual juzgamos muy
importante como visión externa de nuestro estar.
También hay constancia de que en Ramírez hay un
grado -más que exigible en los autores noveles- de valentía textual
que secunda la línea tendenciosa que Cada cual arrastra su sombra está expresando. Será incluso un documento
básico que nos ayude a comprender qué tipo de gente somos en este lugar y este
tiempo, qué tipo de obstáculos se oponen a nuestra externalización personal y
social para que apliquemos una fuerza reactiva opuesta, no cediendo a la
intimidación emotiva, priorizando la seguridad y el bienestar sobre la magua
dependiente.
Creemos
que es ahí donde duele, y donde se cifra el valor fundamental de estos relatos:
la tremenda bronca que Ramírez se echa a sí mismo en los demás nos
concierne como lectores solitarios y cómplices. Pero nos concierne igualmente
como colectivo general: es un aldabonazo que resuena aún hoy, cuando han pasado
cerca de dos decenios de ser escritos.
Leamos
pues estos cuentos despacito, porque son un elemento auxiliar de
autoconocimiento y de resolución en algunas cuestiones de identidad aún
pendientes de debate. Veamos cómo la escritura, ese bien social en blanco y
negro, sigue divirtiéndonos y advirtiéndonos sin tregua.
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