PRÓLOGO A DIOSNOSLIBRE
POR
ÁNGEL SÁNCHEZ
DECIR QUE existe una importante
narrativa en la Canarias de la postguerra parece ser un hecho suficientemente
convergente y reconocido en la opinión de todo el que haya seguido de cerca la
vida cultural en las Islas, como para poner en discusión sus atributos desde un
principio. Atribuciones de calidad en función de la cantidad, la misma
nomenclatura: «canaria» o «en Canarias», suelen ser los detalles más en
controversia cuando se intenta evaluar el fenómeno
Se ha insistido, sin embargo,
relativamente poco en la dimensión múltiple que alcanza la ofensiva editorial
conocida en los años 70 como el boom de la narrativa, por lo que dedicaremos a
aquella dimensión unas líneas previas al autor que nos ocupa, tratando de
acercamos al particular de Víctor Ramírez desde un punto de acceso descriptivo
más general
La narrativa
en Canarias, esto
es,
ponerse a escribir prosa, siempre
fue una actividad
literaria opcional en segundo o tercer
grado, y pocas veces relevante, una tensión de posibilidad frente a la madura extensión
poética. No podrá olvidarse excepcionalmente el avatar
de un Pérez Galdós, fecundo escritor canario,
aunque sin Canarias.
El
proceso de consolidación -por
primera vez en los tiempos modernos-
de un movimiento
literario joven
en coexistencia
con generaciones precedentes que, por circunstancias históricas, dejaron de expresarse después de la guerra
civil española, fue rápido. La
conjunción astral, por
efecto
de
mutua atracción,
entre fetasianos, surrealistas
y nuevos autores en
edición de bolsillo
parece mucho más atractiva
vista en bloque
que desde el estrecho
panorama de un simple boom
de noveles. Por
ello percibimos mejor los
elementos del todo hablando de ofensiva
editorial, y es éste el primer rasgo
que me apresuro a apuntar
como relevante para comprender mejor
aquel conglomerado generacional que enlaza, de alguna forma, con la generación
vanguardista de gaceta
de
arte.
Es
todo un síntoma, por ejemplo, el hecho de que
fuera en una de las
heroicas editoras de esos años -Taller de Ediciones JB- donde
saliera
la primera edición popular
de Crimen, de Agustín Espinosa.
Con ella, con la
que debe ser contrastada
como la gran novela
surrealista española
de la época, se quiere hacer sin duda justicia a
un desconocimiento.
Pero se quiere dar
igualmente un paso simbólico:
religar
concienzudamente un acceso al brillante periodo anterior, cruzando el
puente sobre el vacío inerme que las circunstancias políticas ejercieron
en la
cultura de las islas. Creo
pues que esta pieza editorial dará su primer
sentido a la
narrativa surgida en los años 70 al religar de algún modo -en amplitud y en
edición de bolsillo-el largo
tramo que, entretanto, ocuparan la poesía y el periodismo en nuestra vida
literaria local. La
poesía
manteniéndose como una
ética -se ha dicho-
en espera de poder
ser compartida con la
prosa.
Y no es que la prosa
estuviera cautiva solamente a la fuerza de una
censura estatal, sino por
motivo de esa
censura individual, más temible aún que tiene fundamentos caracteriológicos. Quiero decir: de ese probado
ánimo novelero y no novelístico que
solemos atribuirnos
los
canaríos, falto de fuelle prosaico,
que se contenta
con meditar en verso
y no de resolver en prosa.
Por fortuna hubo
un hecho editorial y un hecho de voluntad
coincidentes. Las decenas
de novelas canarias
que pueblan estos últimos quince
años creo que prueban, sobre todo,
una maduración de voluntad
en el escritor isleño, coartado siempre por
la pereza ambiental y
la falta de estímulos editoriales, a la
hora de ponerse a escribir la cantidad suficiente de folios para que
el producto final pueda considerarse novela.
La eclosión de tal aglomerado de generaciones trae también
la aparición de un soporte promocional que resulta
decisivo para que pudiese
ocurrir. Un soporte de difusión que
se
sale por primera vez de los cauces restrictivos de la edición
de autor. En ello estriba la
segunda característica general que puede
aportarnos
la comprensión extensiva del fenómeno: no se trata de un
hecho sólo relativo al
campo de la literatura, sino que trae aparejado un cauce de difusión cultural que
va a contar con un aporte comunicacional y publicitario adecuados.
En este caso se trató
del aporte de los medios de comunición canarios
y nacionales, que siguiendo las pautas del mecadismo
y el
consumo, lo presentaron como
un boom, tal vez
como continuación de aquel otro
que promocionó la nueva
narrativa hispanoamericana.
Se
trataba de difundir operativamente a lo que se llamó
desde
la metrópoli «los narraguanches», con
un exceso étnico en
la calificación que
probaba el grado de desconocimiento
que se tenía
en la Península
de las letras insulares. Claro
está
que nuestra narrativa surgía poco menos que de la edad de piedra
tallada,
tal era el escaso
aporte insular a la narrativa hispánica
hasta esas fechas.
La
expansión de los nuevosos narradores trasciende pues
y se difunde entre el estudiantado, en
la investigación universitaria,
siendo acogida por una crítica
cada vez más cualificada para observarlos. Todas
estas condiciones unidas harán que podamos considerar dicho brote narrativo como
una perfecta unión de factores, cuyo producto final deba
tenerse como un
claro motivo de avance socio-cultural
en el maltrecho campo de este tipo de
necesidades seculares. Necesidades que
venían
siendo tan urgentes como
la de contar con autores canarios
contemporáneos en
los
anaqueles de las
bibliotecas públicas y privadas de las Islas.
Al
darse las condiciones oportunas, no le es difícil a
esta
avanzadilla alcanzar la ocasión
de consolidarse -a pesar
de los distintos presupuestos
que informan a cada autor
por separado- con un espíritu de
vanguardia después de tan
indeciso periodo de letargo
y retroceso creativo,
en el que la literatura
costumbrista, la canariada, había tomado
un rol representativo de «canariedad». Así pues, al coincidir
la provechosa coyuntura de publicar
a cuenta ajena con el serio esfuerzo de voluntad que, decíamos, significa al fin
y al cabo ponerse a escribir aquí una novela,
estos dos rasgos pudieron
observarse con cierto interés; como un
nuevo modelo de comportamiento, significando
con ello que algo se estaba avanzando hacia
la normalización socio-cultural.
Una vez superada la
avalancha de los nuevos textos y pasada la primera
fiebre, podrá decirse que
de aquella profusión generacional van a
despegar
definitivamente algunas individualidades, las cuales se mantienen
vigentes o persisten
en novelar
contra
viento y marea; y que
serán Historia de la Literatura, no sabremos nunca
si «canaria» o «en Canarias»...
*
¿Qué ha llevado a
Víctor
Ramírez a convertirse en
uno de los autores
punteros en interés, dentro
de
este encuentro de voluntades y
coyuntura editorial? ¿En
qué podemos basarnos para
decir que Ramírez -cuya
primera novela aún se hace esperar- es uno
de los autores que ha concitado más
expectativas?
Seguramente porque se espera igual intensidad
en sus novelas que la
prometida vía narración
corta; intensidad que sus
lectores encuentran en función de una estilística diferencial y en
la especial sensibilidad social de sus
argumentos. Estilística y
conciencia social creemos que
son los
factores que han llevado a
Ramírez a cierto grado
de novedad y de implantación
cualitativa
entre los miembros de su generación.
Estas
líneas intentan hacer
una cala en los datos ofrecidos
a través de los textos de este maestro
de
escuela de barriada obrera que
brinda -y
confunde- habitualmente escritura,
pedagogía, indignación y amistad. Quisieran ayudar a que
sepamos aproximarnos mejor a las páginas de un
escritor
que se contradice en
la humildad soberbia de
su
vida textual, como
espejo que es de contradicciones generales que
a todos nos alcanzan.
Desde que en 1972 su primer texto narrativo, Cada cual
arrastra su
sombra, causara
cierta conmoción en
la inevitable laxitud de la prosa
insular coetánea, hasta el momento actual, en
el
que parece haber echado el resto
en su último cuento, "Diosnoslibre", largo ha
sido el camino
recorrido por el autor para consolidar
su originalidad
expresiva en el
terreno
de la prosa corta de las Islas. Luchando, bien
es verdad, con ciertos
inconvenientes en su contra.
Por ejemplo: no obedeciendo totalmente a las pautas difusoras de la
ofensiva editorial que
hemos descrito, antes bien,
persistiendo en la
edición de autor, de difusión artesanal y mínima. O
manteniéndose marginal al proceso
de
creación de imagen que
suele catapultar a otros autores.
Ofreciendo, a
cambio, una imagen promocional bronca
y primaria, de difícil asimilación a la
complaciente media habitual con que
se
entra en la república
literaria.
Con todo, es posible que sean
estas pautas de
comportamiento editorial y social las más
coherentes con
la significación
de su escritura, como tendremos ocasión de anotar
más adelante.
Tres serían, a
mi juicio, las aportaciones fundamentales de Víctor Ramírez
a la prosa narrativa insular del
último decenio: a) un realismo
tendencioso, es decir, escritura con determinada finalidad;
b) su
implicación social; y c) nuevas aportaciones
estilísticas,
en especial sus conquistas personales en el área
del lenguaje.
Decir
que Ramírez se sitúa en
la literatura con
un grado de objetividad al
que siempre hemos llamado realismo
es bastante engañoso, puesto que
aun el realismo fotográfico
deja
de
serlo minutos después y pasa
a ser segmento histórico secuestrado
en el instante de su
fijación, sobre el que la
realidad avanza
en su imparable marcha
espacio-temporal.
Realismo,
considerado ampliamente,
sería algo específico de la
retransmisión en
directo; todo
lo demás es realismo en diferido.
Así pues, en la
relatividad
del término, podríamos decir que
Ramírez
es aproximadamente realista, si con
realismo quiere decirse que su punto
de partida es la realidad
inmediata del medio
y de las personas de su lugar y época, tanto como
si
realismo es situarse cabalmente
en la realidad
del
lenguaje. O en el seguimiento de las formas más elaboradas de la última literatura en castellano.
Hasta aquí es cierto su entronque con la realidad, si
resumimos diciendo que su escritura es contemporánea
a los estímulos creativos de la
sincronía.
El
lado engañoso, o incompleto, de fijarlo como realista vendrá dado por su aparición en un
contexto
específico.
Pues, a poco que
se
observe en la literatura
de todo el siglo, el realismo se
ha entendido muchas
veces en la prosa escrita en Canarias como una deriva
de
la literatura popular, una
desviación de sus múltiples funciones en un solo sentido:
aquel que ha quedado como localismo folklórico, costumbrista, tan cercano
al sainete y a la función caricaturesca.
La
necesidad de documentar vivamente la
originalidad de nuestro
modelo humano ha hecho que bastantes escritores insulares, con
aliento de novelistas, se hayan
refugiado en lo excesivamente local. Si alguna
consistencia funcional
tienen los tipos y
el lenguaje que despliega la
literatura
costumbrista, ella interesa primordialmente a la dialectología, dándose el caso
de
que, otras tantas veces, sea un
dialectólogo, doblado en
escritor
costumbrista, quien
acerque estos dos modelos de anotación
de la literatura popular
en sus productos editoriales.
Afortunadamente, de la
obra en prosa del grancanario Alonso Quesada - igualmente difundida en este último
decenio-
pueden deducirse provechosas comparaciones. Está
claro que Quesada, al inicio del
siglo,
rompió el cerco local al dejarnos reflexiones nada localistas de
nuestro ser interior -campesino
urbano
y cosmopolita-
dando lugar a una apertura estilística digna
del nivel de la
prosa española coetánea. Apertura
que narradores posteriores procurarán seguir: ahí están los textos de Miguel
Sarmiento, Ángel Guerra,
los de Claudio de
la Torre o Enrique Nácher, cada
vez más expansivos. Hasta
llegar
a la madurez de planteamientos
universales que
reflejan novelas más
cercanas a nosotros, como la
citada Crimen, o Guad, o Mararía...
También
Ramírez intentará que el pequeño solar de realidad que
le sirve de punto de apoyo catapulte algo
tan sencillo como es la
condición humana -esa
especie observable en
cualquier
lugar del planeta- siguiendo
en ello la aseveración de que
aun el escritor más local, si obra con estilo
y verdad, queda incluido de inmediato en categorías universales. Podría
decirse que Ramírez
es objetivo no
mas allá de confundir la
realidad con
su analogía impresa.
En este sentido
es del rango
de los escritores realistas porque, más que
dar una realidad pautada, reproduce otra realidad
que es continuidad de lo tomado en vivo, creando un modelo híbrido de realismo y posibilidad de ruptura. Puesto que -y eso lo
tiene él muy claro-
realidad no
es igual a
verdad; mentirá en muchas historias, trazará hipérboles, pero nunca para engañar. Sí para intoxicar
con la verdad ofrecida
de
lado.
No es difícil leer
en sus cuentos algún que
otro aforismo sobre las cuestiones a las que
concede el máximo
alcance moral, tales como la
cobardía, la verdad y la mentira. Así es como hablará
de «mentiras de verdad», de «la verdad menos mentirosa». Creará historias mentirosas: "esta historia, como
todas, también
mentía. Pero no engaña (...)"
(en
«Hedor de esquirola»).
La apariencia de los hechos no deja de ser vivencial: muchas de sus tramas argumentales desarrollan el
modelo de 'un sucedido'; 'un caso', 'un
cuento', tal como
el habla describe la relación
oral. En algún cuento,
el
delito es "un casual, cosa de las copas"; otras veces reproduce
la secuencia que
introduce el testimonio
oral: "me pasó
un caso" (en "Pero como si no").
Esto quiere decir
que la
base
real no es cuestionable como
punto
de partida, y que la
realidad mentirosa es mucho menos que
un artificio.
Aceptemos pues que Ramírez trabaja en base a un segmento bastante extenso
de la raíz real: la oralidad. Que atiende a lo más verosímil que le
dan las pautas de realismo de la
oralidad, pero también
que este dato contrastable pueda discurrir
según su voluntad
intencional, esto
es:
su tendencia. El modo en que
Ramírez toma el pulso
a ese medio físico y humano que habitualmente describe no
será, en todo caso,
sólo
documental, fisiológico,
sino
que será
sobre todo interpretativo.
Si
tomáramos como cauce de interpretación su modelo
de creación crítica -su "puesta en literatura"- diríamos que
el
modelo de interpretación
lingüística que
opera en Víctor Ramírez revela
su ambición por llegar
a penetrar en el lenguaje
como desvelador de ideología. Parece suficientemente claro que
hay una
gramática de los actos, que
el
habla la ha recogido y es preciso
hacerla visible. Si,
además de hacerse visible, surge un sistema
mitopoético que
rehúye objetivar disciplinariamente lo
más vivo, pasando solamente al papel lo que
se
preste más a la parábola intencional,
entonces tenemos una selección de intenciones, una tendencia.
Es
esa voluntad selectiva e interpretativa,
que quiere trascender
a la categoría de las ideas, a lo
que llamamos tendencia. El realismo
tendencioso
de nuestro autor querrá operar
tanto
en la descriptiva fisiológica del
cuerpo social, o sea: en
el
comportamiento de humanos
en grupo, como en el más específicamente individual cuyo acto
fisiológico
más llano es la oralidad.
El
habla será de este modo
prueba de facto de
realidades grupales e individuales, hasta
el punto en que desvele posiciones vitales. Pero
no el habla en toma directa,
sino
un habla
muy
singular, tan
recreada en el texto
como las personas
que la ejercen como
ideario,
y engarzada
en un nuevo concepto de tiempo que
vertebra la fragmentariedad.
Aquí reside una
de
las perplejidades que nos encontramos
frente a un
autor
como Ramírez: el hecho
de que, haciendo una
literatura
popular, los medios puestos a
tal
fin en la página dificultan la
comprensión extensa
de
su
discurso. Más adelante tendremos ocasión de ver
cómo estas dificultades
de acceso son voluntarias en
Ramírez, al no tratar
de hacer accesible
el modelo especular
y -diríamos- tóxico de
su
narrativa, haciéndola
muchas
veces tortuosa como la vida misma.
*
Tal
vez sea en el relato
titulado “El escritor y un miedo más” -del que existe una primera versión sucinta (Málaga, 1980) y otra definitiva incluida
en
“Lo más hermoso de mi vida” (Las Palmas, 1982), presente en esta edición- una de las pocas ocasiones
en que Víctor Ramírez se desdobla conscientemente en autor y personaje
para darnos algunas taxias
de su pausa vital
y de
su oficio, para descubrirnos el
origen de sus opciones como escritor.
A
la crisis creativa de quien escribe en solitario sucederá el relato que
le
hace un habitual en la
tienda del barrio, alrededor de unas copas. Con ello
está
tal vez queriendo decir
nuestro autor que la creación in
vitro lo paraliza, lo lleva al
terreno baldío de la inseguridad expresiva; que será la
contaminación con la vida
latiente del 'sucedido' lo
que le haga escribir.
A niveles de origen
de
su escritura
estamos descubriendo
en
este relato
tanto las
rutinas
del
escritor autocensurado como
la propia escatalogía de mostrador, sin obstáculos; pero, sobre todo, la función del
'sucedido' desvelando el
procedimiento más general en su obra. Sucedidos relatados en la barra de una tienda, recreados oralmente por quien sirve
de vehículo, son los que despiertan
su
curiosidad (“Ahí me empecé a interesar
por
el cuento”, dirá en otro relato) y pasan a ser elaboración literaria, una
vez el autor lo recompone didácticamente, con intención ideológica, con la
tendencia electiva
y expresiva que le es propia.
Como puede observarse, este relato
dice mucho del Víctor Ramírez
escritor,
diametralmente interesado por el 'sucedido' y su fabulación,
repartido entre
el
dato y la alegoría, ensamblador
de las dos o más partes del todo para
seguir
las
leyes literarias de
la parábola. De su
inclusión en
el terreno de las formas perdurables. Por
esta
razón es importante que
sepamos con claridad
tanto
lo que
cuenta, por
qué lo
cuenta y el modo en
que nos lo cuenta.
La cotidianeidad
con señas y visos reales no llega
a ser tergiversada,
sino
transcrita con voluntad de efecto didáctico, aunque
los
seres habituales queden victimados
como esperpentos, rehenes de una mitología
tendenciosa. Un
autor con tal capacidad de transposición de lo real
a lo imaginario no
necesita en verdad seguir
pautas de realismo
mágico, como se ha dicho de él, puesto
que tiene a mano un sertâo particular en los
Riscos, un Macondo
real al alcance de ser
recorrido por sus pies. Le bastará
tan sólo salir de su escritorio
para comprobarlo. El resto es más
difícil: escribir exigentemente.
Decíamos
que la implicación social es una de las facetas más destacadas
de Víctor Ramírez. Importa mucho,
a tal fin, explicar previamente cuál es el medio físico
y humano donde tienen
lugar los relatos. Su comprensión nos ofrecerá datos cercanos
del tejido social que aquéllos documentan.
Vamos pues a
tratar de aquella zona
de sombra de la realidad canaria
que no sólo los turistas ignoran, sino que
incluso
muchos canarios perciben como
lejana, creyendo -en
un exceso de esquematismo-
que el habitat suburbial se reduce al dominante, esto es: al recientemente surgido
como bloques de “viviendas sociales”
en descampado.
Los riscos son
una de las áreas naturales más
diferenciadas de la
ciudad,
desde el comienzo de la
disposición urbana. Son
barrios obreros
establecidos en
las
estribaciones rocosas que
limitan las capitales canarias
y algunos pueblos insulares. Es posible
que desde el mismo siglo
XV se hicieran
repartimientos de solar a los conquistadores y pobladores de la milicia, en
terreno llano.
Se
dejaba así la ladera
a la libre disposición de
los menesterosos, aprovechando muchas veces la existencia previa en ellos de un habitat troglodita.
Los riscos son
en realidad células de un
comportamiento campesino que
se resiste
a ser suburbano, donde los inmigrantes del interior han persistido
en la
zona arriscada de la servidumbre (recapitalizada
hoy como sector servicios, o terciario). Tienen una
población homogénea, fuertes relaciones vecinales basadas en intercambios
personales estrechos y continuos, impuestos por la
proximidad física, la intimidad y la
frecuencia del trato personal.
Son la zona urbana donde un
mayor número de gente conoce a sus vecinos de vista y de nombre, estableciéndose lazos de vecindad fuertes
y consistentes, así como
conexiones de clase entre
obreros no especializados y agricultores residuales, principal base social que
puebla
hoy los riscos de las
periferias urbanas. Tales relaciones vecinales, de algún modo complementarias, asumen la
forma espacial familiar, casi diríamos pueblerina, poniendo de relieve
el
concepto prevaleciente de solidaridad.
La necesidad de ayuda mutua, de sociabilidad
personal y solidaridad social, es grande.
Naturalmente que, en
tal
estado de cosas, donde todos
conocen la vida y milagros de los demás, se tienen las condiciones positivas de toda comunidad tradicional estable y
arraigada. Pero, en lugar
tan estrecho, aparecen
también
fricciones entre grupos o individuos. Es así como
surgen vecinos enralados o
peleados que pasan
del uno al
otro extremo con los impulsos primarios propios de un escaso nivel cultural. Es, en este sentido,
el
vecindario risquero
terreno de cultivo
donde surgen
pasiones limítrofes
con la insania y, como suele decirse, cariños
que matan.
Dentro
de
estas fronteras físicas y simbólicas será
la utilización
de los servicios -tiendas, tabernas, bancos de la plaza, sociedades recreativas-
el índice comunicacional
de la propia existencia del
vecindario. El cafetín, el
bochinche o la tiendita toman el lugar
de mentidero público, son
lugar de encuentro, esto es: de coordinación
e intercambio
social.
Lugares -todo hay que decirlo- son
donde la palabra cruzada no excluye el ensimismamiento televisivo que
parece ser general en
la población, pasada
cierta hora de la
tarde. Los varones pisan
más la calle y frecuentan más que
las
mujeres estos lugares: las copas, el juego,
la conversada. En las azoteas, las vecinas lavan y tienden la
ropa, riegan con mimo
sus helechos plantados en
latas y cajones vacíos, mientras cruzan
entre sí las pautas del matriarcado.
Es
en estos riscos
donde tiene vida y residencia habitual el paisaje
humano, o paisanaje, que
estimula
interiormente no sólo
lo narrado por Víctor
Ramírez, sino también
su modo de narrar. Es el terreno
elegido
por nuestro autor para contar con propiedad historias
-como he dicho en otra
parte- de magua, lumpen y desamor.
En espacio
tan localizable estas historias tocarían fondo muy pronto,
si
no fuera por el empeño
de Ramírez en extraer una mitología social que
dé forma a su opción interpretativa.
Mitología
que va a implicarle a
él, al vecindario
y al mismo lector, su
cómplice.
A
lo limitado de
la vivencia local opondrá
Ramírez su extralimitación creativa, dando forma a personajes que
sobrepasen
la estrecha
linde
de la
realidad, que
perforen el paraíso que
creíamos, a primera
vista, que eran los
riscos. De este procedimiento
compensador surgen seres alternativamente
sórdidos o cariñosos, broncos y leales, ambas cosas maximalizadas en
el límite mismo de la
crueldad mental, puesto
que el autor
parece estar seguro
de no poder cambiar la realidad
sólo con darles a
ellos vida
impresa.
A
una realidad dura
responde Ramírez con igual
dureza de formantes
creativos, si no remediando, al
menos paliando las imperfecciones del modelo
social. Solamente dando vida
a esos seres extremados, y que
en la
fuerza de la ficción obtengan
lo que
podríamos llamar una
revancha textual.
El
paraíso en que se mueven estos seres está poblado de
objetos familiares en la infancia y pubertad de los canarios del trasvase, cuando el antiguo orden no había logrado su expansión actual. Poblado de
olores a infusiones del repertorio doméstico
(“agüitas guisadas (...) buenas para...”), de
sorpresas temidas y anheladas en
tanto
indeseables. De dependencias mil
en el terreno familiar,
de convulsiones mil en
el
terreno social.
De
matriarcado asumido y compensado
con un machismo residual, efecto de la
insatisfacción
varonil por el hecho de no verse asumiendo
en casa el rol dirigente, paterno
y patriarcal. De sexualidad bronca o cómica, según la fuerza de los hechos que
medien en el
acto desencadenante.
No es, en
rigor, un paraíso reproductivo
de
la realidad social - proyección del entorno en su aspecto cuantitativo-
sino
que es el paraíso recreativo
y cualitativo (de
calidad paralela, o más bien
análoga, a lo
natural) donde irán a solazarse a gusto y olfato
los
apátridas. Éstos son los
que se han quedado atrás, en
la retaguardia suburbial, hacinados en
barriadas risqueras superpobladas. Los que
no han cogido del tren
del
progreso más que el vagón
del consumismo; los que
han sido instrumentalizados en
el
rol de carne apaleada. Aquellos que reciben
su ración de miseria en
el banquete de
la dependencia.
Estos
infortunados seres de las islas afortunadas parecen estar en las
páginas de Ramírez
con todo el vigor febril que
les da
su condición medio
masoquista, medio narcisista:
presumen de su
miseria con humildad
soberbia, se afanan
en sus errores, arrastran su sombra con
desdén menesteroso, si acaso
emigran. Otros son forasteros de aluvión, con
nomenclatura exótica: «el
tunicio», «el
fuereño», negros y
lapones...
Se
acomodan unos y otros en la
torpeza del amor contiguo,
de amores insanos, oníricos
o letalmente correspondidos. Son hijos
de la tierra que les
vio nacer, transfigurados
en letra
impresa para salir de
la fosa común de la
animalidad, de la dependencia. En
ellos estriba la
autenticidad del
narrador, si consideramos que
el
aspecto social se ve aquí reflejado con las naturales obsesiones electivas del autor.
Pues éste, naturalmente, los utiliza para sus
fines, les autoriza
a que muestren
su enorme
potencial de insociabilidad,
de soledad y, sin embargo,
de solidaridad de clase. En tal sentido,
Susa la Culona, el manco Guzmán,
Sasa, madre Andreíta Casiana, Meñique Revirado o «el mayor de los Ravelo» están presentes en función primera de realidad,
de primera enseñanza, al mismo
tiempo que en su segunda función de exceso humorístico
del autor.
Se
comportan como pequeños Gulliver, Robinsón o Calibán, funcionando
siempre como personajes de literatura parabólica, probando
las
tesis de su autor y dueño. Estos personajes delatan conflictos psicológicos y
sociales que, evidentemente, el autor está lejos de poder resolver, aunque
lo intenta.
Las parcelas donde Víctor Ramírez
puede incidir sobre una realidad social insatisfactoria
-con
intención de cambiarla-
son la
escritura y la
enseñanza,
sus dos pasiones exactas
y complementarias. A la primera la desdeñará como objeto
de
medro personal -resaltando si acaso
su función pedagógica-, prefiriendo ser socialmente irrelevante. En la
segunda vuelca su compromiso, no desdeñando presentar a sus alumnos la
propia literatura como
arma de doble filo.
Hemos llegado al punto en el
que debe concretarse cuál es el grado
exacto
de
lo que llamábamos su implicación en el campo
social,
con qué matices expresa
Ramírez su conciencia
social y cuáles serían sus postulados ideológicos. Estamos
frente a un autor que
toma su medio ambiente vital como
estereotipo y lo
hace telón de fondo que impulse otras historias
paralelas a la vida, para
él verdaderas, puesto que
esa
otra realidad opera
por analogía.
En efecto, Ramírez no sólo parece
querer
documentar
un estado de civilización
desde la experiencia
propia sino
que incluso quiere implicarse activamente en
ella, en función crítica, desplegando con crudeza
su conciencia social. No sólo
en la escritura, sino que
es
una actitud bastante
transparente en
su
vida personal, como
muestra en las entrevistas de prensa, radio o televisión. Se diría
que una única secuencia literarío- didáctico-ideológica da forma
a su fisonomía
total.
El
vertido que hace Víctor Ramírez de sus ideas políticas toma
cifra en una frase de Alfonso X el Sabio repetidamente citada
por él como un código que
viene
a desarrollar escuetamente sus convicciones personales: Siempre
pugnaron
los tiranos que los de
su
señorío fueran necios
et
medrosos. Con este juicio contamina
Ramírez su mundo personal en
una línea de denuncia que atiende
a dos polos concretos: por un
lado, la ignorancia;
por otro, la corrupción, ambas interactuando entre los desposeídos de la tierra y los
poderosos.
La ignorancia y el miedo son para él las dos coordenadas de esta sociedad,
tal
como declarara en
su ponencia del Primer Encuentro de Narrativa
Canaria (Ateneo de La Laguna, 1982). La pervivencia de una sociedad jerarquizada por medio de
la ignorancia, la corrupción, la mentira
y el
miedo serán el
caballo de batalla
en el que correrá nuestro
autor sobre temas tales como la
religión,
la milicia y la política, diseñando
pautas de interpretación históricas -antimilitarismo,
anticlericalismo,
antijerarquización- claramente anarquistas. Es la suya, sin embargo,
una tendencia anarco-visceral
más atenta a defender las causas previamente
perdidas
que las empatadas con coherencia.
Con la indefensión y
el amedrentamiento como
motivos centrales parece pues
bastante lógico que
titulara su primera
recopilación Cuentos cobardes puesto que
la ignorancia genera la
cobardía, el servilismo,
el miedo y, finalmente, arrastra
toda la mitología creada por las clases humildes para
sobrellevarlos.
Del
miedo surgen
los
conflictos en el ambiente de ladera, en
la familia, la infancia,
la tienda.
Causan la anormalidad genética, el desamor,
la precariedad emocional, la
soledad humana, los golpes bajos que da la
vida y los consuelos buscados para malvivir arrastrándose, para
ese
«ir tirando» secular
en el Archipiélago.
“Fuera del miedo nada
nos ha quedado que nos haga avanzar”, “la
mentira es poderosa porque ya
la verdad no existe, porque desde la aurora de las épocas ha
desertado” -dirá en “Ojo de pulga”.
Con todos estos presupuestos -más éticos
que políticos, diríamos-, juzgar la
escritura de Ramírez como hecho literario unívoco nos
parece una forma errónea de abordarla,
ya que
su
obra supera el carácter
textual y
trasciende a la textura de
la condición isleña,
poniendo de relieve otra
textualidad identificadora
y, como se ha dicho, interpretativa.
Según
su óptica personal, “existe un
complejo de inferioridad en los
bastardos (...) y si queremos indagar en
la personalidad actual de
nuestros paisanos, al dicho complejo
habremos de recurrir (...)
Nuestro
pueblo, a nivel individual y colectivo, se siente despadrado. Sabe,
instintivamente, que el padre que le han endilgado
no es el suyo de por sí.
Lo
sabe, lo sabe. Y sabe,
que es lo menos grave, y sabe que jamás conocerá su identidad, que tendrá que construirse ésta, porque, a fin de
cuentas y si
de
una vez nos encaramos con la menos mentirosa de las verdades, somos un pueblo
hijo de muchas leches, dispensen la expresión» (en
“Ojo de pulga”).
Como puede observarse, se trata de
un fragmento directo donde
Ramírez está globalizando lapidariamente su visión pancanaria. Términos como
'inferioridad', 'bastardos',
'identidad' y 'pueblo despadrado'
buscan ser una calificación
radical de los males de la
dependencia, tanto
como una descalificación
del modelo colonial.
Pocas veces se ha expresado un autor entre nosotros en términos tan
redondos, tan
fundamentalmente críticos, a la
hora de acercarse a la
propia identidad, poniendo patas arriba
sobre la mesa la
ontología desnuda
del
habitante isleño.
La crítica del comportamiento etnocentrista
y del subdesarrollo le hará
definir nuestro ámbito,
mediante uno de sus
personajes, de este modo
furibundo: “Canarias es
el lujo de otros, coño”.
No es mi intención
rebatir los maximalismos de
Ramírez sabiendo, como sabemos, lo
que pueda suceder fuera
de la ficción. Cuando estamos
en la
zona española con el récord nacional
de suicidios y de natalidad,
de subalimentación
y de fracaso escolar. No
podremos desmentirlo en ningún
caso, ni aceptar por sistema que sean
éstos los únicos parámetros básicos
del ser y el existir canarios.
Tratamos aquí de un
autor que está haciendo la descriptiva
emocional y psicológica de la
postguerra en
Canarias, que está
documentando el
rápido transvase desde la
miseria subsistente
a la miseria consumista, que
está
“mirando el derrumbe manso
de nuestro pueblo” -según sus palabras.
Estamos tratando de evidenciar un
sistema ideológico que escapa a la
mera literatura, y
lo hacemos
para comprender mejor al
autor.
Lo sabemos
consecuente, pero
ninguno
de
los dos tenemos potestad para seleccionar y decidir sobre las demandas sociales. Sólo confiamos en
que lo escrito contamine y promueva conciencia. En tal sentido hemos
podido hablar
de conciencia social en
Ramírez, pues su escritura pasa a ser
una propuesta, una
alternativa.
La
calidad de su percutiente criticismo no se limita
a las declaraciones máximas, sino que aparece
formalmente encuadrada
en su obra, si bien con
otros registros. En
un medio
tan castigado por 'los dominadores del
mundo', 'los marihuanadores' o 'los padredioses de turno',
con problemas de alcance
genético -pudiera
decirse-, es bastante natural que
campen las conductas más
aberrantes y desviadas, especialmente en
el
terreno libidinal, esto es, en el de la sexualidad.
Es,
consecuentemente, lógico leer en los relatos de nuestro
autor incestos, castración,
poliandría, agresiones y mutilaciones sexuales. También suicidios, escatología, erotismo infantil, coprofilia, etc. Tan entreverados a veces de humor y crueldad que nos negamos a pensar que
sean pautas desveladoras
tan sólo de denuncia social, sino acciones tocadas por una voluntad paródica, situaciones límite de apátridas
que hacen una pirueta desesperada
por sobrevivirse.
Se
ha hablado suficientemente de edipismo
y misoginia, a tenor de los
datos que ofrece Ramírez, para pensar al respecto que
sean estas dos
tendencias dominantes en sus
relatos. Se trata de
particularidades
psicológicas muy extendidas aquí y allá
en algunos de ellos, revelando -en
general- una
sintomatología depresiva.
La primera de dichas particularidades surge en el relato
titulado “Nochebuena”, aunque está planteada
en términos de disociación filial.
El
terreno descriptivo
es
aquí la disociación
de la figura paterna
en boca de los dos protagonistas: el que
cuenta en primera persona y el que es contado como
dialogante indirecto que
contrasta la subjetividad
incómoda, indeseable, del que se evidencia
como narrador -Santiago-, aunque
no
enteramente como
protagonista. La figura ausente del
padre gravitará de tal
modo en la narración hasta hacerse con
su protagonismo. La crueldad del pronunciamiento edípico
está
también
presente en el cuento titulado “La esperanza
hecha piedra”,
narración magistral
donde la acción se
desboca hacia el sadismo y la
pedagogía.
En cuanto a
la tendencia
misógina, ésta
tendría su base en la
descripción que hace
Ramírez muchas veces de sus mujeres. Mujeres dominantes y coquetas
aceleran el
proceso de derrumbe psicológico habitual de sus personajes, derrotados
por el amor sin respuestas, dignos de una
letra de corrido mexicano.
Es
el Ramírez que guarda para ellas los matices calificativos más duros -'la
penca', 'una
pendejo'-, pautando un código
que pudiera parecer machista. El código
de
un rol patriarcal
no asumido se refleja en
la pretensión del hombre a formar a la esposa según sus intereses de explotación: “que todavía es
casi una niña, aún a tiempo
de hacerla a tu mano” (en “Pero como si
no”).
Serán, otras veces, mujeres portadoras de un olor corporal punzante hasta el punto de estigmatizar
al receptor. Hay que decir, no obstante, que estos destellos misóginos no
parecen predominar sino en las etapas de derrumbe psicológico del protagonista, lo que
ocurre en algunos relatos.
La mujer está descrita más frecuentemente con una
vitalidad
sensorial y fisionómica -las muchachitas lindas
del
barrio- muy lograda. La
madre puede ser autoritaria y cariñosa, la novia altiva y condescendiente. Puede tomar
la figura de
Andreíta Casiana, la madre nutricia de
tantos Diosnoslibre,
que parece encarnar la forma de una
historia doméstica
del Archipiélago.
¿Hasta
qué punto deberemos
tomar al pie de la letra
las
insinuaciones que
nos hacen estas criaturas imaginarias
y desbordadas de estar cruzando
las historias de Ramírez en función
social? El que
lo estén ahí en
fase
parabólica no excluye que, en alguna
medida, lo estén también en función
paródica.
Páginas donde se presenta
a un bobo que pelea por su barrio (“Lo
más
hermoso de mi vida”),
una niña subnormal que se prostituye (“La esperanza
hecha piedra”),
o el hombre que “muere
de un tiro certero del señor conde en una de las ocasiones en que se alquiló como pieza de caza y tuvo mala suerte”
(en “Diosnoslibre”), páginas así, decía, nos
hacen pensar que sea Ramírez un
autor que se divierte ocasionalmente en
la creación de personajes esperpénticos, guardando otras tantas veces para
sí mismo la clave humorística de lo
que suponíamos un
descarnado friso
social, trazado
con el fin de aleccionamos.
Ya sea parábola o sea esperpento, lo
más conveniente será
pensar que las dos opciones son
realmente indistinguibles en
nuestro autor. Si la
intensidad social no
deja
de
contener claves humorísticas, no nos
extrañemos de que nuestro
autor haga un humor anarquista
alternativamente negro
y rojo. Que se divierta
creando monstruos, que pretenda intoxicar más que
contar un cuento. Y
que acaba, víctima de su
intoxicación, sin saber
muy
bien si lo que alcanza más al lector es el efecto
interno
deseado -que decíamos didáctico-, o tan sólo
el desfile de figurantes cometiendo excesos únicamente
posibles en la impunidad de la
ficción.
En ello reside otro de los complejos
caminos de su
lectura. Al presentarse
estos dos planos, tan
diferenciados, en una
escritura que se establece
como continuum envolvente, el lector
quedará muchas veces atrapado
entre la sonrisa y la
reflexión,
mejor dicho, la tentación
de sacar una moraleja
a cada rasgo excesivo.
Habremos de superponer
las
dos lecturas: sonreír
y pensar. El mundo
en el que se mueve Víctor
Ramírez así lo aconseja;
veamos, si no, la poética
que descubriera sus
intenciones: «Escribo por
venganza, por profundo sentido de frustración, por punzante rencor ante tanto mal, porque me da
la gana, por distraer el rato, por sádicos
deseos de crear seres que sufran
como los que de veras existen
por ahí, por jugar a darme
alguna explicación que me engañe
algo; estoy seguro
de que por muchos
motivos más que no alcanzo, ni me preocupo en alcanzar, a ver. Y siempre sabiéndome cómplice del lector:lector que busca corroboración en
el autor, corroboración insana a sus insanas perspectivas de la
vida» (en
Aislada órbita, 1973, pág. 149).
De
este modo, dando
vida a monstruos de papel, intentará
Ramírez superar por analogía a
las
criaturas naturales, sabiéndolas cómplices suyas. Por eso,
como un reflejo de esa cierta zona de la
realidad canaria en
progresivo deterioro, el humor
(negro) y la escatología surgen en cualquier momento
como ingredientes situacionales necesarios.
Frente a las servidumbres diversas que
traen los desequilibrios sociales, frente
al conflicto, no viene Víctor
Ramírez precisamente a
poner orden, sino a trazar otro
sistema analógico
de
ordenado desorden, como cumple a su musa rebelada.
Admirador
de
personalidades marginales -y de escrituras que
desarrollen un cosmos personal puesto
al margen- tanto
en la vida como en la
literatura, el trabajo de Ramírez va encaminado a
refundir los primeros
en la segunda. Ha
confesado admirar a personas tan distantes como
Nikos Kazantzakis, José Alfredo Jiménez, Juan Rulfo,
Guimaraes Rosa, Juan Ismael y
a los fetasianos insulares: Vega, Bermejo,
Arozarena.
Ha llegado a
decir que le interesen
más
los textos por la
calidad
de
las personas que los han escrito que
por sí mismos. Que no
lee nada
de fantasmones famosos y
trepadores con imagen pública triunfal. Se acerca
en cambio a
la "voz minoritaria
y cada vez más
sola de los disidentes, de
los rebeldes"
(en «Hedor de
esquirola»).
La
última faceta que quisiera, ya
brevemente, destacar en los relato que va a leer -o
releer- el lector, es el lenguaje:
La capacidad de renovación linguística
del Ramírez estilista, una vez
situado en sus márgenes el
Ramírez fajador. Sus conquistas en
el
área sintáctica, léxica y de organicidad del
relato son acaso las que más interés hayan despertado
en la crítica.
Habremos de volver por
un momento a la
inevitable comparación con la literatura
canaria precedente. Se había, en
efecto, abusado
del habla para limítar su capacídad identificadora a los subgéneros, llámense
costumbrismo, sainete
o humor canario. El logro
de
Ramírez ha sido el de elegir la textualidad
más
innovadora sin perder de vista
la esencia de la
lengua
coloquial.
Los hábitos estilísticos de la
narrativa de Ramírez están marcados
por la confluencia de varios
factores ensamblados entre sí, con
una fluencia que - como
dijimos- se presentaba desde Cada cual arrastra su sombra
como novedad en las letras canarias
actuales. Estos factores serán el
habla regional, la
derivación -a partir de ella- de nuevos
formantes siguiendo leyes
de sinonimia o geminación, y un ordenamiento sintáctico
peculiar.
El
habla regional está
usada
siguiendo los esquemas del
coloquialismo, el estilo
indirecto
propio del 'sucedido'. Coprolalias de contenido afectivo -'el
bilingo', 'la rajita',
'la pitusita', 'su cosita' - interesan
la retórica del
pudor inguinal; las deformaciones que
sufren los tecnicismos médicos -'sarampio', 'reúma',
'paralís'- documentarán el
grado de resistencia
fonética que el habla canaria tiene frente a la
norma.
A
los coloquialismos del habla se unirán otros, originales de Ramírez, con funcionalidad hablada:
'descolor', 'añuscar', 'desquerer'.
Estas aportaciones léxicas terminan poseyendo identidad funcional propia,
son fácilmente asimilables a
la inventiva coloquial, puesto que
se
ha formado análoga
a
ésta,
no llegando a haber
solución de continuidad entre canarismos
y voces propias de Ramirez, consiguiéndose el sistema análogico que es uno
de los atractivos mayormente reconocidos en
nuestro autor.
El
campo de los diminutivos, por ejemplo, es granado en concomitancias con el
temple moral y humano
del lumpen suburbial, del campesinado urbano, puesto que
desarrolla a fondo los registros
de su talante humano,
de sus argumentos sociales también. El diminutivo puede ejercerse incluso con humor,
en plena parodia
del realismo mágico.
Con tales aportaciones cristaliza Victor
Ramírez una retórica
de su invención, que
no consigue apoyarse formalmente en
la mera recreación coloquial. Se trata,
en cambio, de un
aluvión de nuevos formantes verbales,
de una adjetivación cargada de acentos poéticos -otras veces espasmódicos-
, no desdeñando
echar mano de cultismos
de imposible uso popular.
Será en su combinación sin táctica
donde este entramado
produzca el efecto deseado, al tiempo que se convierte en
un módulo de animación narrativa muy peculiar. Este estilo
que,
siguiendo una
palabra de su autor,
llamaríamos 'cantinfludo'. Es eso, efectivamente, 'cantinfludo':
una linguistica acumulativa
en pathos, en vivencia.
En los procedimientos narrativos hay
novedades. Veamos, por
ejemplo, los mecanismos
con que Ramirez anota más frecuentemente su
propiedad lingüistica: transgresión o alteración del orden
sintáctico normativo, desplazamiento arbitrario de sus
formantes, la inclusión de
la segunda persona verbal como
dialogante que ofrece
respuestas gestuales. En una
trama tal, que
el
acercamiento a la cotidianeidad
acaba
por ser una desviación
imaginante. El tiempo
es
también una zona cuidada por el autor: acciones simultáneas, paralelas, interpolaciones o yuxtaposición son
algunas de las medidas usuales en
estos cuentos, donde la
imbricación pasado-presente parece continua.
Una vez tratados los temas propuestos veamos algunas particularidades de esta edición.
El
presente volumen, al comprender una
larga
selección
de relatos cortos hecha
por el autor, excluye los textos clasificables como relatos largos -o novelas
cortas.
Con ello se da una
idea bastante completa
de este narrador de
historias del subdesarrollo
que,
desde su cota
de observación, está aportando instrumentos de análisis y comprensión
de nuestra contemporaneidad. Dejando, en
su camino reservado, algunos de los textos más
significativos del
momento a la atención
y disfrute de sus
contemporáneos. Sigamos
atentamente el curso de su talento.
* * *
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