TRAS RELEER "NOS DEJARON
EL MUERTO"
POR ANTONIO G. GONZÁLEZ
Ante todo creo que debemos felicitar a
quien corresponda por esta reedición de "NOS DEJARON EL MUERTO", de
Víctor Ramírez: obra que sin lugar a dudas convenimos en calificar como un clásico
de la literatura canaria. Además, en mi caso concreto, esta reedición se
convertido en la ocasión para releer una obra por la que entré en contacto con
la literatura de las islas, hace ya unos años; y es con esta relectura desde
donde quiero resaltar algunos pareceres, brevemente.
En primer lugar, al concluir "NOS
DEJARON EL MUERTO ", como me ha sucedido de nuevo, uno tiene la impresión
de haber leído literatura con mayúsculas. Y, a mi juicio, la tiene sobre todo
por el hecho de que la obra es en sí, y sobre todo, un lenguaje que nos ha
hecho permanecer durante la lectura intensamente sumergidos en un espacio
singular que surge a partir de la creación y manejo de ese lenguaje propio,
único, que nos ofrece el autor y que, en este caso, es definitorio de la obra.
Además, debo admitir que me embarga
cierta emoción, cómo no, cuando puedo volver a disfrutar de un hecho de estas
características refenciado a mi realidad más inmediata, la canaria; pues uno
tiene la sensación de que Víctor Ramírez logra así, como lo han hecho también
algunos pocos autores, regalar a las Islas un mayor bagaje identitario.
Sin politizar este hecho, pues echaría
abajo el edificio de la pluralidad canaria, nadie está en condiciones de negar
que la producción cultural de altura es un elemento importantísimo en una
sociedad tan desmemoriada y tan falta de referentes, por su tendencia al
olvido, como ésta en la que vivimos la mayoría de nuestros paisanos.
Dichas sean de otro modo las
referencias iniciales a la obra del autor, cuando esta aparición de un nuevo
lenguaje acaece, lo cual es bien difícil, surge esa gran literatura, algo que
nos identifica sin duda alguna.
Desde tales presupuestos, los autores
nos inventan el mundo de nuevo, al construir con palabras, las que también usa
el lector, un marco diferente, marco del que quedamos prendados al constatar
que nuestras mismas palabras están sirviendo, en manos --en este caso-- de
Víctor Ramírez, para explicar más y mejor, para contarlo todo y, con ello,
contar el mundo.
Para el lector es un placer que,
cuando queda satisfecho por el autor de la obra que leemos, acrecienta el deseo
por saber todavía algo más de este mundo, lo único que nos deja entonces
tranquilos.
*
En concreto, el lenguaje por el que
nos conduce el autor de "NOS DEJARON EL MUERTO" surge lógicamente
como expresión del marco ambiental de la novela, las hablas populares en los
años sesenta para, a partir de ahí, contarnos la historia de un portón, de una
casa de vecinos de barrio capitalino, con las laderas de cabras al otro lado, a
propósito de un entierro de un vecino falangista odiado, y a modo de gran
sifonía social y humana.
El espacio de la novela es
posiblemente uno de los riscos de Las Palmas, como San Roque, donde habita el
propio autor, que no esconde así el referente autobiográfico indefectible de su
novela, si bien se trata de un territorio difuso, ni ciudad ni campo, aunque no
por ello tenta el autor intención de darle estatuto de territorio místico, al
contrario, lo referencia de manera muy concreta. pero el hecho es que esta
historia, es decir, lo que recuerda ahora de todo el vecindario quien entonces
era un niño enfermo del pecho cuando el entierro del vecino, años atrás, la
cuenta Víctor Ramírez desde la invención y la indagación lingüística, desde una
adjetivación personalísima que le confiere una fuerza expresiva particular y
una intensidad en los modos de contar a partir, insisto, de las formas
populares del habla isleña.
Además este planteamiento de
elaboración literaria ha añadido, con el tiempo, un bagaje documental de
autorreconocimiento directo o indirecto de un entorno fijo, nuestros barrios,
nuestra ciudad, que se vuelven espacios majestuosos para la creación literaria.
Sin ir más lejos, y por no hacer
inventario, pues el libro pertenece ya a cada cual para eso, expresiones como
"locamente enamorada fatal de él", "dureza de odio legal",
"le vi decir decir estupefacto divertido", "sudando hielo
picón", encierran una mezcla de saber decir popular y de reelaboración
literaria eficacísima que se convierte con una técnica casi de flash que
convierte a la estructura de la obra en un arreglo inteligente de múltiples
intermitencias por la que desfilan la historia de casi todos los vecinos, que
es la historia de la mayoría social de Canarias de los años sesenta en
particular.
Al propio tiempo, quisiera referirme a
otros dos aspectos de la obra: su carnalidad en el tratamiento de las
relaciones entre los personajes y las referencias de orden social. Vaya por
delante que esa nutrida carnalidad de "NOS DEJARON EL MUERTO" tiene
lugar por la manera en que Ramírez expresa sin tapujos los entresijos de los
comportamiento afectivos, sexuales, especialmente presentes, así como los
episodios reactivos ante las arbitrariedades e injusticias cometidas por los semejantes
del mismo portón o, en particular, de superior estatus social, que no siempre.
En realidad, al despojar el autor de
retórica los andamios del existir humano, a través de la mirada de un niño -ya
adulto cuando nos habla- a un barrio popular, los devuelve indisimulables al
lector, en el relatar, plenos de poética descarnada, una poética que podríamos
denominar de la plasticidad, de lo inmediato vibrante que surge del estar en
sociedad.
No esconde Víctor Ramírez las
complejidades de los seres para el lenguaje, de los seres que somos los
humanos, mezcla de solidaridad y egoísmo, de resquemores y ternuras, nunca
neutros, ni Rousseau ni Hobbes.
Así es relatada, por poner varios
ejemplos sobrecogedores, la paliza desmesurada que Viviano Segura, el cura,
propina a Petrita Jesús, la hermana del narrador, delante de sus padres y en su
propia casa, después de haberle mandado ésta una carta de enamorada febril, o
bien la violación, a manos de un niño bien, y posterior venganza, de Aurorita
María, que le rebana el pescuezo en el juicio, con la aquiescencia silenciosa
de parte del público en su furia contra el abuso del poder político en las
Islas, peninsular para más señas.
Cómo no resaltar asimismo las razones
antológicas del asalto al banco de Máximo Florián, en su intención de hacerse
rico rápido por despecho amoroso, o bien el corrido que entona Cenicita Cameja,
que convocó al efecto a músicos antes de morir. Aquello de "Valente, tú no
eres hombre/ no eres más que ocasionado./ Yo no soy ocasionado/ que soy hombre
de valor,/ nos daremos de balazos/ si usted gusta, mi mayor". Una estrofa
sensacional que vale tanto como todo lo demás.
Igualmente, ajenos a cualquier enfoque
moralizante y sí pleno de una nitidez de ensueño, desfilan por los ojos del
lector una constelación de narraciones cortas entreveradas, cuya plasticidad es
también producto del conjunto, y en la que las alusiones políticas directas,
dicho sea de paso, no hacen causa aparte sino que se integran bien en el
relato.
Así se sucede la abuela ahorcada con
disfraz de carnaval y la distancia con que digiere su marido este último
desafuero burlesco, las masturbaciones obsesivas entre niños, los relatos de
cuchicheos en los gallos, de lejano resabio borgiano por los arrabales y los
desmanes de tantos otros.
Entre la cita constante de las
relaciones de parentesco, prosiguen sin pausa, pero a ritmo cadencioso para el
lector, los sentires pausados del abuelo Ignacio Perpetuo, su amistad de
silencios con el cabrero, las reflexiones estilizadas y dominadoras de la prima
que llegó a puta fina, Benigna Lucía, los desamores tan rotundos de las
hermanas, Cuaresma de la Concepción y Petrita Jesús, los cuentos de follador de
guiris viejas de Altamiro Benito o Macario Damián, no recuerdo bien cuál de los
dos hermanos, el puterío de los curas, el odio reprimido de las familias de los
republicanos asesinados en la Sima o la Marfea, las huidas de algunas casadas y
sus hijas como "perras en celo" detrás de algún vecino a Venezuela, a
Buenos Aires.
Especial atención requiere la estancia
del féretro del vecino falangista, que no cabe en la casa propia, la liberación
exaltada de la viuda, Eloisita Peralta, que ya no recibirá más palizas y que
elude responsabilidad alguna para con el entierro, la presencia nocturna y solitaria
del falangista, muerto y aborrecido, ante los niños, que le miren y le cogen la
cuca, y, cómo no, la burla final: el baile de Altamiro Benito, borracho, con el
muerto Lucio Falcón al son del pasodoble Islas Canarias, cadáver al que Metodio
Alcántara, el Escondido por la represión franquista, se le habría de cagar
antes en la cara, para después dejarse enamorar sorpresivamente por Eloisita
Peralta, la mujer.
Un cadáver repudiado, luego llevado al
cementerio al margen de las gentes del barrio, todas para la playa y los
deportes, en el caro de Purita Berriel, la pordiosera alcohólica, apañado por
el cura de milagro.
Todos estos episodios, insisto, se
encuadran unos a otros, caleidoscópicamente, y provocan desenlaces
profundamente humanos, en un sentido no humanista sino plástico, por lo que
lejos queda de lo tétrico, lo escatológico o lo tan siquiera valorizable para
situarse dentro de la más estricta normalidad existencial.
Se suceden, visto está, los acoples
entre personajes cuyos vínculos eran quizás borrosos, pero que resultan lógica
del barrio popular, cuya estructura socio-lingüística da cuenta de la lucha por
la subsistencia en lo material y en lo inmaterial, ante la soledad y la muerte,
con sus remedios no siempre lineales.
En este punto, deseo concluir, para lo
que sólo me resta añadir que, a mi juicio, NOS DEJARON EL MUERTO, una de las
mejores novelas de Víctor Ramírez, rezuma como no muchas obras canarias, puro
músculo y fibra literia.
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