sábado, 20 de junio de 2020

TRAS RELEER "NOS DEJARON EL MUERTO"


TRAS RELEER "NOS DEJARON 
EL MUERTO"
                                POR ANTONIO G. GONZÁLEZ
Ante todo creo que debemos felicitar a quien corresponda por esta reedición de "NOS DEJARON EL MUERTO", de Víctor Ramírez: obra que sin lugar a dudas convenimos en calificar como un clásico de la literatura canaria. Además, en mi caso concreto, esta reedición se convertido en la ocasión para releer una obra por la que entré en contacto con la literatura de las islas, hace ya unos años; y es con esta relectura desde donde quiero resaltar algunos pareceres, brevemente.


En primer lugar, al concluir "NOS DEJARON EL MUERTO ", como me ha sucedido de nuevo, uno tiene la impresión de haber leído literatura con mayúsculas. Y, a mi juicio, la tiene sobre todo por el hecho de que la obra es en sí, y sobre todo, un lenguaje que nos ha hecho permanecer durante la lectura intensamente sumergidos en un espacio singular que surge a partir de la creación y manejo de ese lenguaje propio, único, que nos ofrece el autor y que, en este caso, es definitorio de la obra.


Además, debo admitir que me embarga cierta emoción, cómo no, cuando puedo volver a disfrutar de un hecho de estas características refenciado a mi realidad más inmediata, la canaria; pues uno tiene la sensación de que Víctor Ramírez logra así, como lo han hecho también algunos pocos autores, regalar a las Islas un mayor bagaje identitario.

Sin politizar este hecho, pues echaría abajo el edificio de la pluralidad canaria, nadie está en condiciones de negar que la producción cultural de altura es un elemento importantísimo en una sociedad tan desmemoriada y tan falta de referentes, por su tendencia al olvido, como ésta en la que vivimos la mayoría de nuestros paisanos.

Dichas sean de otro modo las referencias iniciales a la obra del autor, cuando esta aparición de un nuevo lenguaje acaece, lo cual es bien difícil, surge esa gran literatura, algo que nos identifica sin duda alguna.

Desde tales presupuestos, los autores nos inventan el mundo de nuevo, al construir con palabras, las que también usa el lector, un marco diferente, marco del que quedamos prendados al constatar que nuestras mismas palabras están sirviendo, en manos --en este caso-- de Víctor Ramírez, para explicar más y mejor, para contarlo todo y, con ello, contar el mundo.

Para el lector es un placer que, cuando queda satisfecho por el autor de la obra que leemos, acrecienta el deseo por saber todavía algo más de este mundo, lo único que nos deja entonces tranquilos.

*

En concreto, el lenguaje por el que nos conduce el autor de "NOS DEJARON EL MUERTO" surge lógicamente como expresión del marco ambiental de la novela, las hablas populares en los años sesenta para, a partir de ahí, contarnos la historia de un portón, de una casa de vecinos de barrio capitalino, con las laderas de cabras al otro lado, a propósito de un entierro de un vecino falangista odiado, y a modo de gran sifonía social y humana.

El espacio de la novela es posiblemente uno de los riscos de Las Palmas, como San Roque, donde habita el propio autor, que no esconde así el referente autobiográfico indefectible de su novela, si bien se trata de un territorio difuso, ni ciudad ni campo, aunque no por ello tenta el autor intención de darle estatuto de territorio místico, al contrario, lo referencia de manera muy concreta. pero el hecho es que esta historia, es decir, lo que recuerda ahora de todo el vecindario quien entonces era un niño enfermo del pecho cuando el entierro del vecino, años atrás, la cuenta Víctor Ramírez desde la invención y la indagación lingüística, desde una adjetivación personalísima que le confiere una fuerza expresiva particular y una intensidad en los modos de contar a partir, insisto, de las formas populares del habla isleña.

Además este planteamiento de elaboración literaria ha añadido, con el tiempo, un bagaje documental de autorreconocimiento directo o indirecto de un entorno fijo, nuestros barrios, nuestra ciudad, que se vuelven espacios majestuosos para la creación literaria.

Sin ir más lejos, y por no hacer inventario, pues el libro pertenece ya a cada cual para eso, expresiones como "locamente enamorada fatal de él", "dureza de odio legal", "le vi decir decir estupefacto divertido", "sudando hielo picón", encierran una mezcla de saber decir popular y de reelaboración literaria eficacísima que se convierte con una técnica casi de flash que convierte a la estructura de la obra en un arreglo inteligente de múltiples intermitencias por la que desfilan la historia de casi todos los vecinos, que es la historia de la mayoría social de Canarias de los años sesenta en particular.

Al propio tiempo, quisiera referirme a otros dos aspectos de la obra: su carnalidad en el tratamiento de las relaciones entre los personajes y las referencias de orden social. Vaya por delante que esa nutrida carnalidad de "NOS DEJARON EL MUERTO" tiene lugar por la manera en que Ramírez expresa sin tapujos los entresijos de los comportamiento afectivos, sexuales, especialmente presentes, así como los episodios reactivos ante las arbitrariedades e injusticias cometidas por los semejantes del mismo portón o, en particular, de superior estatus social, que no siempre.

En realidad, al despojar el autor de retórica los andamios del existir humano, a través de la mirada de un niño -ya adulto cuando nos habla- a un barrio popular, los devuelve indisimulables al lector, en el relatar, plenos de poética descarnada, una poética que podríamos denominar de la plasticidad, de lo inmediato vibrante que surge del estar en sociedad.

No esconde Víctor Ramírez las complejidades de los seres para el lenguaje, de los seres que somos los humanos, mezcla de solidaridad y egoísmo, de resquemores y ternuras, nunca neutros, ni Rousseau ni Hobbes.

Así es relatada, por poner varios ejemplos sobrecogedores, la paliza desmesurada que Viviano Segura, el cura, propina a Petrita Jesús, la hermana del narrador, delante de sus padres y en su propia casa, después de haberle mandado ésta una carta de enamorada febril, o bien la violación, a manos de un niño bien, y posterior venganza, de Aurorita María, que le rebana el pescuezo en el juicio, con la aquiescencia silenciosa de parte del público en su furia contra el abuso del poder político en las Islas, peninsular para más señas.

Cómo no resaltar asimismo las razones antológicas del asalto al banco de Máximo Florián, en su intención de hacerse rico rápido por despecho amoroso, o bien el corrido que entona Cenicita Cameja, que convocó al efecto a músicos antes de morir. Aquello de "Valente, tú no eres hombre/ no eres más que ocasionado./ Yo no soy ocasionado/ que soy hombre de valor,/ nos daremos de balazos/ si usted gusta, mi mayor". Una estrofa sensacional que vale tanto como todo lo demás.

Igualmente, ajenos a cualquier enfoque moralizante y sí pleno de una nitidez de ensueño, desfilan por los ojos del lector una constelación de narraciones cortas entreveradas, cuya plasticidad es también producto del conjunto, y en la que las alusiones políticas directas, dicho sea de paso, no hacen causa aparte sino que se integran bien en el relato.

Así se sucede la abuela ahorcada con disfraz de carnaval y la distancia con que digiere su marido este último desafuero burlesco, las masturbaciones obsesivas entre niños, los relatos de cuchicheos en los gallos, de lejano resabio borgiano por los arrabales y los desmanes de tantos otros.

Entre la cita constante de las relaciones de parentesco, prosiguen sin pausa, pero a ritmo cadencioso para el lector, los sentires pausados del abuelo Ignacio Perpetuo, su amistad de silencios con el cabrero, las reflexiones estilizadas y dominadoras de la prima que llegó a puta fina, Benigna Lucía, los desamores tan rotundos de las hermanas, Cuaresma de la Concepción y Petrita Jesús, los cuentos de follador de guiris viejas de Altamiro Benito o Macario Damián, no recuerdo bien cuál de los dos hermanos, el puterío de los curas, el odio reprimido de las familias de los republicanos asesinados en la Sima o la Marfea, las huidas de algunas casadas y sus hijas como "perras en celo" detrás de algún vecino a Venezuela, a Buenos Aires.

Especial atención requiere la estancia del féretro del vecino falangista, que no cabe en la casa propia, la liberación exaltada de la viuda, Eloisita Peralta, que ya no recibirá más palizas y que elude responsabilidad alguna para con el entierro, la presencia nocturna y solitaria del falangista, muerto y aborrecido, ante los niños, que le miren y le cogen la cuca, y, cómo no, la burla final: el baile de Altamiro Benito, borracho, con el muerto Lucio Falcón al son del pasodoble Islas Canarias, cadáver al que Metodio Alcántara, el Escondido por la represión franquista, se le habría de cagar antes en la cara, para después dejarse enamorar sorpresivamente por Eloisita Peralta, la mujer.

Un cadáver repudiado, luego llevado al cementerio al margen de las gentes del barrio, todas para la playa y los deportes, en el caro de Purita Berriel, la pordiosera alcohólica, apañado por el cura de milagro.

Todos estos episodios, insisto, se encuadran unos a otros, caleidoscópicamente, y provocan desenlaces profundamente humanos, en un sentido no humanista sino plástico, por lo que lejos queda de lo tétrico, lo escatológico o lo tan siquiera valorizable para situarse dentro de la más estricta normalidad existencial.

Se suceden, visto está, los acoples entre personajes cuyos vínculos eran quizás borrosos, pero que resultan lógica del barrio popular, cuya estructura socio-lingüística da cuenta de la lucha por la subsistencia en lo material y en lo inmaterial, ante la soledad y la muerte, con sus remedios no siempre lineales.

En este punto, deseo concluir, para lo que sólo me resta añadir que, a mi juicio, NOS DEJARON EL MUERTO, una de las mejores novelas de Víctor Ramírez, rezuma como no muchas obras canarias, puro músculo y fibra literia.


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