NAÚFRAGOS
MANUEL
CASTELLS
La Vanguardia, 31 agosto 2019
El Mediterráneo, cuna de nuestra civilización,
se está convirtiendo en testigo aterrado de nuestra barbarie. La idea de dejar
ahogarse a miles de personas desesperadas fugitivas del hambre y de la guerra
porque nos molestan es simplemente una abdicación de humanidad. Ya no somos
solidarios con nuestra especie, ni con nuestro planeta, ni con nadie que no nos
interese directamente.
Estamos
naufragando moral y personalmente junto con los que se hunden en las aguas que
separan en lugar de unir. En el 2018, 2.242 náufragos ahogados, y en el 2019,
estamos llegando al millar. Y, de hecho, el 75% de los náufragos ahogados
cuando intentaban llegar a España no están identificados. La prensa alemana ha
publicado una lista, elaborada por una oenegé holandesa, con los 32.293 nombres
que se han podido identificar como muertos en el Mediterráneo desde 1993, la
mayoría en los últimos cinco años.
Pero
lo más repugnante es la actitud de quienes, como Matteo Salvini o Carmen Calvo,
amenazan a quienes arriesgan su vida para salvar a los que nadie salva con la
idea de que no tienen “permiso para rescatar”. ¿Cabe mayor bajeza moral? ¿Hay
que tener un permiso burocrático con la estampilla correspondiente para poder socorrer
a quienes se están ahogando?
Que
no se extrañen de que la gente esté asqueándose de todos los gobiernos, todos,
que siempre encuentran pretextos para mirar a otro lado. No subestimen la
indignación ciudadana que se puede producir como sancionen al Open Arms y a su armador, una iniciativa
ciudadana, de Badalona concretamente, sin más recursos que los de la gente que
los apoya. Ha cambiado el Gobierno español en este tema, claro que ha cambiado,
con respecto a la actitud mostrada al acoger al Aquarius. La razón, dicen, es que hay que hacerlo mancomunadamente
con Europa. Y como hay desacuerdos profundos, porque en el fondo nadie quiere
afrontar el coste electoral del voto xenófobo, se van echando la pelota de unos
a otros esperando que pase la tormenta.
Una
tormenta que no amainará, porque es insostenible la situación de 1.216 millones
de personas al sur del Mediterráneo, separados por un mar del área más rica del
mundo. Por eso cuando no pueden más piensan en sus hijos y prefieren
arriesgarlo todo para que algún alma caritativa los lleve a tierra europea
donde empezar una nueva vida de trabajo y familia. Es un proceso de inmolación
gradual para golpear lo que quede de conciencia solidaria. Muchos responden,
aunque no sean los gobiernos. Y barco tras barco, salen al mar a socorrer, aun
sin tener el permiso que les reclama Carmen Calvo, desafiando una legalidad
injusta e insostenible. Tienen el apoyo de muchos ciudadanos que no votan a Vox
ni a Salvini, aún somos mayoría.
Y una comprensión
judicial allí donde quedan jueces independientes. Como el juez italiano que
liberó a Carola Rackete, la capitana alemana del Sea Watch, que entró con su barco en Lampedusa y fue inmediatamente
arrestada. El juez escribió en su sentencia absolutoria que Rackete “estaba haciendo
su trabajo salvando vidas humanas”. Rackete anunció su inmediata vuelta al mar.
Como los tripulantes del Ocean Viking,
que por fin pudieron desembarcar en Malta a los cientos de personas a la deriva
que habían salvado.
Claro
que hay un problema de mayor envergadura y que no se puede resolver persona a
persona. Es necesario un programa de desarrollo de África, financiado por
Europa con controles estrictos del gasto para ir deteniendo el flujo de
inmigración desesperada. Hay que combatir a las mafias del tráfico de seres
humanos allí donde estén. Ahora vemos las consecuencias de la desestabilización
de Libia tras acabar a bombazos con la dictadura estable de Gadafi por
intereses geopolíticos. Y naturalmente, habría que establecer procedimientos de
acogida y reparto de refugiados entre distintos países europeos, por lo menos
los que estén dispuestos a ello, pero superando cuotas ridículas que son una
gota de aceite en un mar embravecido (y que, por cierto, también está
muriendo).
Y mientras las
Cortes se divierten y los políticos se echan la culpa unos a otros, la gente
muere y la desesperación aumenta, y con ella, la rabia que nos dará coletazos.
Personalmente, sólo creo en la solidaridad persona a persona, en la acogida de
familias del Sur por nuestras familias durante un tiempo hasta que se integren,
tal como han estado haciendo la Comunidad de San Egidio y otras comunidades
solidarias. O en el esfuerzo de municipios como los de Barcelona o València,
dispuestos a acoger. Pero incluso esa generosidad tropieza con las burocracias
estatales que se arrogan todos los poderes, incluidos los de vida y muerte
sobre seres humanos, y no quieren que se les escape el control aunque sea a
costa del sufrimiento de los demás.
Por
cierto que, en esas condiciones, considerando este tema y muchos otros, no
entiendo por qué Podemos y sus confluencias se empeñan en querer entrar en un
gobierno en el que estarían atados para disentir de lo que está pasando.
Hacen
falta expresiones políticas significativas, no marginales, que desde fuera del
gobierno mantengan la presión de la sociedad sobre la maraña de intereses de
todo tipo que siguen dominando a los partidos tradicionales, en España y en
Europa. Votar la investidura a cambio de vagas promesas programáticas serviría,
y mucho, para evitar nuevas elecciones que ganaría la extrema derecha con su
aquelarre de consecuencias.
Parece
más coherente, desde una posición de izquierda, votar a Sánchez y hacer una
oposición dura en lo que haya que hacer, en la calle y en el Parlamento. Sería
más claro para todos. Y sólo así volvería a crecer Podemos, que no nació para
ocupar ministerios, sino para cambiar la política. Pero la autodestrucción es
la enfermedad congénita de la izquierda.
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