DUNIA SANCHEZ
Ya no es lo que era
antes, insisto. Son las cinco de la mañana y la guagua me lleva al centro de
trabajo. Los astros se disuelven en mis ojos a medida que la madrugada avanza y
yo me siento complacida. Ella no me mira, estará con sus pensamientos. Llegamos
al lugar y bajamos, una luna aun poderosa me hipnotiza en una brevedad de
tiempo y me siento respirar. Hoy no se lo que haré, me dirijo a las cuarterías
y allí me cambio de ropa para comenzar la jornada. Hasta mi viene el capataz y
me dice con tono calmo que he de arrancar la mala hierba de cierta zona. Ella
no sé lo que le tocará, ajustar creo que las tomateras. Sola, en medio de plásticos y raíces me muevo
con lentitud. El capataz se aproxima y me espanta, más rápido , dice.
Ella no lo sabe,
pero la van a castigar por lo de ayer. El ajustar, los tomates verdes no son
para ella. La apartarán de mí, no conviene confianza con las compañeras. No la
veré hasta que nos cambiemos para irnos. Estrellas embelesan su mirada, perdida
en no que parte del universo. Ella y las estrellas. Las estrellas y ellas.
Mientras cambio de invernadero observo gentes de otros lugares. No esto no es
la isla. Es una aglomeración de mujeres ausente de sus nacionalidades
sobreviviendo. De ellas, nos tienen apartada. Aquí la gente es mi tosca, hoy he
visto desfilar cuchillos entre dos, cuchillos amenazantes ante alguna discusión
estúpida ¿Cómo estará? En esa soledad que le han dejado. Mira que se lo había
dicho, aconsejado, no hables con nadie, no sabes cómo pueden actuar. Termina la
jornada, no sé qué temperatura hace pero debe ser alta. Nos dirigimos a la cuartería y nos vestimos
de nuevo, observo una cocinilla, qué no se para quien será pero imagino para
esas mujeres de otros países, países sangrantes en desigualdad, en sufrimiento,
en penalidades y cualquiera sabe.
Todo ha acabado, me
permiten marcharme a mi hora. No entiendo porqué no dejan trabajar a los
hombres como las mujeres. Ellos realizan otras tareas o las mismas, en otro
lado. Veo en mi vuelta a la cuartería con mis manos dolientes, aquellas
apartadas a nuestra conversación. No miran, su rutina continua y continua por
más horas. No son de aquí, este mundo, pienso, está disparatado. Me viene una
gota de abuso, de algún secreto guardado para que nadie las descubra. En la
cuartería no la hallo, ella ya estará en la parada. Salgo y ahí está, de pie,
esperándome para coger la guagua juntas.
Nuestras palabras se nublan, un agotamiento sobrecogedor nos envuelve y
preferimos callar. Pero aún así somos
testigo de las desigualdades que ensucian nuestra esencia. Pongo mi mano sobre
su hombro, me mira. Sus ojeras son negra germinación del vacío que la acecha
¡Hace tanto calor¡
Su mano sobre mi
hombre, para qué hablar. Me transmite
cierta verticalidad, cierto levantamiento de los ánimos ante este macabro
trabajo. La guagua avanza, son las tres de la tarde. Sí, las tres y parece que
la isla está muerta, tatuada por una somnolencia hasta que la brisa fresca
despierte. No sé porqué estamos
decaídas, cansadas. Esa es la palabra exacta , cansadas. Miremos donde miremos
de aquel lugar de trabajo solo se halla la miseria humana, la descomposición de
lo humano ¡Hace tanto calor¡
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