LE LLAMAN PERIODISMO Y
QUIZÁ NO LO SEA
XOSÉ MANUEL PEREIRO
Que los periodistas
seamos noticia es una muy mala noticia. Incluso en esta parte del mundo en la
que esas malas noticias de periodistas no suelen figurar en las páginas de
sucesos. Lo de informar debería ser como las digestiones: mejor que el proceso
no se haga notar. Por eso es extraño el revuelo que se ha levantado en los
salones nobles de la profesión por una ¿decisión?, ¿declaración? de la entidad
antes conocida como Federación de Asociaciones de la Prensa de España y ahora
de Periodistas (FAPE) por la que, a partir del año que viene, no admitirá en su
seno a quienes no tengan el título universitario de Periodismo. Es extraño por
tal cúmulo de razones que no sé si el espacio teóricamente ilimitado de un
medio digital será suficiente para desgranarlas. Y sobre todo es, más que
extraño, raruno, si lo contrastamos con el silencio que los mismos ámbitos
mantienen sobre la inacción de la FAPE y su núcleo duro, la Asociación de la
Prensa de Madrid, en el amparo de periodistas y en la defensa de los estándares
periodísticos básicos, como denunció en su momento la codirectora de Público,
Virginia P. Alonso.
A DIFERENCIA DE LO
QUE PASA EN EL MUNDO EXTERIOR NORMAL, AQUÍ LA AUTORREGULACIÓN ES LA DE LOS
EDITORES, EN BASE A SU MAYOR O MENOR RIESGO DE HACER PELIGRAR LA CUENTA DE
RESULTADOS Y AL MAYOR O MENOR MIEDO A LOS ABOGADOS DE LOS DAMNIFICADOS, Y NO AL
CUMPLIMIENTO DEL CÓDIGO DEONTOLÓGICO
La primera
extrañeza es que la tal premisa de la titulación figuró en los estatutos de la
FAPE – sigue figurando en los de la APM– durante años, tantos que en varias de
las asociaciones federadas hay dos censos, el de la FAPE y el propio, donde los
carnés se reparten con el criterio que la directiva estima. Quizá para evitar
esa duplicidad de censo, en 2014 se añadió una disposición adicional única, que
rezaba que “con carácter excepcional, las Asociaciones federadas podrán
solicitar a la Federación autorización para admitir como socios a quienes sin
estar en posesión de la titulación a que se refiere el artículo 4.5 de estos Estatutos,
ejerzan el periodismo de forma continuada y como principal medio de vida”.
El segundo motivo
de extrañeza es que la FAPE, y solo en ese lustro, era la única organización
profesional que mantenía la excepción a la exigencia de titulación. El Col.legi
de Periodistes de Catalunya desde 1985, el Colexio Profesional de Xornalistas
de Galicia desde 2000 y los otros siete (Andalucía, Asturias, Castilla y León,
La Rioja, Murcia, Navarra y País Vasco) que desde hace un año conforman la Red
de Colegios de Periodistas exigen por ley, como organismos de derecho público
creados por los respectivos parlamentos, la titulación. También el Foro de
Organizaciones de Periodistas que estaba integrado por los colegios catalán y
gallego, la Federación de Sindicatos de Periodistas, CCOO y UGT, proponía en su
día un Estatuto del Periodista que incluía esa exigencia. (Siendo mal pensados,
los movimientos para la creación del Colegio de Periodistas de Madrid quizá
sean la razón, o no, para que la FAPE haya decidido autoenmendarse la plana).
Quizá sea el momento de recordar que las leyes educativas de este país
establecen que un grado es “la obtención por parte del estudiante de una
formación general, en una o varias disciplinas, orientada a la preparación para
el ejercicio de actividades de carácter profesional” (art 9. 1).
La tercera, y no
por cierto menos importante, causa de extrañeza es que se le eche en cara a una
entidad privada que adopte unas normas que no atentan contra ningún derecho
constitucional y que solo afectan a aquellos que libremente se asocian a ella.
Porque, al contrario de lo que supongo que cree la mayoría de la población –y
lo supongo porque en muchas ocasiones se cuestiona públicamente quién le ha
dado el título a mengano o zutana– para ejercer el periodismo en España ni se
exige formación académica alguna ni estar inscrito en ninguna entidad. Eso fue
exactamente lo que me contestó un entonces rector de la Universidad de Santiago
(USC) cuando, como decano del Colegio gallego, le expresé por escrito mi sorpresa
porque para un puesto de periodista en el gabinete de prensa de la Universidad
puntuase exactamente lo mismo la entonces licenciatura en Periodismo –que
concedía la USC, y en Galicia solo la USC– que la de Derecho, Medicina o
Filología germánica.
¿Por qué, entonces,
la enmienda de una excepcionalidad puntual y temporal y que, sobre todo, no
tiene efectos legales o laborales, provoca tanto alboroto? Porque pone encima
de la mesa, aunque sea de forma simbólica, quién es periodista y quién no, o
más exactamente, quién decide quién lo es y quién no. Antes del quién,
establezcamos el qué. Un periodista no es un creador de contenidos (lo son los
publicistas), ni un comunicador (lo puede ser un político, o un actor), ni una
persona que escribe o interviene en un medio (también, con perdón, la gente de
pompas fúnebres escribe en los periódicos). Un periodista es quien elabora
noticias. Quien selecciona la parte de realidad que considera –mientras la
opinión de sus jefes no sea contraria– qué debería saber o interesar al público
en general, o al menos a la audiencia de su medio.
En España es
periodista toda aquella persona que un empresario de un medio de comunicación
(los antes conocidos como editores) contrata –contrata es un decir– como tal,
sea periodista, comunicador, publicista o calafateador de buques. Más de un
editor se ha jactado de ello, en privado y en público, sin nocturnidad y con
alevosía. La justificación es que esto no es una profesión, es un oficio (RAE:
del lat. officium. 1. m. Ocupación habitual. 3. m. Profesión de algún arte
mecánica.). Algo que se aprende con la práctica y mirando como lo hacen los
mayores, entre nubes de humo, visitas al bar de abajo y correrías nocturnas en
grupo. Como si hoy a las profesiones “mecánicas” se siguiese accediendo por
cooptación gremial y no por formación reglada, tabaco y alcohol no estuviesen
prohibidos, no saliese uno baldado después de jornadas de 12 horas y, sobre
todo, no se hubiese aligerado las plantillas de todos aquellos que más cobraban
y/o más independencia de criterio manifestaban y, por lo tanto, quienes mejor
podría transmitir lo que de práctica tiene la profesión.
Evidentemente, si
la acreditación profesional depende del departamento de recursos humanos, la
tendencia es a escoger elementos ídem que no causen problemas ni susciten
debates y que demuestren una actitud proactiva a cumplir órdenes, incluso antes
de recibirlas. El resultado es que, según el Informe anual de la profesión
periodística 2018, aproximadamente el 50% de los periodistas se han sentido
presionados en alguna ocasión, y el 30% en varias o muchas, y en seis de cada
diez de las ocasiones quienes presionaban eran sus propios directivos. La mitad
de las veces, por intereses de los directivos o de la empresa. Y eso que contra
el vicio de presionar está la virtud de autocensurarse, algo que han hecho,
mucho o poco, el 77% de los profesionales. Quizá tenga que ver con estas
estadísticas el hecho de que, salvo en algunos medios públicos y
excepcionalmente en alguno privados, no existan aquí prácticamente los comités
de informativos que puedan amparar a los disconformes.
EN ITALIA ES
OBLIGATORIO INSCRIBIRSE EN UN ORGANISMO PÚBLICO, EL ORDINE, QUE PUEDE SANCIONAR
CON HASTA TRES MESES DE SUSPENSIÓN A LOS PROFESIONALES QUE INCUMPLAN LOS
PRINCIPIOS DEONTOLÓGICOS, Y CON MULTAS DE 25.000 A 232.000 EUROS A LAS EMPRESAS
Esta, la
contratación –es un decir– alegre y confiada como método de entrada, junto con
la inexistencia de organismos independientes con capacidad sancionadora (aunque
sea moral) de los incumplimientos de la deontología profesional, es una de las
cosas que hacen a España diferente en el planeta Tierra de la información.
Todos los poderes fácticos –empresariales, políticos– en curiosa concordancia
han calificado esas tímidas demandas –los comités de informativos, los
organismos deontológicos– de propuestas estalinistas, tribunales soviéticos y
bolchevismos varios, o residuos del franquismo (esos rescoldos que existen o no
según convenga). Sus cómplices profesionales se escudan en una cosa que se
llama autorregulación. Es decir, más vale que nos pongamos de acuerdo entre
nosotros antes de que alguien venga de fuera –el Gobierno, la justicia– con la
vara a ponernos firmes. El truco es que, a diferencia de lo que pasa en el mundo
exterior normal, aquí la autorregulación es la de los editores, en base a su
mayor o menor riesgo de hacer peligrar la cuenta de resultados y al mayor o
menor miedo a los abogados de los damnificados, y no al cumplimiento del código
deontológico. En cuanto a la trinchera ética que puede cavar el compromiso
personal de cada periodista, relean la primera parte del párrafo. O, con un
símil un tanto bruto, la autorregulación es como pensar que basta que exista un
código penal para que no haya delincuencia.
¿Qué pasa en otros
países? En la mayoría de los europeos, para ejercer es necesario un período de
formación, normalmente un par de años, que se reducen a uno si el aspirante
tiene estudios universitarios de periodismo. Eso da derecho a una acreditación
profesional que concede un organismo independiente. Acreditación que puede ser
retirada, por ejemplo, en el caso de que un redactor desarrolle tareas no
informativas, como la de relaciones públicas. La Comissão da Carteira
Profissional de Jornalista, el organismo público formado por periodistas que
concede las habilitaciones en Portugal, desautorizó el pasado mes de abril al
director de comunicación del F.C Porto que había invocado su condición de
periodista en un tribunal, por considerar que la había perdido al acceder al
cargo. En el caso portugués, ejercer sin la Carteira Profissional–que hay que
renovar cada dos años– supone una multa entre 1.000 y 7.500 euros para la
persona infractora y de 2.500 a 15.000 para la empresa que lo ha contratado. En
el de Italia es obligatorio inscribirse en un organismo público, el Ordine, que
puede sancionar con hasta tres meses de suspensión a los profesionales que
incumplan los principios deontológicos, y con multas de 25.000 a 232.000 euros
a las empresas.
El acceso libre al
periodismo se ha sustentado tradicionalmente en el artículo 19 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos, que reza que todo individuo tiene
derecho a la libertad de opinión y de expresión, derecho que incluye el de no
ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir
informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras,
por cualquier medio de expresión. Parece claro que de lo que se trataba –y más
en el contexto donde se acordó, un mundo que había superado con apuros la
prueba del totalitarismo–, de garantizar ante todo la libertad de expresión,
tanto de las personas como de los medios de comunicación. Nada dice de que las
informaciones tengan que ser veraces, plurales y contrastadas, algo más
necesario en nuestra época y en nuestro ámbito geopolítico que la libertad de
lanzar un medio (escrito, por supuesto, lo de los audiovisuales es en otra
ventanilla).
Los altos
tribunales de varios países sudamericanos, como Colombia o Brasil, declararon
inconstitucional la exigencia de titulación o acreditación para ejercer el
periodismo. La argumentación de la abogada de la patronal de editores de São
Paulo ante el Supremo Tribunal Federal que eliminó el requisito en 2009 fue que
“la profesión no depende de un conocimiento técnico específico… Es diferente de
un conductor que pone en riesgo a la colectividad. La profesión de periodista
no ofrece peligro de daño a la colectividad como la medicina, ingeniería,
abogacía y por eso no se puede exigir un diploma para ejercer”. El presidente
del Tribunal y relator de la sentencia fue más allá y comparó la labor de
informar con la de cocinero, “actividad que a nadie se le puede prohibir,
aunque carezca de título”. El abogado de la Federación de Periodistas (FENAJ)
argumentó en vano que la exigencia del diploma no impedía a nadie de escribir
en un periódico y que una información elaborada por un inepto puede causar
daños graves en la sociedad. La secretaria de relaciones internacionales de la
FENAJ, Beth Costa, elegida más tarde secretaria ejecutiva de la Federación
Internacional de Periodistas, me comentaba poco después el caso de un locutor
de una pequeña emisora del interior del país al que habían tenido que afiliar,
a pesar de que era incapaz de rellenar y firmar el formulario correspondiente.
O sea que algún conocimiento técnico sí que es necesario.
En resumen, en
prácticamente todo el mundo occidental está a debate quién decide quién es
periodista, y cómo se puede defender la sociedad de los excesos de los medios.
En España parece que las fuerzas vivas del sector están decididas a que sean
las empresas las que acrediten a los profesionales, más o menos como si las
constructoras revalidasen a los ingenieros y a los arquitectos, en lugar de
hacerlo los propios profesionales, y/o la sociedad mediante la enseñanza
académica reglada. Todo ello ante el silencio, un tanto paradójico, de las
instituciones que proporcionan esa formación y de la sociedad que sufre esa
falta de regulación. Recuérdenlo la próxima vez que se indignen por algo que
han leído o escuchado como si fuese una noticia.
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