LOS DUEÑOS DE
LA BIBLIOTECA Y LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN COMO PROBLEMA
Las redes
sociales y la educación pública permiten hablar a las mayorías. No debería
sorprender la demonización de las primeras y el intento de demoler la segunda
GONZALO
TORNÉ
Hefestión,
el templo que coronaba el ágora de Atenas
. /
Guillaume Piolle
Todo el mundo dice
estar a favor de la libertad de expresión. Pero los poderosos (los dueños de
los micrófonos y las bibliotecas) piden a menudo a los ciudadanos que callen y
los respeten, y los ciudadanos piden no menos a menudo a los dueños de los
micrófonos y las bibliotecas que rectifiquen o se larguen. ¿Se puede defender
la libertad de expresión pidiendo silencio?
La libertad de
expresión no es siempre una y la misma. No existe ningún sistema político que
se sostenga sobre el derecho de todos a decir cualquier cosa en cualquier sitio
y momento.
La libertad de expresión se articula en base al espacio en el que se pueden decir las cosas, y a qué cantidad y “calidad” de personas pueden decirlas y son escuchadas.
Diferentes
relaciones entre el espacio y la cantidad de hablantes articulan distintas
libertades de expresión. La forma de estas articulaciones es mucho más decisiva
para comprender el alcance y la naturaleza de la “libertad de expresión” de una
sociedad que establecer el catálogo de temas aceptables de conversación.
La libertad de
expresión se define también en contraposición a quienes quedan excluidos de los
espacios donde se permite hablar y se es escuchado.
La libertad de
expresión en Atenas se ejercía en la plaza pública y entre iguales. Los
ciudadanos podían posicionarse sobre cualquier asunto público y aspirar a
ejercer los cargos políticos. Este sistema de libre circulación de opiniones y
responsabilidades se sostiene sobre un conjunto de no ciudadanos excluidos:
mujeres, extranjeros, menores de edad.
En los sistemas
absolutistas el poder y la libertad de expresión se fusionan
En el ágora griega
la libertad de expresión es un sistema de organización del poder. A quien se
excluya del ágora deberá soportar el poder, pero no se le permitirá ejercerlo
ni influir en sus decisiones.
En los sistemas
absolutistas el poder y la libertad de expresión se fusionan. El poder limita
la libertad de expresión a la repetición de lo tolerable, previamente acordado.
Poder y libertad de expresión son coextensivos.
La censura no es un
instrumento contra la libertad de expresión. Es una aplicación del poder, un
reflejo instintivo.
“La libertad de
expresión es un sistema defensivo contra el poder” (John Stuart Mill).
La democracia
moderna puede entenderse como una progresiva flexibilidad del poder, por la que
los cargos dejan de ser hereditarios y arbitrarios, y pasan a ser elegibles y
rotatorios. El poder se flexibiliza por dos vertientes: reconoce distintos
aspectos de la libertad de expresión como derechos (entendidos como garantía de
ejercicio), y se amplía de manera progresiva la participación en el uso de la
palabra. La masa de los excluidos mengua.
La libertad de
expresión existe en los sistemas democráticos con independencia de lo grande
que sea la masa de ciudadanos despojada de ellos.
El equilibrio entre
la cantidad de participantes y excluidos en el juego de la libertad de
expresión altera su forma, nunca su naturaleza.
El reparto del
poder no supone un desalojo del poder. El Estado, incluso al renunciar a la
aspiración de perpetuarse y asumiendo la conveniencia de adaptarse a los
cambios que propone la voluntad popular, es capaz de sostener espacios en
blanco donde no puede entrar la libertad de expresión: ley mordaza, injurias a
la corona, defensa pública de la pederastia, exaltación del nazismo… La
legalidad retira aquí el tablero de juego.
Por debajo de los
espacios donde la ley prohíbe la libertad de expresión se desarrolla el combate
crítico. Un juego de opiniones cruzadas entre ciudadanos similares. La regla
del juego señala que debe respetarse al emisor (el derecho a la libertad de
hablar), pero no al contenido que emite, que está sujeto a crítica; en tonos
que pueden ir desde el matiz respetuoso hasta lo cruento, sin contrariar el
espíritu del juego.
Existe una tercera
zona: la de los ciudadanos excluidos de la libertad de expresión. Pese a
disfrutar del derecho a expresarse que se les negaba a mujeres, extranjeros y
menores en el ágora, no disponen de espacios donde hablar ni de recursos
técnicos para que se propaguen sus ideas. Están obligados a delegar la voz en
sus representantes. Daba igual lo que la mayoría de nuestros abuelos pensasen:
despojados de tribunas y altavoces, nadie les escuchaba.
Con la extensión
del espacio democrático ya no era necesario excluir de manera explícita a nadie
de la libertad de palabra. Bastaba con mantenerlos lejos de los medios y de las
tribunas, también de las bibliotecas que contribuyen a formarse.
“El límite de la
libertad es el daño del otro” (John Stuart Mill).
Todo el mundo tiene
derecho (entendido como ejercicio de libertad en defensa del poder) a pensar y
a usar su cuerpo como le venga en gana.
El riesgo de la
democracia pasa por la constitución de mayorías que acosen la libertad de sus
minorías. Mill habla abiertamente de tiranía de las mayorías democráticas.
Entendidas como la que ostenta más poder representativo: la clase dominante.
La clase dominante
impone por costumbre y constancia sus gustos y opiniones
La clase dominante
impone por costumbre y constancia sus gustos y opiniones. A veces perjudicando,
reprimiendo o vejando a las minorías. En este proceso no interviene la libertad
de expresión sino un poder blando, de penetración lenta. Una difusión de
ejemplaridad y leves censuras. En ningún momento se quiebra la legalidad
vigente.
El juego de la
libertad de expresión se juega de manera desproporcionada. La mayoría (los
dueños de la biblioteca) disponen de altavoces para difundir sus gustos y
costumbres, y pueden avergonzar públicamente los comportamientos, ideas o
hábitos que no casan con su idea de gusto.
La libertad de
expresión es el medio por el que las minorías pueden defenderse de las
mayorías. La libertad de palabra está garantizada como derecho. Pero, ¿qué vale
un derecho que no puede ejercerse?
Los cambios
sociales suponen un cambio de clase dominante y una alteración decisiva en el
terreno del gusto y las costumbres. La transición de los valores aristocráticos
a los burgueses le suministraron a Balzac material para treinta volúmenes.
Dos cambios
fundamentales de nuestra época: acceso masivo a las universidades y aparición
de nuevas tecnologías que posibilitan expresarse en público y difundir las
opiniones. La confluencia entre una mayor capacidad para articular juicios y la
posibilidad de disfrutar de un espacio de resonancia, altera la forma de la
libertad de expresión. La biblioteca ya no tiene dueño, la crítica vuela en
todas direcciones.
Las nuevas
“minorías emancipadas” (las masas de Ortega pasadas por los estudios
superiores) libran una batalla legítima en el campo de la crítica, lejos de la
legislación. Y emplean las mismas estrategias que la clase dominante: difunden
sus costumbres, hábitos y gustos; y se defienden de los ataques avergonzando a
los del contrario.
El dueño de la
biblioteca pretende que las minorías renuncien al derecho a defenderse con la
palabra
Cuando los dueños
de la biblioteca descubren que su “libertad de expresión” era también difusión
de poder y ven cómo las minorías emplean esa misma libertad de expresión para
defenderse de su influencia, se repliegan de manera defensiva y tratan de
invertir los términos de Mill: no es el uso de la biblioteca la garantía de la
libertad de expresión, sino quién tiene la llave. En adelante quienes empleen
el libre derecho de la palabra como defensa contra la pared serán acusados de
trastabillar la libertad de expresión. Como censores sería un exceso, se les
llamará canceladores.
El cancelador debe
callar por el bien de la libertad de expresión. El dueño de la biblioteca
pretende que las minorías renuncien al derecho a defenderse con la palabra para
seguir viviendo en la acogedora ficción de que su poder es libertad de
expresión.
La minoría rebasa
la libertad de expresión cuando no ataca el mensaje sino el derecho a la
emisión. Entonces opera como el poder al que pretende oponerse.
El ejercicio
crítico y el contraste de ideas no están obligados a ser plácidos, a menudo la
corriente arrastra ofensas, vergüenza, oprobios y burlas. La libertad de
expresión puede ser tan agresiva y cruel como cruentas sean las desigualdades
sociales y las injusticias políticas de las que apenas es un reflejo.
Un ágora es un
campo de batalla, solo puede civilizarse con la aceptación mutua de normas. La
exigencia irrenunciable es que la mayoría reconozca el derecho de las minorías
a ser sus interlocutores. Asumir de palabra la flexibilización que ya es un
estado de cosas.
El actual estado de
cosas se mantiene sobre dos pilares: las redes sociales y la educación pública
universal. A nadie debería sorprenderle la demonización de las primeras (el
cierre supondría un daño económico excesivo) y el intento de demoler las
segundas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario