VOLVER A SER GORILAS (SOBRE
LA SOCIEDAD MIOPE)
JUAN CARLOS MONEDERO
Imagen de archivo de un
gorila. Steeve JORDAN / AFP
La
reciprocidad, esa garantía biológica de supervivencia
El ser humano no tiene dientes, garras, astas, no vuela ni puede huir corriendo de depredores más rápidos. Ha sobrevivido cooperando, compartiendo información, organizándose. Por eso el lenguaje, una herramienta colectiva, durante mucho tiempo se ha considerado la cualidad humana por excelencia -hoy sabemos que muchos animales se comunican, aunque no con el grado de abstracción de los humanos-. Tan desvalidos como estamos, nos necesitamos unos a otros. Por eso los mentirosos, los abusadores, los que rehuyen sus obligaciones, los aprovechados y los caraduras siempre han sido mal vistos en las sociedades humanas, que los han expulsados cuando no directamente ejecutado (lo que pasaba en sociedades nómadas). Entre los primates, la reciprocidad es garantía de supervivencia del grupo. Cuando se debilita la reciprocidad, la sociedad está haciendo aguas.
Uno de los dilemas
de la economía siempre ha sido qué hacer con los gorrones. Un hecho paradójico
en nuestras economía está en que los empresarios apoyan que los otros
empresarios -nunca ellos mismos- suban los salarios a sus trabajadores. Esto
tiene el evidente objetivo de que así aumentará la capacidad de consumo, ellos
venderán más y crecerán sus beneficios, incrementados porque el empresario
gorrón seguirá quedándose -ahí al igual que todos los demás-, con una parte del
trabajo de sus asalariados.
Esto, dicen los
tertulioeconomistas, lo solventaría un mercado perfecto (del que los teóricos
hablan y nunca aparece) después de un tiempo de ensayo y error donde la oferta
y la demanda se equilibrarían. Para mitigar los dolores de la economía, desde
la defensa del Estado social se sostiene que valdría alguna forma de
inteligencia pública que tome decisiones políticas que sirvan para activar la
economía e impedir que los empresarios con mayor propensión a ser caraduras les
salga gratis hacer trampas. Por ejemplo, subiendo el salario mínimo (que en el
caso de España ha dejado a los tertulioeconomistas a la altura del betún). Algo
que saben las ciencias sociales y que suele olvidar la economía es que la
sociedad solo se sostiene sobre la base de la reciprocidad. El contrato social
es eso: un acuerdo en donde todos asumen las mismas reglas y se comprometen a
un mismo comportamiento. Por eso, los que opinan sobre economía y cobran del
mundo empresarial, al tiempo que niegan esta evidencia, quedan malparados.
La conciencia, ese remedio que no florece en un periodo
electoral
Buena parte de los
problemas sociales se solventan con una mayor conciencia. El desarrollo de esa
conciencia necesita que haya gente dispuesta a comportarse por vez primera de
una manera decente, aunque eso le devuelva un empeoramiento de sus condiciones
de vida. Esto va desde el que decide no colarse
aunque vea como los gorrones se saltan la fila, los que pagan impuestos
aun sabiendo que hay paraísos fiscales y vecinos o colegas caraduras que no lo
hacen o los que cumplen las reglas sin recurrir a primos, hermanos o redes
clientelares que les quitan a los demás oportunidades, recursos o contratos con
malas artes. En este caso, aunque los valores operan contra los intereses,
logran en el medio y largo plazo que esa generosidad vaya generando un sentido
común donde a los canallas les resulte más complicado ejercer su
encanallamiento.
Decía el general
Perón que el ser humano es bueno, pero si lo vigilas es mejor. Unos padres que
no confían en sus hijos terminan por hacer de sus vástagos personas con enormes
taras. De la misma manera que una sociedad que no confía en su ciudadanía
termina militarizando el comportamiento y entregando al miedo la solución de
dilemas que debieran solventarse con criterios de buena vecindad. Llamar a la
Policía cuando hay una discusión o un conflicto entre dos vecinos, cuando un
joven hace una barrabasada o cuando alguien cruza alguna barrera no
especialmente grave es trasladar al ámbito judicial, con su rueda implacable,
asuntos que tienen una mejor solución con diálogo e intermediación. Pero para
eso tiene que funcionar el contrato social y una virtuosa mezcla de leyes y
costumbres, basada en una inteligente comprensión de los seres humanos y del
mundo que haga fluida la vida social.
En cualquier caso,
esto no es tan sencillo. Es cierto que las sociedades de clases medias son
sociedades más pacíficas, porque la angustia vital y la incertidumbre son
menores (y ahí es importante el lugar que ocupas en la economía globalizada y
lo que te beneficias del lugar que tenga tu país en esa economía global. A
menudo, tu certidumbre te la financian los pobres de otros países y, durante
siglos, las mujeres). Esas sociedades de clases medias tienen fórmulas más
civilizadas de solventar los conflictos internos (aunque no tengan empacho como
países en hacer guerras en otros sitios o en rapiñar sus recursos). Siempre me
ha sorprendido las diferencias entre países a la hora de solventar las riñas de
tráfico. En Madrid se suelen solventar con una mentada de madre y algunos
gritos. Es posible también, sobre todo si alguno es especialmente intenso, que
se enzarcen los conductores, se empujen e, incluso, se rife un guantazo. Y
también pasa con los peatones que no toleran que un conductor jeta se salte un
paso de cebra o un semáforo en rojo. Sin embargo, en algunas capitales
americanas y latinoamericanas no respondes a una barrabasada que te ha hecho un
conductor agresivo y egoísta porque la posibilidad de que el infractor vaya
armado es alta.
Es importante, en
cualquier caso, no confundir los argumentos. Hacen falta sumar muchas riñas de
tráfico para alcanzar las cifras de muertos de la OTAN o de los ejércitos
civilizadores occidentales en Irak, Afganistán, Libia,Siria, Yemen,
Palestina... o las víctimas de los golpes y represiones durante toda la segunda
mitad del siglo XX. Pero no debemos perder de vista que problemas como el
narcotráfico (y la "lucha contra el narcotráfico") de Fernando
Calderón en México o de Álvaro Uribe en Colombia -derivadas de sociedades
profundamente desiguales- ha costado cientos de miles de víctimas en cifras que
son igualmente de guerra.
En las sociedades
muy desiguales, los que viven bien lo hacen de manera relativa, principalmente
viajando a países con mayor redistribución de la renta donde pueden hacer vida
social sin la violencia de sus propias sociedades. Es conocida la lógica de
"castillos medievales" en la que viven los ricos de América Latina,
rodeados de cercas, vigilantes, guardaespaldas, coches blindados y zonas
exclusivas donde terminan confundiendo su país con los reducidos espacios en
donde desarrollan su vida.
¿Puede hacerse que crezca la conciencia social?
En Berlín los
usuarios del metro se sacan su propio billete. No necesitan tornos ni cajeron
ni policías para hacer lo correcto. Esa libertad es usada por gente de fuera
para colarse -cuando estudiaba allí no eran pocos los españoles que se jactaban
de su "viveza" para aprovecharse de esa supuesta falta de normas-. La
reflexión correcta sin embargo sería: ¿qué sociedad me ha hecho tan desgraciado
que para comportarme de manera cívica necesito un policía?
La sociedad tiene
que sentar las bases para que el cumplimiento de las normas no sea mucho más
oneroso para unos que para otros. Claro que es mucho más complicado reciclar
cuando tienes una cocina de ocho metros cuadrado. Sin embargo y curiosamente,
los pobres cumplen el contrato social más que los ricos. Los bancos saben que
la gente humilde paga los créditos con más rigurosidad que los pudientes. Que
le pregunten a Espinosa de los Monteros.
En ese marco
complejo es donde cobra sentido el juego entre la existencia de leyes virtuosas
que lancen de manera clara el mensaje de que la justicia es igual para todos
-ricos o pobres, reyes o mendigos, hombres o mujeres, jueces o presos, gente
con contactos o ciudadanos de a pie-, y el lento incremento de la conciencia
cívica en una sociedad. Ese incremento de la conciencia es lento -por eso a
menudo se necesitan varios ciclos electorales para que un país cambie- y tiene
complejos recorridos a través de explosiones sociales, contiendas electorales
polarizadas, reformas educativas, evolución de las iglesias, crecimiento del
laicismo, pluralismo informativo, libertad de expresión, creación
artística, literaria y audiovisual,
capacidad de pensar opciones alternativas, comparaciones con otros países,
proliferación de movimientos sociales, surgimientos de nuevos partidos, existencia
de una red intelectual con capacidad de poner voz en momentos de decepción
social, comunidad científica respetada...
En democracia, las
leyes, como toda institución, suelen ser mejores que los ciudadanos
individuales. Esta paradoja -los productos humanos debieran ser iguales que los
seres humanos que los crean- tiene que ver con dos características que están en
las instituciones y en los individuos pero es más fácil que emerjan cuando
existe algún tipo de compulsión material y simbólica (en otras palabras, cuando
funciona el contrato social). De manera más sencilla: las leyes y las
instituciones tienen ventaja social porque son dialogadas -por tanto,
incorporan diferentes intereses hasta que se crea algo parecido a un interés
general- y porque están pensadas para tener validez en el tiempo. Por eso, todo
el mundo con dos dedos de frente está a favor de que existan leyes de tráfico
pero son multitud los que en algún momento las quiebran (como demostraba un
estudio de la Universidad de Elche, especialmente en "el uso del cinturón
de seguridad, el uso de teléfonos móviles mientras se conduce, no respetar los
límites de velocidad y el límite de alcohol al volante").
Decía Rousseau que
en una sociedad de ángeles no haría falta la política porque nadie haría daño a
nadie voluntariamente (no nos contó qué hacer con los ángeles distraídos, los
que tuvieran ideas diferentes de lo que era el bien común o los que creyeran
eso de que quien bien te quiere te hará llorar). Pero, concluía, no somos
ángeles.
En España está
entrando el desierto africano por el Sur, afectando al agua, cosechas,
corrientes, fauna, biodiversidad... y, como en una metáfora estremecedora,
coincide con la entrada en España también del auge de la extrema derecha.
¿Conciencia o leyes contra los grandes problemas del siglo XXI?
Con el
calentamiento global vamos a enfrentar uno de esos dilemas quizá de manera
determinante para la sobrevivencia de la especie humana. Como le ocurría al
empresario gorrón, todo el mundo está de acuerdo en que los demás tienen que
hacer algo para que en el planeta no siga subiendo la temperatura. Pero no
estamos tan dispuestos a hacer la parte que nos corresponde. Esto vale dentro
de nuestros países y aún más entre países: que usen menos el coche, bajen la
calefacción o apaguen la luz los otros. Esto es así, entre otras cosas porque
las enormes desigualdades y los estímulos de la sociedad de consumo invitan a
un "sálvese quien pueda" que es suicida pero no termina de
vislumbrarse hasta que nos caiga encima. E incluso cayéndonos encima, no
podemos descartar que después del desastre quisiéramos seguir llevando el mismo
tren de vida. La película No mires arriba tuvo éxito porque era un reflejo
sorprendente de la estupidez en la que andamos.
¿Es posible pensar
en un momento en donde se encarcele a los científicos que alerten de los
peligros en marcha? Las dictaduras lo han hecho en otras ocasiones y estamos
viendo cómo crece el número de detenciones de científicos que ejercen la
desobediencia civil como forma de alertar de los riesgos en marcha.
Conforme la ciencia
deja más claro que la temperatura ha cambiado, los miopes que no tienen el más
mínimo interés en cambiar van a insistir más y más en el negacionismo. En
España está entrando el desierto africano por el Sur, afectando al agua,
cosechas, corrientes, fauna, biodiversidad... y, como en una metáfora
estremecedora, coincide con la entrada en España también del auge de la extrema
derecha (que llega con fuerza a zonas amenazadas por la desertización, como
Andalucía o las Castillas o a las plazas fuertes donde se refugian los
privilegiados, como Madrid). La metáfora de El cuento de la criada, donde
veíamos a las mujeres fértiles esclavizadas como paridoras, se ha ido haciendo
realidad con los vientres de alquiler o el papel reservado a las mujeres en
países como Hungría o Polonia. ¿Es
posible pensar en un momento en donde se encarcele a los científicos que
alerten de los peligros en marcha? Las dictaduras lo han hecho en otras ocasiones
y estamos viendo cómo crece el número de detenciones de científicos que ejercen
la desobediencia civil como forma de alertar de los riesgos en marcha.
El motor de deseo
de nuestras sociedades es el consumismo (que no el consumo). En términos
generales, trabajar es la garantía de que se puedan consumir los bienes que
permitan a uno vivir o sobrevivir. Fuera de la familia, si no trabajas no
consumes. El consumo y el consumismo están a su vez impulsados por la obtención
empresarial del beneficio realizados en el mercado (las empresas buscan maximizar
el beneficio y reducir los costes. Por eso no les gustan los sindicatos). La
maquinaria de consumir está íntimamente ligada al mundo de la publicidad y a la
generación de patrones de vida vinculados al consumo (todo en sociedades
saturadas audiovisualmente). A lo que habría que añadir los empresarios, con
enormes conexiones políticas, que obtienen el grueso de sus beneficios gracias
a la cercanía del poder político.
En España es
evidente la carrera económica ligada a la política de Florentino Pérez, con su
recurrente aparición en casos de corrupción política. En EEUU, Trump aprobó el
fin de cualquier límite de financiación empresarial de los partidos, de manera
que a día de hoy, tanto el Partido Republicano como el Partido Demócrata
dependen económicamente de grandes empresarios. Añadamos las guerras, que son
la campaña de Navidad permanente del capitalismo de las armas. Cambiar todo
esto es darle prácticamente la vuelta a nuestras sociedades. Y no se podrá
hacer compulsivamente y tampoco -no hay tiempo- sin un gran debate social que
convierta la urgencia climática en una institución. La tarea de las nuevas
generaciones va a ser esencial o no habrá solución.
Los desafíos del
siglo XXI deben estar en las conciencias y reclamarán leyes contundentes que
sólo serán asumidas si son entendidas.
No van a funcionar
las políticas públicas progresistas que no conecten con un modelo de vida
alternativo. Incluso pueden resultar más atractivas las promesas suicidas de la
derecha (lo vimos en Madrid, donde Díaz Ayuso ofreció "libertad o
comunismo" y se murieron más de 7.000 ancianos en residencias porque la
derecha no quiso derivarlos a hospitales y cada día se deteriora más la sanidad
pública, con resultado necesario de muertes). Los desafíos del siglo XXI deben estar
en las conciencias y reclamarán leyes contundentes que sólo serán asumidas si
son entendidas.
De manera que las
fuerzas progresistas no deben simplemente aprobar leyes, sino hacer todo el
esfuerzo que esté en su mano para que la mejoría que logren esas políticas se
convierta en conciencia. Porque de lo contrario seguiremos teniendo ese
resultado igualmente suicida donde un porcentaje muy alto de españoles cree que
al tiempo que su situación económica es buena o muy buena, la de España es mala
o muy mala. Ese envenenamiento mediático construye una coraza impenetrable para
retos como el calentamiento global, el reordenamiento del mundo para repensar
la inmigración, el envejecimiento de la población europea o la necesidad de una
renta básica universal acompañada de políticas sociales y de empleo. Y esa
coraza impenetrable, en un momento de crisis civilizatoria, tiene el riesgo de
crear individuos crecientemente engorilados. Aunque los gorilas no tenían las
armas de destrucción masiva reales que nosotros sí tenemos.
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