VIDAS DE LAS ÉLITES
La última
semana del año ha traído dos noticias relacionadas con la monarquía: el
discurso de Nochebuena de Felipe VI y los excesos nocturnos del sobrino del
actual monarca.
PABLO ELORDUY
Encuentro dos placeres muy diferentes en la contemplación de las vidas de los ricos. El primero ha dado lugar a un género tan viejo como la propia costumbre de relatar las vidas ajenas. El aprecio de las mantelerías, el menaje, las manufacturas, y por supuesto la gastronomía que se gastan, es un pequeño vicio para quienes tenemos un gusto educado por la clase media, cada vez más estandarizado en cuanto a lo adquisitivo (adiós Duralex, hola compañía sueca de mobiliario y decoración) pero gusto, al fin y al cabo, constituido para la apreciación de lo bueno y el descarte de lo mal hecho, lo cutre y también de lo más ostentoso.
Un éxito importante
de la política de la clase media es haber penetrado como moda moral también en
la puesta en escena de las élites. Al mismo tiempo que las subculturas “de
barrio” fueron llenando sus videoclips de joyas, bugas y sillones de cuero, una
porción de la aristocracia ha tendido a presentarse a sí misma, si no como
austera, sí como más y más minimalista.
La idea de la clase
media como una especie de casa común sin conflictos (de clase) ha inspirado la
escenografía habitual de los discursos navideños de los dos últimos jefes de
Estado, en España máximos exponentes de la élite desde más o menos el siglo
XVI. Sus jefes de gabinete optaron por presentar a Juan Carlos I y a Felipe VI
en una especie de salita de estar, con mobiliario sencillo pero de calidad,
flores de pascua y fotografías familiares. Esa imagen del rey “como uno más” es
un producto reciente de la historia y habla también de la crisis de la realeza,
subgrupo social que opta por confundirse con el paisaje para sobrevivir en este
siglo.
Hay élites que se
resisten a dejar de parecerlo, incluso aunque el primero de los suyos haya
adoptado esa posición, un tanto sumisa pero efectiva, de camuflarse como un
ciudadano más
En 2015, entre dos
oleadas de impugnación a la institución, la Casa del Rey optó por marcar de
nuevo los límites, recordar la desigualdad de base que fundamenta la monarquía.
Para aquel discurso de Nochebuena, Felipe VI se trasladó al Palacio Real y 20
Minutos —el medio más leído, insípido y aparentemente incoloro— remarcó que lo
hizo allí “como un símbolo de la grandeza de España”. La noticia de EFE
señalaba, en contra de toda evidencia, que la escena estaba “despojada de
cualquier otro objeto” aparte de la preceptiva flor navideña, pero aquella
noche la mirada, atenta o no, se topaba con lámparas de araña, candelabros,
tapices, espejos del tamaño de mesas de ping pong, estatuas y (¿qué es eso a la
derecha de nuestras pantallas?) el mismo trono. Una vez lanzado ese mensaje de
distinción estética a modo de aviso, en el decorado navideño del borbón han
vuelto las evocaciones a lo doméstico y se ha recluido en el saloncito que se
asemeja a las sitcom que se desarrollan en adosados.
Pero hay facciones
de esas élites, sin embargo, que se resisten a dejar de parecerlo, incluso
aunque el primero de los suyos haya adoptado habitualmente esa posición, un
tanto sumisa pero efectiva, de camuflarse como un ciudadano más. La apoteosis
cayetana de 2020 fue sobre todo estética. La derecha malota se ha reivindicado
con un claro “estamos por encima del resto”. En esa guerra de clases, más
explícita desde la emergencia de un partido ultra, un sector de los poderosos
deja claro que nunca pretendieron eliminar la escalera de servicio de sus
edificios, y al mismo tiempo se reclama como víctima de una reacción buenista,
woke, presente en todos los discursos acerca de la igualdad.
La noticia
publicada por El Confidencial sobre la reyerta de pijos que tuvo lugar el 27 de
septiembre en la calle de Goya —en el distrito de Salamanca de Madrid, el
principal patio de recreo de las élites—, pelea en la que estuvo implicado un
sobrino del actual jefe de Estado, Felipe Juan Froilán de Marichalar y Borbón,
y el inventario de algunas de las aventuras de éste en el territorio mítico de
“la noche”, tienen la virtud de recordar que la aristocracia sigue existiendo
en contraposición a la vida de los miserables, y que, en esa pugna sigue
gozando de la irresponsabilidad penal que siempre tuvo.
“Yo, si soy algo,
soy una víctima. Y ni eso. Soy un testigo de lo que ha pasado”, ha declarado el
joven hijo de una infanta, en una frase que refleja la vida muelle de quienes
cuentan con todos los medios para explicar que su pelea de bar no es como las
otras peleas de bar, que estampar un coche contra unos coches es distinto si se
trata de su coche. O víctima o testigo, o consejero delegado o consejero
delegado canallita: lo fundamental es que todas las oportunidades que da la
vida están siempre abiertas cuando se es excelentísimo señor.
El otro goce
Encuentro dos
placeres muy diferentes en la contemplación de las vidas de los ricos. El
segundo es el desahogo del rencor de clase que está permitiendo la ficción
actual. El subgénero “no envidias la vida de los ricos, solo los detestas a
ellos” ha generado obras divertidas, audaces y recientes. Las dos películas de
Puñales por la espalda (Rian Johnson 2019, 2022) y las series de televisión
Succession (Jesse Armstrong) y The White Lotus (Mike White) —o, si se prefiere
en clave de cine de época, la ya antigua Gosford Park (Robert Altman, 2002)—
son excelentes ejemplos de cómo la creación estadounidense ha comprendido que
no basta con los estímulos que proporciona el cine de tacitas de té —la
ostentación de las sábanas de lino o los servicios de café que hacen de
culebrones como Downton Abbey (Julian Fellowes) un producto pasable— sino que
hay una audiencia que quiere exclamar “putos ricos” cada cierto tiempo y no sentir
ningún tipo de empatía ni conmiseración ante sus miserias y lloros.
Desde luego que no
es un mensaje de concordia, no es polite y no nos mete a todos en el mismo
barco en la búsqueda del progreso como sociedad. Es un mensaje que no apelan a
la búsqueda de la serenidad, la paz, la tranquilidad, incluso aunque esta sea
hoy la hoja de ruta del ala izquierda de la clase media occidental. Son
productos que provocan rabia y burlas, eso explica que funcionen. No se trata
del escándalo moral, se trata de que la sátira coloca al espectador en una
posición menos indefensa.
Y sí, es irónico
que este sentimiento se exprese gracias a producciones costosísimas, solo al
alcance de los grandes estudios audiovisuales estadounidenses, y también lo es
que sean disfrutados por minorías cultivadas en el gusto cultural de la
burguesía. Pero entre toda la paja que rodea a los alegatos contra la
corrección política y lo woke, que tienden a favorecer los privilegios de las
élites porque perpetúan las desigualdades de partida, es un alivio pensar que
hay guionistas y creadores que no dejan pasar el potencial liberador que sigue
teniendo la lucha de clases. Es una gran noticia saber que ese esfuerzo de las
élites para disimular las diferencias radicales que los separan de sus súbditos
o su personal asalariado no les está sirviendo de nada, que se les tiene
calados.
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