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miércoles, 24 de junio de 2020

INTRODUCCION A "CADA CUAL ARRASTRA SU SOMBRA", EDITADO EN LA BIBLIOTECA BÁSICA CANARIA EN 1988


INTRODUCCION A "CADA CUAL ARRASTRA SU SOMBRA", EDITADO EN LA BIBLIOTECA BÁSICA CANARIA EN 1988
POR ÁNGEL SÁNCHEZ
Los dos relatos cuya edición presentamos en este volumen, bajo el título del primero de ellos -Cada cual arrastra su sombra- vienen soldados por la proximidad desde su mismo origen, ya casi veinte años atrás. Fueron escritos antes de 1971, año de su publicación en Las Palmas. Se vendieron a setenta y cinco pesetas/ejemplar en las contadas librerías de la provinciana ciudad de entonces, una vez difundido de modo oral el enjundioso mensaje de algún amigo que lo recomendaba por su novedad cualitativa.

Cualquier edición contemporánea de libros canarios era en gran medida de poesía y, en escaso volumen, de cuentos. Pero, así y todo, el nuevo objeto cultural iba a engarzar de algún modo con la tradición poética isleña: aquella portada era un dibujo del eminente y recordado pintor y poeta Juan Ismael. Éste vivía ya los últimos años de una genuina creatividad independiente, sublimando así una carrera de perdedor nato en vida, vuelto luminaria ética y estética tan sólo reconocible cuando muere. La presencia de este artista pregonando al nuevo autor fue muy del gusto de ambos.


Quien redactó la solapa del volumen -acaso un miembro de la comandita literario-editorial Inventarias Provisionales- ya advertía que el autor nació en Las Palmas en 1944 y hacía con Cada cual arrastra su sombra una primera entrega literaria. Aquel escritor, apadrinado de forma tan entusiasta por Juan Jesús Armas Marcelo como para arriesgar gastos en la edición, era un nombre desconocido en el ambiente literario más consolidado: el de las páginas literarias en prensa insular.
Veintisiete años, maestro de escuela, le tiraban mucho el fútbol y las canciones mejicanas. Componía incluso sus propias variaciones de corridos y rancheras, garrapateándolas en su guitarra. También se había hecho con una máquina de escribir, tanta era la necesidad que sentía de contar la experiencia de una vida suburbial en la mejor de las situaciones: desde dentro.
Son ya diecisiete años los que lleva Víctor Ramírez arrastrando la sombra magmática de su primer texto, cargando como referencia obligada aquel ectoplasma juanismaeliano, blanco sobre verde, en el que espejea su primer formato estilístico, ese texto insustituible en su carrera de escritor.
Ciento seis bloques prietos de una escritura que pronto pondría el grito en el cielo de la morosa prosística insular.
Algunos de sus propios títulos, y otros de sus colegas en edad, son una zona escrita de nuestra cultura tan básica que precisa, sin duda, revisarse en un proyecto cultural de edición que tiene objetivos tan claros como la Biblioteca Básica Canaria.

Como se habrá podido intuir, creemos que en Cada cual arrastra su sombra hay un texto funcional, y lo es en dos sentidos: como germen del desarrollo posterior del propio Ramírez y en tanto mojón limítrofe de una renovación de la oferta literaria en prosa, siempre en territorio canario.
Una renovación que prendería mecha como nueva narrativa canaria hasta hacer boom y decir ¡basta!
Para presentar al lector algo tan básico, hemos ideado un seguimiento textual inteligible que lo caracterice según los datos ofertados por el mismo texto en clave lingüística, en clave social, en lo histórico-literario e incluso en clave psicológica. Así podremos apreciar en cada plano que estamos frente a un texto inaugural, y cara a dos textos intencionalmente gemelos, pues tal es el sentido de este su tercer formato editorial.
Hemos de recordar al respecto que el autor incluyó tanto el relato titular como el denominado El arranque en la posterior edición de sus Cuentos cobardes (Taller de Ediciones JB. Madrid, 1977). Las claves que hemos seleccionado pretenden evidenciar el albedrío creativo y expresivo de Víctor Ramírez, esperando ayudar suficientemente al lector para leerlo con el máximo provecho y gusto.
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Diciendo clave social queremos expresar así en qué aspecto estos cuentos pudieran ser una comprobación documental de cómo era la sociedad canaria de 1971. En tal sentido creemos que los personajes de Ramírez, y el ambiente en que se mueven, son una realidad sectorial desesperada, siempre dentro de un estado de cosas más general que delata el trasvase de una sociedad a un nuevo modelo, evolucionando entre contradicciones.
En el retrato de ese nuevo modelo social ya se anuncia que la lucha de clases queda aplacada por los enredos del consumismo y que será nuevamente aplazada. En el corte social donde trabaja Víctor Ramírez hay suficientes desajustes emocionales, demasiadas pasiones como para decidirnos a hablar de patología; suficientes injusticias sociales como para que arriesguemos calificativos políticos.
Para retratar ese momento histórico y fijar la vida diaria en pensamiento y acción humanos le bastará a Ramírez ser natural, inmediato; empujar las sombras hacia el formato tipográfico, dar curso al fluir de la oralidad. Le bastará al autor insistir en personarse a texto abierto, dando en directo el pensamiento y la carnaza de sus seres, inventados -dice él- para hacerlos sufrir. Con esa base en la naturalidad puede ejercer un calado crítico en las condiciones de vida de cualquier sección de la geografía humana más universal. Pudiendo estar, llegado el caso, en alguna loma suburbana de una ciudad canaria determinada.

Ramírez escribe de los de abajo que, por pura paradoja, viven en la zona más alta de las ciudades costeras de las Islas, donde se ha ido reduciendo a la población urbana humilde desde la misma fundación de las dos grandes capitales canarias. El medio social son los riscos, barrios aún periféricos en 1971, donde funciona el paisanaje retratado por el autor.
Existe en dicho medio una zona de coexistencia casi familiar entre vecinos; todos conocen a todos en la solidaridad de ir tirando en condiciones semejantes, séase obrero, marinero, tendero, maestro o empleado. Ese ir tirando es algo así como arrastrar su sombra, enunciando desde el título un estado de cosas.
Los seres anónimos despertados por Ramírez para encarnar a sus protagonistas aparecen simultáneamente sórdidos y cariñosos, broncos y leales, primarios y retorcidos, con escaso dominio de reflejos ante una situación que los desborda, ya sea íntima o extraña a sus planteos vitales. Seres que arrastran la sombra del infortunio en la desigualdad con humildad soberbia. Inmaduros y enormemente dependientes de la realización libidinal: si el amor les falla, todo se hunde, que así sucede en las canciones mejicanas favoritas del autor.
El argumento narrativo donde esos seres se expresan es un tejido de acciones y emociones conflictivas en los individuos pero, con toda seguridad, dicen más de lo escrito: se trata de todo un fresco de la conflictividad psico-social en amplias zonas de la población canaria de la posguerra. Una población apenas salida del racionamiento, del café de cebada, las misiones, la infraescolarización... Apenas dominando su precariedad emocional, la represión sexual y los miedos diarios. Demasiadas bridas para llevarlas con dos manos.

Hay en esa amalgama de factores ambientales, extremados por la situación histórica, ciertos componentes caracteriales fijos del genuino ser canario. Constantes como la sensación de matriarcado, el narcisismo, la inseguridad. Esa necesidad de cuerpo y ánimo por asumir el miedo secular de los aislados. De ahí el color de las venas principales de este cuerpo social canario escrito por Ramírez. La ansiedad está permanentemente levantada en sus personajes, la produce una percepción ingenua de la vida.
Pero ya se sabe: la vida siempre golpea; que cada palo aguante su vela, tal es la locución popular de la que parece calcarse el título de nuestro relato. También está erguida la hombría, pues los dos protagonistas de estos cuentos no dejarán de plantearse su condición masculina a niveles de satisfacción funcional y de realización social, combates siempre presentes en una sociedad de dominante matriarcal.

Matriarcado, narcisismo, inseguridad, necesidad de asumir el miedo secular de los aislados serán algunas constantes situacionales o elementos definidores del medio descrito por nuestro autor. Tal ansiedad viene siendo resultado de una percepción ingenua de la vida, que golpea sin querer a los de siempre, que produce una miseria moral conjunta, contra la que no se tienen defensas ni principios.
Sin arrestos para dominar las situaciones depresivas, usando tan sólo una rudimentaria visceralidad refleja. A estos seres los podríamos llamar cobardes -como hace Ramírez- si no fuera porque la indefensión histórica de amplias zonas de la población insular produce también personajes así, ese tipo de seres dependientes. Por ello es que la recatada vida de los riscos se tensa al son de los cambios que ocurren en la costa: el trasvase de modelo social tan acelerado, sin apenas transición.
Los textos de Ramírez paralelizan la situación propia de personajes inestables en un formato de sociedad mutante que poco viene a ayudar a la clase parada, analfabeta y subalimentada. Viene a decirnos que en tanto la calidad de vida y los Derechos Humanos no se homologuen a toda la población, habrá siempre cobardes orgullosos. Entretanto, los escalones de poder se recapitalizan y los jefes deberán seguir usando con el humilde su intemperancia de clase dominante, hacer uso de su posición: el látigo.

Si la ronca dialéctica de la literatura marxista está lejos de ilustrar al autor, Gyorg Luckacs diría que se aproxima vorazmente, con ese tipo de literatura, a un planteamiento partidario, panfletario y solidario. Efectivamente, mostrando como autor tanta solidaridad de clase, Ramírez empieza por entonces su alineamiento entre los escritores que practican una literatura comprometida -como se decía- socialmente. Tan sólo fuera porque sus textos pasan de ser recreativos a ser perturbadores del conformismo que se espera del lector, al que Ramírez arrastra en mera complicidad de identificarse en la lectura de algo tan revulsivo como si de su misma vida se tratara.
         Es evidente que el sujeto lector canario, primer destino de la edición de 1971, corría el albur de seguir al nuevo autor en una identificación que consiguiera devolverle a sus propios orígenes sociales y a la propiedad lingüística nativa. Fue aquel un selecto grupo de lectores al que se sumarían muchos otros peninsulares en la edición titulada Cuentos cobardes (1977).
Esperemos que la legión de lectores que seguirá la reedición que presentamos ahora, pueda distanciarse suficientemente en el tiempo como para saber integrar, en la lectura que de él haga, el debido poso histórico que tienen estos textos. Haciéndoles ver que, a fuer de realistas, parece comprobable todavía el modelo social que sostiene las acciones narradas. Pues en ese sentido poco ha cambiado la realidad vital de ese sector de población, poco ha cuajado nuestra difícil consolidación como sociedad.

En efecto: bajo esta prosa discurre una insatisfacción y una vindicación sociales muy marcadas, una voluntad expedita de derramarlas en tinta impresa, toreando sibilinamente a la torpe -a su pesar- censura del régimen del Generalísimo. Son esa dolida franqueza expositiva de su realidad social, unida al nuevo modelo de prosa que arriesgaba el autor, los dos factores que hicieron de estos textos un poco el canon de una cierta rebeldía generacional que se identificaba con el tipo de combate por escrito.
La oleada escrita que siguió en otras publicaciones en prosa sería luego rumbosamente bautizada como nueva narrativa canaria, puesto que en estilo oral e innovación sintáctica iban sus mejores y más novedosas prendas. Algún periódico peninsular, ansioso de etiquetajes, los definía como narraguanches, mostrando con dicho bautizo ser absolutamente ignaros de cómo funcionan las cosas en la provincia lejana.
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Lo cierto es que no hubo una, sino dos nuevas narrativas, cosa que se explicará en breve, ya que entramos en lo que llamábamos la clave histórico-literaria de estos textos. Ayudaremos así a situarlos ya avanzada la posguerra española, anotando de paso algunos hechos que puedan servir de antecedente literario. El endémico déficit cultural traducirá en el terreno literario los desajustes existentes en la sociedad, tan pronto como se salga de la ficción y se toque realidad.
Está claro que hay una situación anormal. Se arrastra desde los años 50 un retraso en la publicación de la producción literaria isleña, laguna editorial bastante a remolque del atrasado modelo social. Anotaríamos la situación canaria como suburbial con respecto a otras áreas socioculturales hegemónicas en el Estado español y sólo daríamos un dato en apoyo: contar los años pasados entre la escritura de Mararía, de Rafael Arozarena, y su publicación en Barcelona. Casi treinta...

En el transcurso de la primera mitad de este siglo continúa la tradición ruralista y sainetera en la prosa canaria, salvo valiosas excepciones. Alonso Quesada, por ejemplo, ilustró el lado urbano de la vida provincial. El máximo desvelamiento sucede cuando aparece Crimen (1934), de Agustín Espinosa. Se corta la buena racha y se truncan las libertades ciudadanas con el triunfo del Movimiento Nacional.
Es algo más tarde, a partir de los años 50, cuando aparecerá un primer boom narrativo soterrado en páginas literarias de prensa insular: son los primeros cuentos de Pedro Lezcano (El Pescador, Cuentos sin Geografía), los relatos iniciales de Isaac de Vega, Rafael Arozarena y Antonio Bermejo, variantes todas de un modelo de prosa forzosamente simbólica aunque con base real.
Esto equivale a decir que ya en los años 70 existía en el aire del tiempo impreso una prosa en muchos aspectos adelantada en el hecho de plantearse la condición insular. Son los melancólicos soliloquios de los autores fetasianos citados, la percepción oblicua del corte social que efectúa Bermejo.

Antonio Bermejo, Secundino Delgado y Juan Rulfo están sin duda entre las propiedades referenciales de Ramírez, de ese realismo lacerado por el ralentí humano en la dinámica social que lo motiva. La tipificación literaria que se consigue en esta triple fuente del desarraigo y la identidad borrosa revelan ya que nuestra inmadura prosa sube el escalón preideológico que ya la poesía canaria contemporánea había alcanzado en versos de Pedro García Cabrera, Emeterio Gutiérrez o Agustín Millares.
Creemos que no se ha insistido suficientemente en anotar esa soterrada línea de fuerza prosaica cuando se hablaba del boom: deslumbraba demasiado la novedad estilística como para hacer catas en la propuesta desestabilizadora que amagaban los fetasianos. Líneas de fuerza que discurren también en las decenas de novelas surgidas en estos dos decenios. Que cruza la propia línea editorial de Ramírez en sus más importantes títulos: Además lo primero (1978) y Diosnoslibre (1984). Es muy evidente que los dramáticos y ateridos seres de Bermejo ya anuncian a los soberbios perdedores de Ramírez.

La gavilla de novelas más o menos maestras surgidas en los años 70-80 (las de Alfonso García-Ramos, León Barreto, Juan Cruz, Alberto Omar, Juan Manuel García Ramos, Luis Alemany, Emilio Sánchez Ortiz, etc.) son un desenvolvimiento bastante significativo de la infraestructura creada años antes por los fetasianos. Ramírez se sitúa entre ellos como un primitivo, receloso de otras vanguardias idiomáticas que no sean de su invención.
El crítico Rodríguez Padrón ya ha advertido que "la cabeza de turco de todo este embrollo es la novela testimonial de Alfonso García Ramos Guad (1971)", salida al público unos meses antes que el primer libro de Ramírez. Añadiremos que la cabeza de lanza enterrada en los nuevos modos de anotar la diferencia insular podríamos acotarla en una línea medianera donde se balancean tanto Crimen como Mararía.
Se leía muy poco en esos años y la situación no acaba de normalizarse del todo. La coherencia histórica -y moral- de todo este episodio no se alcanzará hasta que pueda publicarse La lluvia no dice nada, misteriosa novela inédita de Bermejo que alguien retiene injustamente escondida.

El que cuenta -diríamos, imitando al autor- tiene mucho que contar y, a través de lo que cuenta, contándose irá perfilando a sus contemporáneos. Blasín, por ejemplo, el varón protagonista de Cada cual arrastra su sombra, roza exactamente el volumen físico de un arquetipo insular de hombre joven afirmando una masculinidad reproductora y libidinal, protegiendo la honra de novia, madre y hermanas; entregado de lleno al esquema moral de un patriarcado aparente, sin saberse eje móvil de un comportamiento que guía el potente matriarcado insular. Sin saberse hasta el cuello un agente de la secreta voluntad del mujerío, antes al contrario: ciego conductor de su dualidad humana que vindica, como primer grado, la hombría también primaria del superviviente.
Desde ese resorte salta con mucha naturalidad la rebelión simbólica contra el padre. Fue gracias a estas claves emocionales, de relativa facilidad lectiva, desde donde la crítica literaria ha señalado que el autor expresa un registro bastante acusado de misoginia y machismo cantonal. Conjeturas críticas que creemos accesorias si se tiene en cuenta que la parábola trazada no alcanza a toda la población masculina de estos relatos sino meramente al que cuenta, en verdadero recurso proyectivo de su naturaleza y las circunstancias que la envilecen.

Queremos subrayar, sobre toda otra conjetura, que en algo sí que acierta la crítica, repitiendo una y otra vez incansablemente que todo primer libro tiende a ser autobiográfico. En el muestreo que hace de la afirmación varonil de sus personajes fluye nítidamente la biografía ramiriana. Escritura la suya con cierto alcance de transposición personal: soliloquios y diálogos que valen para que el autor se afirme como un alguien, un cualquiera de ellos que contara las rutinas vitales canarias como suelen pasar.
Sin más coloración literaria que la heredada de las líneas maestras del naturalismo (Emilio Zola), su asimilación hispana de guiñol -digamos Tirano Banderas- y su proyección americana: digamos John Steinbeck, Juan Rulfo o Guimaraes Rosa. Pues, en efecto, los textos titulados Pedro Páramo de Rulfo o Miguelón y Miguelín de Guimarâes no están muy lejos de ese registro perceptible como estilo en el que se teje la escritura al hilo de la vida misma, manchando el papel descarnadamente, en uso de expresar lo más natural: cada cual arrastra su sombra.

En Víctor Ramírez los desajustes sociales son calcados de los conflictos individuales, evidenciando un sesgo de patología social ya desde la familia. Y es que la sociedad en que vive no es homogénea, está desvertebrada y en proceso de crecimiento, se ve sin capacidad de reacción ante el nuevo modelo relacional. Existe un sistema de valores tradicionales que pervive en el barrio, mientras se transvasa con enorme rapidez el modelo más general de civilización.
En ella, aquellos valores tradicionales -solidaridad, respeto, honra- no se ven sustituidos por otros que tengan entidad suficiente para reemplazados, sino por líneas de fuerza progresivas como el consumo, la competitividad y el barrio-dormitorio. Todo ello afecta centralmente a los personajes contados por V.R.: se les ve bastante inermes ante el progreso, buscando aún la felicidad en lo que ya se conoce como umbral de bienestar. Sabemos que este tipo de literatura prioriza la descriptiva del modelo de civilización en que se desarrolla, siempre como telón de fondo de unas circunstancias vitales. Es, por otra parte, con los turbios sentimientos con lo que se hace buena literatura, al contrario de como lo formulara André Gide.

Nuestro autor, ajeno al navajeo descarado que existe en una sociedad literaria biprovincial, consigue sin esfuerzo situarse en una radicalidad crítica de apartado que lo lleva a alinearse en causas desesperadas, con los insurrectos; causas sustitutivas -y no complementarias- a las urgencias que delata y que parece conjurar en sus escritos.
         Este efecto contracorriente le llevará otras veces a la contradicción vital (sus declaraciones a la prensa) con la causa que parece enhebrar su discurso: ese anarquismo militante tan espeso.
         Pero la cata hecha en el área social canaria trasciende, desde luego, cualquier debilidad posible en sus métodos como persona pública y creemos que ha servido de reactivo literario hacia la tan esperada normalización.
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Una mirada sobre los recursos estilísticos que usa el autor dará cabida a la prevista exposición de su clave lingüística. En cuanto al procedimiento narrativo mismo diríamos que estos relatos incorporan al nuevo curso de la prosa que se establece en Canarias algunos elementos un tanto inéditos en el panorama literario local, cuales son los relativos al tiempo.
         En Ramírez la unidad narrativa se compone de secuencias seccionadas de alguien que narra en presente o en pasado dos historias, como si dijéramos, en solución de contigüidad, indicando al lector varias rampas de acceso a la totalidad que se cuenta. Con este modo de escribir es bien cierta la familiaridad que encontramos con los estilos desplegados ya desde las primeras novelas del boom de la narrativa suramericana: La casa verde, de Mario Vargas Llosa, por poner un ejemplo.
         Pero el caso es que Ramírez, entrándole al trapo de las nuevas formas de narrar, lo que hace es abrir la brecha de una influencia más venida del exterior y que arraiga en el espacio literario insular: asumir el nivel del habla canaria y renovar la temporización escrita. Los recursos estilísticos de que se sirva en adelante apoyan con vehemencia esa actitud criolla de aclimatar aquí ciertos avances en el apalabramiento del idioma común.
Es novedoso en las Islas moverse, como hace el autor, en una amalgama de habla y en tiempos simultáneos muy poco habituales aún en los precedentes ya dichos.

Es ya conocido el hecho de que el castellano hablado en Canarias despliega una amplia variación idiomática con respecto al castellano peninsular, acercándolo más bien al castellano hablado en el Mar Caribe. Esas variaciones léxicas, fonéticas y tonales ya se las había intentado fijar literariamente con la antelación de más de un siglo en la literatura isleña: desde los sainetes y cuentos costumbristas de los hermanos Millares hasta los intentos más recientes de un Pancho Guerra.
         Siendo su intención divertir a los espectadores, el modelo de toma oral queda bastante descoyuntado e inhabitual. La caracterización escrita del habla castellana en Canarias caía así en un forzoso manipulado que aliena la verdadera naturaleza del habla real, forzándola a ser un inventario atropellado de giros, expresiones y variantes idiomáticas al servicio exclusivo del humor. Expresiones de una rudeza campurria, maga -como aquí decimos- documentan el habla campesina o costera, cediendo más al efecto buscado que al autoconocimiento.

Frente a este tipo de precedente, nuestro autor fijará la pauta de un nuevo modelo de captación del habla donde la inclusión de voces coloquiales se hace sin forzarlas, siguiendo el curso oral de quien, indudablemente, narra desde su habla y hace narrar a sus personajes sin desplazar para nada su oralidad personal e intransferible. Diríamos que el autor se inventa el mecanismo de asimilar el discurso hablado (de quien habla escribiendo) al del personaje que se describe hablando.
         Claro está que el mecanismo ya estaba inventado -los monólogos interiores de Marcel Proust y James Joyce- y, un poco a medias, en las Islas por Isaac de Vega y Antonio Bermejo. O en la tradición latinoamericana por Guimarâes Rosa (novelista brasileño) y José Z. Tallet (poeta cubano), por poner dos ejemplos de anotación coloquial brillante en literatura latinoamericana.
         Sucede tanto en las costumbres como en las Artes que la contaminación de estilos se haga imparable. El cine neorrealista italiano, pongamos por caso: surgen aquí y allá acercamientos a su contenido o a su formato expositivo. El mismo Ramírez ha dado pistas de los autores cuya lectura le entusiasmó y que han podido influirle: habla del ya citado Joâo Guimarâes Rosa, de Nikos Kazantzakis o del cantautor mexicano José Alfredo Jiménez, precisamente cuando todos los tiros de la crítica iban a emparentarlo con autores del entonces recién nacido boom suramericano: García Márquez, Vargas Llosa, Onetti...
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El castellano hablado en Canarias, o habla canaria, utilizado por Ramírez es, dentro del abanico de posibilidades insulares, algo muy desplegable como habla rural, urbana, costera, de barriada, etc. De un barrio periférico de cualquier población urbana insular, pues hay un evidente arrastre o deje, una coloración lingüística tan específica en esa habla escrita que no podríamos asimilarla al hablar de un maúro, de un mago, de un roncote y, mucho menos, a la de un hombre culto. Habla de risco es, pues habla risquera le pondremos.
         Veamos que este castellano risquero con tal alto grado de mestizamiento es mitad documental, mitad invención del autor. Ramírez se permite felices transgresiones léxicas, casi siempre legítimas dentro del sistema derivativo imaginario del habla isleña.
         La base de ese sistema es un léxico de aluvión bastante asentado en el idiolecto común de los canarios, al que se suma una sintaxis muy suelta en apoyo renovador. Lenguaje de madurez criolla que el lector vindicará en seguida como su propiedad significante, librado desde las primeras líneas al juego de las asociaciones. Pues es el lector quien cede en el pulso que le echa el autor con su fuerza emotiva.
         Dicho lenguaje aporta términos procedentes de indianos regresados del Caribe y Suramérica. Tales como vacilón, vainada, pibita, que el autor coteja con otros términos de su invención: jairadas, baifadas, añusgo, paseoso, enseriado, etc. Anota Ramírez la flora (ahulagas, alsándara, poleo), las características personales (carpetudo, burletero, babieca, mosqueado) e, incluso, de las últimas fases de aluvión lingüístico, pueden surgir marihuanado, marihuanadores. O, mismamente, la marabunta, como una situación limítrofe al desastre.
         El modo de anotar giros dialectales es muy personal suyo: escribirá más limpiadita mujer cuando en textos costumbristas se anotaba mal impriadita (en ambos está el original: mal empleadita). Otras veces algún término literario se desliza contra el uso habitual, como sucede en arcadas o soterrar, prueba evidente de que el autor no quiere soltar amarres con la lengua madre escrita.
         El lector encontrará también bastantes diminutivos que matizan la ironía, la emotividad, el cariño, la fanfarronería, el despecho o la dulzura familiar, en un amplio registro que la unidad textual admite e integra como términos vivos y lenguaje congruente. Sucede igual con otras formas idiomáticas: verbos, adjetivos, cuando expresan los altibajos psíquicos y fisiológicos de los personajes. Que subrayan una intimidación afectiva y sensorial común en ciertas épocas comunes a todos los mortales: el despertar de los instintos sexuales y emotivos.

Si en la lengua usada por V.R. hay estas particularidades, otro tanto sucede a lo contado: esa parábola que el autor traza sobre la identidad más general del canario. El presentimiento, pongamos por caso, tiene un papel muy notable en los textos.
         El narrador, o los seres narrados, presienten sucesos y acciones posibles por gestos que parecen delatarlos, todo un resorte psicológico elemental del conocimiento directo. Relatos de sentimientos, lo son también de sensaciones carnales, climáticas y caracteriales bastante fluidas.
         Pues le apetece a su autor hacer retratos contemporáneos a la luz de algunos sentimientos básicos de su pueblo en estado intuitivo, los expresará sensorialmente. Por ejemplo, cuando Blasín ve al desalmado Rimero saliendo de su casa: "la calle fue una sensación de heladez que me pinchó las pantorrillas, una idea brumosa y mala, desgarradora, ingrata, perra, que se me trincó dolorosa en la mente, fue unas ganas de morirme allí mismo o de tener las suficientes pelotas para cortarle el gaznate a aquel descastado".

Con registros sensoriales y léxicos tan acusados no es mera formalidad que llamemos a la de Ramírez prosa realista o naturalista y -en su exceso- una prosa cercana a la literatura negra. O, al menos, que se ve tintada de un espacio social que ve la vida en negro.
         Aunque estos seres de guiñol atraviesan un delicioso laberinto de sensaciones, única compensación que la ficción ramiriana les ofrece. En cualquier narrativa hay muñecos vestidos como un Hamlet de barriada que tan sólo se animan durante la noche impresa...
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Llega el momento de mostrar la clave psíquica de los textos y personajes de nuestro autor. Veamos antes de cerca a estos últimos. Por un lado Blasín, el que contaba de carretilla en Cada cual arrastra su sombra; ese muchacho que se ve a sí mismo como un cobarde, miedoso y vengativo.
         Seguimos su regreso a casa, su noviazgo, el acoso que su madre sufre por parte del Rimero. Por otro lado está la madre, que se desahoga pensando no ser escuchada y de ese modo desata un pasado que compromete a Blasín a plantearse un Hamlet risquero.
         Por una esquina del texto aparecen dos borrachos que necesitaban hablar con alguien, engatusar a sus respectivas soledades. Tras los presentimientos de Blasín llega la convicción de la doble culpabilidad del Rimero. Y la venganza: la honra de sus padres queda rescatada.

Blasín es un personaje bastante sufridor, pasando por un drenaje ansioso pero lento. Sus angustias son en realidad pasiones fronterizas: los celos, el orgullo, la honra, la urgencia libidinal. A personaje tan intenso, intensas sensaciones ("los temblores eran a matarme"): nervios, tristeza, depresión.
         El tenso y deprimido Blasín sólo descansará sublimándose en la venganza, pero también en el ejercicio de nadar o en una borrachera de sol. (Esto último trae a la mente aquel entorno de playa argelina de El Extranjero, de Albert Camus.) Blasín tiene la encarnadura suficiente para ilustrar la tragedia de la no-aceptación. Su motricidad anímica encadena todas las urgencias de sus despiertos instintos sexuales y emotivos.
         Puede decirse que respiramos aliviados cuando leemos que reconoce ser un camello de bruto y que volverá al bungalow donde descubriera la falta de virginidad de su reciente esposa, a pedirle perdón. Pedir perdón es otra ocasión límite en los personajes ramirianos: lo más difícil para un orgulloso cobarde.
         Pensamos entonces que Blasín llegará a ser el hombre que busca ser cuando use su inteligencia, cuando asuma la realidad. Pues hasta ahora ha sido únicamente un ser desasistido -que no se asiste- y desasumido -que no se asume.

Muy parejo a estas características es el protagonista de El arranque, segunda narración de este volumen. Otro muchacho traumatizado, esta vez debido a su alergia al olor corporal femenino. Lo vemos progresar argumentalmente en línea recta, contándole a un alguien cualquiera su vida.
         En otro lugar hemos creído ver en ese interlocutor un amigo no tan fugaz como parece ser, sino más bien cómplice: ¿es acaso el lector? Cuando este protagonista sin nombre descubre que la primera mujer tolerable en su vida es un travestí, que además le roba, sufre un arranque: regalará su hermoso piso en un bloque recién construido a una familia que está en la calle, es decir, que ha sido desahuciada. Ese ser desarraigado y apocado es, al igual que Blasín, un convulso pasional que desea afirmarse cuestionando su masculinidad.
         Le veremos superar de un modo físico todas las decepciones, las obsesiones, las depresiones, arrebatos, sospechas, ansiedades y comezones que se cruzan en su vida de hipersensible. Nada más físico, en verdad, que la célebre carcajada que lo hizo lagrimar y orinar unas gotitas, como acaba el relato.

Sus reflexiones se extenderán mucho, al contrario que en Blasín, al mundo exterior: a la sospechosa superioridad social que manifiesta la clase en el Poder; su modo de medrar sin escrúpulos, los privilegios que detentan, la corrupción e inutilidad manifiesta de las instituciones. Un catálogo de temática social que, en resumidas cuentas, sólo por aparecer en 1971 significará una lectura ideológica de la realidad en clave literaria.Y un notorio pronunciamiento escrito que alinea de algún modo a su autor con la parcela social más en precario, quedando ambos conformes en la lucidez de la rebeldía y en la impotencia cobarde del que se regodea con el daño ajeno.          Aporte tan valioso de conocimiento social se revela paralelo a la presión ejercida sobre el conocimiento psíquico. Esa toma dual de conciencia se refiere pues, doblemente, a la cuestión de la identidad personal y a la identidad común. Víctor Ramírez nos está hablando en progresión simultánea de sí mismo y de su raza de barriada, perdedores encastillados en sus trece.

Cualquier lector reconoce que se ha identificado o no con la historia contada: son los pasos previos a la toma de identidad en que nacen tales postulados narrativos. Desde una posición clasista es más fácil tomar conciencia de clase.
         Fueron aquellos años de estrecheces, racionamiento; bastaba sobrevivirse por instinto. La provisionalidad que alcanza a todos los campos acentúa los estigmas del coloniaje en la gente pobre y -dirá el autor- la hace cobarde.

Así contadas, todas las características que cuadran con el retrato-robot de la clase retratada nos resultan señas de identidad muy familiares, todo es desvelamiento. Piénsese en el discurso directo de los personajes donde un estado anímico despliega consecutivamente la ansiedad, la intolerancia, el cariño familiar, la indolencia, la solidaridad de barrio, la fanfarronería, el alcohol, el machismo irredento, la dañina costumbre de pensar con el corazón y esa pulsión erótica, nudo gordiano de lo que es contado: Mal asunto el que se te clave una hembra entre ceja y ceja (...) El ansia de poseerla te desquicia.
         Ya desde el simple retrato inicial de los protagonistas se advierte en ellos esa comezón de la libido, ese malestar psíquico que resulta de una represión sexual aún por entonces no superada. Es este un punto muy decisivo en la obra de Ramírez: la sexualidad es una puesta en juego de nuestra identidad. Personajes en busca de su identidad son una presencia genérica en nuestro autor.
         Lo que nunca queda claro es si el mismo autor plantea con espíritu alternativo los ideales de realización personal o de emancipación social que ilustran sus textos con ejemplos de lo contrario. Queda saber si el autor se asume: ésa es la incógnita que mantiene con dos novelas siempre inéditas e inacabadas.

Por otro lado, está claro para nosotros que, en una sociedad subdesarrollada de dominante matriarcal, la condición masculina se ve fácilmente asaltada por una suerte de intimidación emotiva, por una insatisfacción de lo que se supone sean sus funciones, lo cual implica un serio obstáculo en su realización social. Ello unido a las endemias psicomotrices del coloniaje hace que puedan darse habitualmente por la calle hombres y mujeres desasistidos y desasumidos en su afirmación vital. De ahí a plantearse situaciones edípicas características va sólo un paso: el apalabramiento literario. Cuando Blasín venga a su padre se da una rebelión simbólica muy genuina en este medio social, tan antigua como es en la tradición cuentística y mitológica a niveles terráqueos...
         En esa situación se encuentran esos hombres sin geografía ni gentilicio detectables, pues el texto los evita cuidadosamente. La toma de distancia simbólica que hace el autor, desdoblado como persona/pueblo y la limitación caracterial al único barrio/mundo de toda la obra posterior de Ramírez están ejercitando un calado antropológico y simbólico de la forma de vida de un lugar que pudiera, incluso, ser el Archipiélago.
         Hay aquí un pueblo desprevenido de su conocimiento, asustado por su crecimiento sin transición y la sexualidad es la primera piedra étnica, que no la única, en el camino de la rehabilitación dentro de una sociedad civil: el sueño de contar solamente como personas. Que cada cual aguante su vela, arrastre su sombra. La educación y la cultura -parece añadir Ramírez- serán la única alternativa posible a este estado patológico de cosas. Algo necesario y urgente en un país donde se repite como emblema y seña tribal que la ignorancia es atrevida.
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Una vez hemos recorrido los accesos que proponíamos a los textos de Ramírez, procuraremos hacer un resumen de las ideas fundamentales que nos trae su relectura. Creemos que van ustedes a leer a continuación dos de los mejores bloques en prosa de la literatura hecha este siglo en Canarias; de los contados que podrán sobrepasar el siglo con holgura cualitativa.
         Creemos también que debería no haber un V.R., sino diez, cien autores como él para revolucionar la pobre inercia literaria, cultural y social de las Islas, donde sigue sucediendo que unos pocos autores se lean entre sí. Soñamos incluso con cien mil lectores isleños -y de hablantes isleños transterrados a América- como una primera etapa hacia la normalización cultural. Tan sólo fuera para que esos cien buenos autores sean gratificados en vida con una atención lectora y así puedan morir, por una vez, satisfechos.
         Que no se quemen en la hosca ceguera de sus contemporáneos, pues no hay peor quemadura para quien escribe que saberse no suficientemente leído, ya sea por la emblemática ignorancia ambiental, por la falta de hábito lector en la era de la imagen o por dependencias varias.

Ante estos textos creemos encontrarnos con unas raras piezas de prosa intencional que substrae lo literario de lo vivo; con alguien que se sirve de técnicas léxicas y narrativas bastante nuevas en la literatura escrita en nuestro idioma, homologándose de ese modo a otras áreas geográficas de la lengua española. Creemos estar frente a una factura creativa que, en su conjunto, cumple su propuesta de intenciones: dar a entender que la materialidad de lo contado es, por habitual, creíble, comprobable más allá de los arquetipos literarios. Una obra donde la psicología de sus personajes revela una manifiesta patología del tejido social, trasunto de la unión de individualidades tocadas por el polo negativo de lo insular.
         Opinamos que el formato expresivo de las dos narraciones de Ramírez vehiculan una renovación directa de ciertos planteos ideológicos y caracteriales siempre aplazados, cuales son los puntos oscuros evidenciables en el conocimiento de un ser canario y un estar en Canarias, sólo que vistos desde la óptica inerme de la Literatura. Sabemos, no obstante, que este visionado humano en lo individual sobre la tribu paciente de los suburbios, y el tejido social auscultado por el lado más perentorio, son textos intencionales de un tono que ya se anunciaba en las Letras Canarias.
         No otra cosa anuncian La Lapa de Angel Guerra, los cuentos de Bermejo, el primer Isaac de Vega y, por favor, no olvidemos aquel relato graciosero de Ignacio Aldecoa (Parte de una historia) ciertamente escrito en Canarias, el cual juzgamos muy importante como visión externa de nuestro estar.

También hay constancia de que en Ramírez hay un grado -más que exigible en los autores noveles- de valentía textual que secunda la línea tendenciosa que Cada cual arrastra su sombra está expresando. Será incluso un documento básico que nos ayude a comprender qué tipo de gente somos en este lugar y este tiempo, qué tipo de obstáculos se oponen a nuestra externalización personal y social para que apliquemos una fuerza reactiva opuesta, no cediendo a la intimidación emotiva, priorizando la seguridad y el bienestar sobre la magua dependiente.
         Creemos que es ahí donde duele, y donde se cifra el valor fundamental de estos relatos: la tremenda bronca que Ramírez se echa a sí mismo en los demás nos concierne como lectores solitarios y cómplices. Pero nos concierne igualmente como colectivo general: es un aldabonazo que resuena aún hoy, cuando han pasado cerca de dos decenios de ser escritos.
         Leamos pues estos cuentos despacito, porque son un elemento auxiliar de autoconocimiento y de resolución en algunas cuestiones de identidad aún pendientes de debate. Veamos cómo la escritura, ese bien social en blanco y negro, sigue divirtiéndonos y advirtiéndonos sin tregua.

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