Aquella noche
de septiembre en la Marfea
FRANCISCO GONZÁLEZ TEJERA
Los subieron a la
fuerza al “camión de la carne”, que tanto servía para traer los trozos de
animales casi podridos al campo de concentración, como para transportar los
cuerpos de los fusilados o asesinados a golpes. Todos iban de pie, casi no
podían moverse al llevar atadas las manos...
Pedrillo el de Las Torres se quedó rezagado en el pelotón que
salía del campo de concentración de Gando, al momento el “cabo de vara” le dio
en la cabeza con la fusta, solo miró un momento para atrás y era Juan R. el
privilegiado socialista cobarde, que junto a otros traidores le hacían el
trabajo sucio a los fascistas.
Tras los golpes subió la cuesta y pudo hablar con Antonio Febles
en baja voz, el viejo lo miraba con los ojos rojos de sangre, le preguntaba que
adonde los llevaban a aquellas horas de la noche, el pobre Pedro solo alcanzó a
balbucear, deletrear con los labios que no sabía nada. Al momento llegó
Eufemiano F. junto al joven E. Bonni al frente de la brigada del amanecer que
encabezada el hijo del Conde. El joven los miraba a distancia, se fumaban un
virginio mientras arribaba el “camión de la carne”, de sus bocas les llegaba un
aliento a ron de caña mezclado con carne compuesta.
Al momento aquella pequeña loma se inundó del humo de gasoil,
ese olor penetrante, que le recordó las tardes en la finca de tomateros de “los
Betancores”, allí cerquita de su casa en Los Giles, cuando las muchachas
aparceras partían oliendo a flores y él se quedaba junto a Segundo Viera
observándolas, viendo los ojos cómplices, las miradas furtivas de las
chiquillas, como las llamaba su vieja, mientras le preguntaba si estaba
“hablando” con alguna.
Ese grato recuerdo pasó como un carro de fuego cuando recibió
otro golpe en la espalda, esta vez del cabo de la policía local, el falangista
J. Pernía, al que conocía bien de la comisaría del municipio de San Lorenzo,
cuando en los bailes de taifa se aprestaba en la puerta, sonriéndole cuando
sacaba a bailar a las muchachas.
Esta vez solo lo golpeó y su mirada se perdió en sus ojos negros
como la noche, no observó ni un atisbo de complicidad, como si no lo conociera,
como si nunca hubiera sido su compañero en la Federación Obrera.
Pedrillo se levantó como pudo, Ambrosio Alcantara lo ayudó
agarrándolo por el brazo, la sangre le bajaba por la espalda hasta sus nalgas,
el pantalón estaba humedecido por sus orines de miedo. Al momento subió
Eufemiano, el hijo del Conde se quedó dos pasos más atrás con una sonrisa
macabra, en un instante todo se llenó de falangistas y militares que los
empujaban, les pegaban con la mano abierta en sus cabezas, los cabos de vara
como Juan R. y otros se limitaban a darles con la vara en la nuca. El joven
comprobó mirando a su alrededor que el grupo de presos superaba los cincuenta.
De reojo vio a Juan García, Nicolás Santana, el abogado José Luis Sarmiento, el
médico Pedro González y muchos más, que ni siquiera identificó, por no poder
voltear la cabeza ante los brutales golpes de los fascistas.
Los subieron a la fuerza al “camión de la carne”, que tanto
servía para traer los trozos de animales casi podridos al campo de
concentración, como para transportar los cuerpos de los fusilados o asesinados
a golpes. Todos iban de pie, casi no podían moverse al llevar atadas las manos
con aquella soga que les cortaba las muñecas. El olor era muy intenso, una
mezcla de sudor, tabaco y sangre.
Algunos lloraban, otros rezaban o recitaban los nombres de sus
chiquillos/as, de su amada mujer o novia, invocaban a sus madres, siempre en
baja voz para que los esbirros no los escucharan.
En menos de una hora llegaron a los riscos de la Marfea, a poca
distancia de la Playa de La Laja. Pedrillo recordaba los días que estuvo
bañándose en aquellas aguas corrientosas junto a la bella María, la hija de
Matilde la mujer del Panadero de Casa Ayala. Aquel beso en el agua, su cuerpo
joven de buena mujer ardiente como sus 18 años, que lo rozaba mientras jugaban
como dos niños/as, flirteando antes de la noche de San Juan de aquel junio de
1936.
Todo fueron gritos desde entonces, cuando salió del camión a
palos alcanzo a ver la cara de Honorio “El peninsular”, el que trabajaba en la
finca de Los Molina como capataz. Ni siquiera lo miró, solo lo golpeó en la
cara con la pinga de buey y cayó de nuevo al suelo mientras los demás lo
pisoteaban. Era una masa enfebrecida, asustada, una especie de estampida de
hombres fuertes, altos, musculosos del trabajo de sol a sol, ahora algunos
encadenados, otros atados con la brutal soga de los tomateros.
Sin casi darse cuenta comprobó como los obligaban a tumbarse
boca abajo para atarles los pies, notó como lo apretaban con la rodilla clavada
en la espalda, los demás gemían de dolor, pero todo era sangre, golpes, gritos,
insultos. Las risas de Eufemiano y el hijo del Conde se escuchaban por encima
de los llantos. Tenían ese acento de los niños ricos con un tono distinto al
del resto. Se carcajeaban porque varios presos se habían cagado en los
pantalones. Bromeaban sobre el mal olor de los rojos con el cura de Telde, que
también se había acercado a la “fiesta de la sangre”.
En un momento pudo comprobar que del viejo coche de E. Betancor
sacaron muchos sacos, los mismos que usaban para las papas y los racimos de
platanos. El joven Pedro vio como empezaban a meter a los hombres atados de
pies y manos, se escuchaban los gritos, los llantos, pero los fascistas no
dudaban ni se inmutaban, los obligaban a patadas y puñetazos, luego los sacos
quedaban casi inmóviles, solo viéndose la respiración acelerada de aquellos hombres,
unos lamentos que se mezclaban con el ruido del viento, con las risas de los
esbirros, que de nuevo bromeaban con el cura sobre “la peste a mierda” y la
cobardía de los anarquistas y comunistas.
Pedrillo no se resistió cuando lo metieron en el saco, estaba
demasiado triste, herido su cuerpo flaco, lleno de moretones y la sangre le
corría por cada rincón de su piel. Notó como comenzaron a amontonarlos en el
borde del abismo, se escuchaba el mar y el canto desesperado de las pardelas.
Un olor a salitre lo impregnaba todo mezclado con el tabaco de los criminales,
percibía la respiración de sus compañeros, algunos insultos a los fascistas,
algo indefinible, que casi no podía identificar entre el inmenso ruido de las
olas, los gritos, alaridos y lamentos.
Luego ya todo fue tan rápido, comenzaron a tirarlos uno a uno
por el acantilado, se escuchaba como se estampaban contra el mar o contra las
rocas, el estaba casi de los últimos y escuchó a Pernía bromeando con J. De
Lugo y P. Del Castillo, las invitaciones a coñac de Eufemiano como si
celebraran un acontecimiento especial.
Percibió como dos hombres lo tomaban por los pies y el otro por
los hombros: “¡Muere rojo de mierda, cabrón!”, alcanzó a escuchar mientras lo
arrojaban al vacío. Solo fueron unos segundos, notó el agua fría, muy salada,
intentó por unos instantes desatarse, salir del saco, pero fue imposible, se
dejó llevar, las heridas le picaban, le quemaban con la sal, todo era
oscuridad, silencio, una paz infinita, mientras abrió la boca para tragarse
toda esa agua y dormirse para siempre.
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