martes, 23 de septiembre de 2014

TEXTO DE PRESENTACIÓN DIVISA DE LAS HOJAS, DE MARÍA TERESA DE VEGA

TEXTO DE PRESENTACIÓN
DIVISA DE LAS HOJAS,

DE MARÍA TERESA DE VEGA
 Buenas tardes. Quisiera dar la bienvenida a todos ustedes a esta nueva novela de María Teresa de Vega, Divisa de las hojas, y también quiero agradecer a su autora por haberme invitado a escribir estas palabras que aspiran a presentarla, y agradecer su confianza, una vez más, en mi criterio para reseñar su obra, después de la presentación de su anterior novela, Merodeadores de orilla, en este mismo lugar.
Aunque comenzaré afirmando que esta vez María Teresa de Vega ha cometido un error al elegir este espacio, tan preferido para ella como escritora y como lectora y como amiga de Izaskun Legarza, siguiendo su querencia de realizar la primera presentación de su obras en esta Librería de Mujeres. Creo que en vez de habernos reunido aquí, María Teresa de Vega tendría que habernos citado en otro territorio, que he comprobado recurrente y grato para ella y sus personajes: tendríamos que estar en una azotea. Les invito a todos a subir a una azotea con esta Divisa de las hojas en la mano,  y a otear desde una perspectiva espléndida todo lo que nos ofrece.
Ya en su anterior novela Merodeadores de orilla, el protagonista, Andrés, sube por las noches a la azotea a buscar tranquilidad; también sube a la azotea Lavinia. Allí las mariposas y la astronomía hubieran podido acercarlos a algo parecido al amor, pero es un espacio que no llegan a pisar juntos.
Y ahora también, la azotea se convierte en una suerte de “locus amoenus”, para uno de los protagonistas de Divisa de las hojas, Rafael. En ella encuentra sosiego a sus desorientaciones juveniles, y desde ella conoce también a la mujer de la que se enamora, Clara, que a su vez hace de una azotea su mundo. Cito: “Rafael subía con cierta frecuencia a la azotea de su casa, donde andaba de un lado para otro mientras dominaba los pensamientos acerca de su futuro. Quería detenerlos y dejar que las cosas siguieran su curso. […] Un día comenzó a subir a la azotea vecina una joven, a la que vagamente reconocía, que se acostaba en una hamaca a tomar el sol. […] Rafael vio que su cabello era pelirrojo oscuro. […] Su pelo, su tez blanquísima lo sumergió, no en el pasado, sino en un espacio sin tiempo, en el tiempo y el espacio puros donde las cosas nadaban en todo su esplendor para el deseo.”
De modo que imaginemos que nos encontramos todos en esa azotea-ficción, en ese lugar placentero, para adentrarnos en el mundo que en esta nueva obra se nos propone. Así pues, ya nos encontramos en una azotea, como Rafael y como Clara, atentos como ellos a nuestras propias emociones. Imaginemos, ahora, que se trata del tipo de azoteas atrabancadas de macetas con las matas más dispares, como las que cultiva el propio padre del protagonista, y entre esas macetas cabría, también, un medio tonel enorme donde viva un árbol frondoso. Quiero proponer este árbol a la imaginación de ustedes por dos razones. Primera, porque las hojas, desde el mismo título, suponen el aliento de la obra, y segunda, porque en cuanto atisbé la importancia de los bosques y las hojas en la novela, vino a mi memoria el escritor y crítico ruso, Mijail Chejtoievstoi (1835-1916), tan dado a las imágenes para explicar la Literatura. Además de su célebre analogía del sentido de la literatura con una llave que abre la puerta que separa la realidad de la ficción, en otro abigarrado opúsculo expone la de los componentes de narración como un árbol cultivado. Suscribiré esta imagen para hablarles del libro de María Teresa de Vega.
Un árbol cultivado, explica Chejtoievstoi, arraiga en un terreno aposta, elegido y preparado por el agricultor, enriquecido con nutrientes para el óptimo desarrollo de la planta; así, las historias narradas se desarrollan en un espacio, en unos territorios, cuya concepción y tratamiento decide el escritor. Alejándose de lo que es uso en su producción narrativa, María Teresa de Vega ha apostado en Divisa de las hojas por que sus personajes se muevan en nuestras ciudades y nuestros pueblos, nuestros campos y montes. Así, Tenerife y La Gomera y el Hierro, pero también Gran Bretaña. Y el Océano Atlántico. El Llano de los Viejos y una pensión y una Casa de Locos en los alrededores de La Matanza. Y muchos rincones de Santa Cruz: La Alameda del Duque de Santa Elena y algún café cercano en la calle de La Marina, y la marquesina de hierro del muelle, y las Ramblas, por supuesto, y el paseo de las Casuarinas o los parterres con las rosas de China del parque municipal, y la plaza del Príncipe. La casa de Lercaro y el antiguo convento de San Agustín, en La Laguna. Y la casa familiar en Hermigua, escenario de uno de los capítulos más significativos de la novela entre los jóvenes Rafael y Jesús y otros amigos. Y Frontera, en el Hierro, donde nos enteramos de sucesos importantísimos para la comprensión de la trama y de la motivación de los personajes. Con frases breves y acertada selección de aquello que lo define nos sitúa la autora en el lugar que luego nuestra experiencia completa. Lo que interesa a  nuestra autora de esos lugares reconocidos no es tanto su veracidad realista, sino, como en el resto de su producción narrativa, lo que ese lugar transforma o hace reflexionar a sus personajes. Lo vemos de forma clara en la descripción de la casa familiar de uno de los protagonistas en la casa de la Gomera, vista por su amigo: “Le gustaba estar allí, en Hermigua, con Rafael y sus amigos. […]Miró a su alrededor: se destacaba el verde de las hojas en el día generosamente azul, los seres todos con los ojos muy abiertos gozando de su gloria. Le gustaba estar allí, los amigos, el porche, la huerta cuyo rendimiento apenas le interesaba, casi nada, solo sus colores al sol, la textura de su carne vegetal, sobredimensionados, como en un sueño donde hubiera entrado con gafas de aumento./ De pronto, se asustó. ¿Habría hecho ya todo lo que tenía que hacer en el mundo? ¿Estaba su destino clausurado? No era posible. Era muy joven todavía. Lloró de alivio porque su reacción a este pensamiento lo situaba en la carretera con destino al porvenir.”
Entre las hojas del árbol circula el aire; entre las páginas de una novela, el tiempo fluye a través de corrientes laberínticas o espirales o en torbellino, sacudiendo todo el follaje y ordenándolo y desordenándolo a su antojo. Así de importante es en Divisa de las hojas el tiempo narrativo. Sintoniza con el tratamiento del espacio. En los epígrafes de los capítulos, la autora repite dos fechas concretas, con las que sitúa los respectivos momentos históricos de la acción: el viaje de Anne Paget desde Liverpool hasta Santa Cruz en 1840 y tantos; y la trama principal que trata de Rafael y sus amigos, y que abarca varios meses de 1946 con una alusión a un breve suceso de tres años antes, el 22 de septiembre de 1943, y alguna que otra referencia ocasional. Pero, a partir de ahí, la determinación temporal de cada uno de los episodios se comporta como ese aire que circula entre las hojas del árbol de Chejtoievstoi, de modo que los acontecimientos parecen ocurrir ajenos a cualquier mandato del tiempo para instalarse en la conciencia del lector.  “Quedaron Rafael y Jesús en el Parque de Santa Cruz, a poniente, en el paseo de las Casuarinas, al que llegaba directamente Jesús. Se habían acostumbrado a aquel rincón, su segunda casa”; “Cuando Rafael pasea por el muelle suele encontrar a Horacio Enríquez […]Últimamente le viene diciendo que tiene que indagar en sus antepasados por parte de la abuela[…]”; “Rafael llegó a su casa y se encontró con que la familia había vuelto de La Gomera”; “Por el Llano de los Viejos los dos amigos caminan, meditan, hablan para sí mismos en voz alta, y conversan”; “En La Gomera, donde pasa varias temporadas al año, Rafael tiene dos amigos […] Este verano Rafael se ha ido con Jesús a La Gomera, a la casa familiar”; “Antes de que Jesús volviera a Tenerife, Juan le anunció que iba a continuar con el caso.” Cito estos ejemplos de los que la autora se vale –es, también, el modo barojiano del tiempo narrativo– para introducir la acción principal, que consiste en esencia en encuentros de los personajes –muchas veces consigo mismos, en soledad– y cuya cronología carece de importancia, indefiniéndose así su temporalidad, que se amplía y se contrae según la importancia de lo narrado; a lo que ocurre en estos encuentros se van sumando otras acciones del pasado, de forma que se abren múltiples vías temporales, como ocurre siempre con nuestra conciencia temporal.
Y si el árbol existe gracias a la vida que sus hojas sustraen del aire, defiende Chejtoievstoi, las novelas lo hacen por el aliento que le insuflan sus personajes. Los protagonistas, Rafael y Jesús, son dos jóvenes amigos cuyas peripecias articulan la existencia de múltiples personajes secundarios, también al modo barojiano. Jesús le dice a su amigo: “Estoy gestando una teoría sobre ti. Hay en ti una independencia como la hay en las hojas. Se saben de todos, huéspedes primeros de la tierra, que conocen que caerán. Esto último lo saben como nosotros. Y que será acogida por la tierra un instante o unos días.” Aparece aquí la identificación, luego continua, de Rafael con una hoja desprendida de un árbol, entre otras cosas porque hace colección de ellas. Enunciada primero por Jesús durante uno de sus paseos por el monte, es repetida por otros personajes y asumida incluso por el propio Rafael, quien reflexiona sobre el fruto y las hojas de los árboles casi al final de la novela: “Lo que nunca puede faltar son las hojas, es lo primero que vemos de un árbol. Sus hojas rodeando los frutos, las hojas absorbiendo el rocío y el agua de la lluvia, las hojas desprendiendo el oxígeno que necesita la vida. Es su divisa servir al objetivo final: el fruto, producto del más laborioso de los procesos”. Porque a lo largo de la novela asistimos, como alongados sobre el parapeto de una azotea, al proceso de este joven, desde un inicio plagado de dudas sobre tantas cosas, su carrera, su familia, la sociedad, sus sentimientos, sus emociones hasta su valentía final.
Y también asistimos al proceso del otro joven protagonista, Jesús, de quien Rafael opina, al principio de la novela: “Jesús era un chico extravagante, que tomaba diversas actitudes cuando se presentaba a los demás […]. No le disgusta su compañía, pero muchas veces le cansa. Con todo, es su mejor amigo, su querido amigo, su compañero de libros y tabernas”. La historia de Jesús es la historia de una única obsesión; indaga durante toda la novela sobre los motivos que llevaron a su novia a abandonarlo e irse a La Argentina con un mutilado de la División Azul.
El proceso de cada amigo es diferente, pues. En un momento determinado, Jesús dibuja la diferencia esencial que hay entre ellos, y que es, paradójicamente, sobre la que se cimienta su amistad: “Yo no soy como tú, que flotas en el tiempo. Yo persigo las cosas, a ras de tierra”.
Si bien en la novela quien se identifica con las hojas es Rafael, yo quiero seguir la imagen del crítico ruso que vengo citando. Como las hojas de un árbol, los personajes son muchos, y sus historias, más o menos extensas, sacadas a colación por motivos diversos, al socaire de las palabras y los recuerdos de otros personajes, pues unos nos llevan a otros, son tan importantes para la totalidad de la novela como cada una de las hojas de un árbol. De esa frondosidad de vidas quiero destacar cuatro. Remontándonos un siglo, la supuesta ascendiente inglesa de Rafael que viaja desde Liverpool hasta Tenerife con un hijo en sus entrañas. Luego, un personaje que enseguida identifiqué como característico de la autora, entre erudito y paternal, que según ella misma me ha indicado, siempre le sale en las novelas: Horacio Enríquez. Esencial es Dámaso Padrón, el mutilado en la División Azul y recluido en la isla del Hierro con una misión ignominiosa. Y por último, Clara, en la azotea: “Cuando subo y pienso, por el camino, que voy a verla…” –se dice, nos dice, Rafael– “…una angustia me invade y, momentáneamente, me empuja a huir. Nunca me han parecido un rostro y una figura, tan delicados, tan frágiles, y al mismo tiempo tan deseables.”

Por último, continuando con Chejtoievstoi, lo más importante es el árbol mismo, el árbol de la vida y el de la ciencia. Pareja a esta aglomeración de personajes, a este mosaico de caracteres diferentes, sustanciales unos y anecdóticos otros, corre la diversidad de asuntos que aborda esta novela, en profundidad o superficialmente, y que vamos conociendo a través de uno u otro personaje. De nuevo, en este aspecto, no puedo evitar la referencia a las novelas de Pío Baroja. Asuntos que van desde la reflexión sobre el momento histórico, el primer periodo de la posguerra, con una aguzada crítica hacia los vencedores, su afán de revancha y el retraso cultural que supone su gobierno y la temeridad de la División Azul (“En el año 1936, sabe su padre que a su hermano Rafael –él lleva el nombre de ese hermano querido–, médico, cirujano de un hospital y republicano, le han fusilado los azules.[…] Es diputado por el partido republicano, brillante y además generoso con los que no pueden pagar sus atenciones médicas. Avanzado en lo que se refiere a la sanidad pública. Otros médicos lo envidian y comienza el entramado sucio de la delación. […] Un país que ha tenido una guerra civil, no merece respeto, piensa Rafael”); pasando por las numerosas conversaciones en que se abordan temas filosóficos y existencialistas y morales (“Que el hombre es un lobo para el hombre, duerme en la conciencia de todos. Ese lobo es un lobo que se acuesta en nuestra cama, fuma nuestros cigarrillos, oye las zarzuelas que emite nuestra radio, mientras pone una de sus patas delanteras detrás de la nuca”) y literarios (“A veces, por la calle o en los bares creía encontrarme con uno de esos personajes, o alguno de los de Balzac […]. Eran como ellos, no ellos, bien entendido […] Yo los reconocía físicamente, por las descripciones abundantes que de ellos se daban en las novelas del siglo XIX. Pero no por su naturaleza social o moral, por supuesto, en los buenos libros los personajes están muy matizados, y en la vida solo los apreciamos con nuestros toscos aparatos de medición”) –preocupaciones todas tan queridas por nuestra autora–, y cuestiones como la condición de las mujeres (“La verdad no sé cómo pueden desarrollarse las mujeres en este cubil ingrato que es España, encima de ellas las consignas de la Iglesia y de la sección femenina, con las figuras de Isabel la Católica y Santa Teresa como modelos de conducta para la gente sencilla, dicen, como la santa, que además supone esta última un apoyo sobrenatural, como ves reducen a estas independientes y valerosas mujeres, y las amasan para configurarlas a su medida”),  y la religión (“Las religiones son de lo más competente. Trabajan con una fantasía que no podrá desmoronarse en la tierra pues no hay comprobación de que han engañado”) y la relación entre generaciones y el tabaco y el enamoramiento (Oigamos el siguiente diálogo entre los dos amigos: “–Ser polígamo es lo mejor. Serlo como precaución./– Pues yo no lo creo, señor catalufa, escondido en tu cueva. Siempre hay una que es más. La más amada, la que vuelve loco. Como si no lo supieras./ –Yo no sé nada. Pero ya que lo dices, a veces creo amar, y a poco, me siente indiferente. No sé qué es lo que falla”); incluso nos enteramos de anécdotas de la vida cotidiana de nuestras islas, (por ejemplo las películas que se proyectaban en los cines, una exposición de calados, bordados y encajes o la distinción a un trabajador isleño por sus méritos laborales), por medio de un recurso muy literario, una cartas de Jesús a una supuesta amiga en que comenta noticias de los periódicos. Todos ellos presentados con la naturalidad con que los abordan los personajes, jóvenes en su mayoría, como componente de su proceso de formación hacia la madurez, como se abordan en la vida misma y en la copa de los árboles, si retomamos la figuración de Chejtoievstoi.
De nuevo, y para concluir, imaginémonos en la azotea, porque en ese espacio abierto podemos aprehender la motivación, para mí prioritaria, de todo lo que escribe María Teresa de Vega, y que pone en boca (mejor, en la escritura epistolar) de Jesús: “Quiero la estrecha comunicación, el entendimiento absoluto”. Muchas otras claves contiene esta obra, que ustedes van a encontrar entre sus hojas, y harán su propio juicio, acorde o distante del mío, porque la novela de María Teresa de Vega convida a múltiples lecturas, tantas como lectores tenga. Anímense, pues, a subir a una azotea con este libro en las manos y a ser uno de ellos.


Breña Baja, La Palma.
19 de agosto de 2014
Damián H. Estévez

                                                                                                                                                      

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