TEXTO
DE PRESENTACIÓN
DIVISA DE LAS HOJAS,
DE
MARÍA TERESA DE VEGA
Buenas
tardes. Quisiera dar la bienvenida a todos ustedes a esta nueva novela de María
Teresa de Vega, Divisa de las hojas,
y también quiero agradecer a su autora por haberme invitado a escribir estas
palabras que aspiran a presentarla, y agradecer su confianza, una vez más, en
mi criterio para reseñar su obra, después de la presentación de su anterior
novela, Merodeadores de orilla, en
este mismo lugar.
Aunque
comenzaré afirmando que esta vez María Teresa de Vega ha cometido un error al
elegir este espacio, tan preferido para ella como escritora y como lectora y
como amiga de Izaskun Legarza, siguiendo su querencia de realizar la primera
presentación de su obras en esta Librería
de Mujeres. Creo que en vez de habernos reunido aquí, María Teresa de Vega
tendría que habernos citado en otro territorio, que he comprobado recurrente y
grato para ella y sus personajes: tendríamos que estar en una azotea. Les invito
a todos a subir a una azotea con esta Divisa
de las hojas en la mano, y a otear
desde una perspectiva espléndida todo lo que nos ofrece.
Ya
en su anterior novela Merodeadores de
orilla, el protagonista, Andrés, sube por las noches a la azotea a buscar
tranquilidad; también sube a la azotea Lavinia. Allí las
mariposas y la astronomía hubieran podido acercarlos a algo parecido al amor,
pero es un espacio que no llegan a pisar juntos.
Y
ahora también, la azotea se convierte en una suerte de “locus amoenus”, para uno
de los protagonistas de Divisa de las
hojas, Rafael. En ella encuentra sosiego a sus desorientaciones juveniles,
y desde ella conoce también a la mujer de la que se enamora, Clara, que a su
vez hace de una azotea su mundo. Cito: “Rafael subía con cierta frecuencia a la
azotea de su casa, donde andaba de un lado para otro mientras dominaba los
pensamientos acerca de su futuro. Quería detenerlos y dejar que las cosas
siguieran su curso. […] Un día comenzó a subir a la azotea vecina una joven, a
la que vagamente reconocía, que se acostaba en una hamaca a tomar el sol. […]
Rafael vio que su cabello era pelirrojo oscuro. […] Su pelo, su tez blanquísima
lo sumergió, no en el pasado, sino en un espacio sin tiempo, en el tiempo y el
espacio puros donde las cosas nadaban en todo su esplendor para el deseo.”
De
modo que imaginemos que nos encontramos todos en esa azotea-ficción, en ese
lugar placentero, para adentrarnos en el mundo que en esta nueva obra se nos
propone. Así pues, ya nos encontramos en una azotea, como Rafael y como Clara,
atentos como ellos a nuestras propias emociones. Imaginemos, ahora, que se trata
del tipo de azoteas atrabancadas de macetas con las matas más dispares, como
las que cultiva el propio padre del protagonista, y entre esas macetas cabría,
también, un medio tonel enorme donde viva un árbol frondoso. Quiero proponer
este árbol a la imaginación de ustedes por dos razones. Primera, porque las
hojas, desde el mismo título, suponen el aliento de la obra, y segunda, porque
en cuanto atisbé la importancia de los bosques y las hojas en la novela, vino a
mi memoria el escritor y crítico ruso, Mijail Chejtoievstoi (1835-1916), tan
dado a las imágenes para explicar la Literatura. Además de su célebre analogía
del sentido de la literatura con una llave que abre la puerta que separa la
realidad de la ficción, en otro abigarrado opúsculo expone la de los
componentes de narración como un árbol cultivado. Suscribiré esta imagen para
hablarles del libro de María Teresa de Vega.
Un
árbol cultivado, explica Chejtoievstoi, arraiga en un terreno aposta, elegido y
preparado por el agricultor, enriquecido con nutrientes para el óptimo
desarrollo de la planta; así, las historias narradas se desarrollan en un
espacio, en unos territorios, cuya concepción y tratamiento decide el escritor.
Alejándose de lo que es uso en su producción narrativa, María Teresa de Vega ha
apostado en Divisa de las hojas por
que sus personajes se muevan en nuestras ciudades y nuestros pueblos, nuestros
campos y montes. Así, Tenerife y La Gomera y el Hierro, pero también Gran
Bretaña. Y el Océano Atlántico. El Llano de los Viejos y una pensión y una Casa
de Locos en los alrededores de La Matanza. Y muchos rincones de Santa Cruz: La
Alameda del Duque de Santa Elena y algún café cercano en la calle de La Marina,
y la marquesina de hierro del muelle, y las Ramblas, por supuesto, y el paseo
de las Casuarinas o los parterres con las rosas de China del parque municipal,
y la plaza del Príncipe. La casa de Lercaro y el antiguo convento de San
Agustín, en La Laguna. Y la casa familiar en Hermigua, escenario de uno de los
capítulos más significativos de la novela entre los jóvenes Rafael y Jesús y
otros amigos. Y Frontera, en el Hierro, donde nos enteramos de sucesos importantísimos
para la comprensión de la trama y de la motivación de los personajes. Con
frases breves y acertada selección de aquello que lo define nos sitúa la autora
en el lugar que luego nuestra experiencia completa. Lo que interesa a nuestra autora de esos lugares reconocidos no
es tanto su veracidad realista, sino, como en el resto de su producción
narrativa, lo que ese lugar transforma o hace reflexionar a sus personajes. Lo
vemos de forma clara en la descripción de la casa familiar de uno de los
protagonistas en la casa de la Gomera, vista por su amigo: “Le gustaba estar
allí, en Hermigua, con Rafael y sus amigos. […]Miró a su alrededor: se
destacaba el verde de las hojas en el día generosamente azul, los seres todos
con los ojos muy abiertos gozando de su gloria. Le gustaba estar allí, los
amigos, el porche, la huerta cuyo rendimiento apenas le interesaba, casi nada,
solo sus colores al sol, la textura de su carne vegetal, sobredimensionados,
como en un sueño donde hubiera entrado con gafas de aumento./ De pronto, se
asustó. ¿Habría hecho ya todo lo que tenía que hacer en el mundo? ¿Estaba su
destino clausurado? No era posible. Era muy joven todavía. Lloró de alivio
porque su reacción a este pensamiento lo situaba en la carretera con destino al
porvenir.”
Entre
las hojas del árbol circula el aire; entre las páginas de una novela, el tiempo
fluye a través de corrientes laberínticas o espirales o en torbellino,
sacudiendo todo el follaje y ordenándolo y desordenándolo a su antojo. Así de importante es en Divisa de las hojas el tiempo narrativo. Sintoniza
con el tratamiento del espacio. En los epígrafes de los capítulos, la autora repite
dos fechas concretas, con las que sitúa los respectivos momentos históricos de
la acción: el viaje de Anne Paget desde Liverpool hasta Santa Cruz en 1840 y
tantos; y la trama principal que trata de Rafael y sus amigos, y que abarca varios
meses de 1946 con una alusión a un breve suceso de tres años antes, el 22 de
septiembre de 1943, y alguna que otra referencia ocasional. Pero, a partir de
ahí, la determinación temporal de cada uno de los episodios se comporta como
ese aire que circula entre las hojas del árbol de Chejtoievstoi,
de modo que los acontecimientos parecen ocurrir ajenos a cualquier mandato del tiempo
para instalarse en la conciencia del lector.
“Quedaron Rafael y Jesús en el Parque de Santa Cruz, a poniente, en el
paseo de las Casuarinas, al que llegaba directamente Jesús. Se habían
acostumbrado a aquel rincón, su segunda casa”; “Cuando Rafael pasea por el
muelle suele encontrar a Horacio Enríquez […]Últimamente le viene diciendo que
tiene que indagar en sus antepasados por parte de la abuela[…]”; “Rafael llegó
a su casa y se encontró con que la familia había vuelto de La Gomera”; “Por el
Llano de los Viejos los dos amigos caminan, meditan, hablan para sí mismos en
voz alta, y conversan”; “En La Gomera, donde pasa varias temporadas al año,
Rafael tiene dos amigos […] Este verano Rafael se ha ido con Jesús a La Gomera,
a la casa familiar”; “Antes de que Jesús volviera a Tenerife, Juan le anunció
que iba a continuar con el caso.” Cito estos ejemplos de los que la autora se
vale –es, también, el modo barojiano del tiempo narrativo– para introducir la
acción principal, que consiste en esencia en encuentros de los personajes
–muchas veces consigo mismos, en soledad– y cuya cronología carece de
importancia, indefiniéndose así su temporalidad, que se amplía y se contrae según
la importancia de lo narrado; a lo que ocurre en estos encuentros se van
sumando otras acciones del pasado, de forma que se abren múltiples vías
temporales, como ocurre siempre con nuestra conciencia temporal.
Y
si el árbol existe gracias a la vida que sus hojas sustraen del aire, defiende
Chejtoievstoi, las novelas lo hacen por el aliento que le insuflan sus
personajes. Los protagonistas,
Rafael y Jesús, son dos jóvenes amigos cuyas peripecias articulan la existencia
de múltiples personajes secundarios, también al modo barojiano. Jesús le dice a
su amigo: “Estoy gestando una teoría sobre ti. Hay en ti una independencia como
la hay en las hojas. Se saben de todos, huéspedes primeros de la tierra, que
conocen que caerán. Esto último lo saben como nosotros. Y que será acogida por
la tierra un instante o unos días.” Aparece aquí la identificación, luego
continua, de Rafael con una hoja desprendida de un árbol, entre otras cosas
porque hace colección de ellas. Enunciada primero por Jesús durante uno de sus
paseos por el monte, es repetida por otros personajes y asumida incluso por el
propio Rafael, quien reflexiona sobre el fruto y las hojas de los árboles casi
al final de la novela: “Lo que nunca puede faltar son las hojas, es lo primero
que vemos de un árbol. Sus hojas rodeando los frutos, las hojas absorbiendo el
rocío y el agua de la lluvia, las hojas desprendiendo el oxígeno que necesita
la vida. Es su divisa servir al objetivo final: el fruto, producto del más
laborioso de los procesos”. Porque a lo largo de la novela asistimos, como
alongados sobre el parapeto de una azotea, al proceso de este joven, desde un
inicio plagado de dudas sobre tantas cosas, su carrera, su familia, la
sociedad, sus sentimientos, sus emociones hasta su valentía final.
Y también asistimos al proceso del otro joven protagonista,
Jesús, de quien Rafael opina, al principio de la novela: “Jesús era un chico
extravagante, que tomaba diversas actitudes cuando se presentaba a los demás
[…]. No le disgusta su compañía, pero muchas veces le cansa. Con todo, es su
mejor amigo, su querido amigo, su compañero de libros y tabernas”. La historia
de Jesús es la historia de una única obsesión; indaga durante toda la novela
sobre los motivos que llevaron a su novia a abandonarlo e irse a La Argentina
con un mutilado de la División Azul.
El proceso de cada amigo es diferente, pues. En un momento
determinado, Jesús dibuja la diferencia esencial que hay entre ellos, y que es,
paradójicamente, sobre la que se cimienta su amistad: “Yo no soy como tú, que
flotas en el tiempo. Yo persigo las cosas, a ras de tierra”.
Si bien en la novela quien se identifica con las hojas es
Rafael, yo quiero seguir la imagen del crítico ruso que vengo citando. Como las
hojas de un árbol, los personajes son muchos, y sus historias, más o menos
extensas, sacadas a colación por motivos diversos, al socaire de las palabras y
los recuerdos de otros personajes, pues unos nos llevan a otros, son tan
importantes para la totalidad de la novela como cada una de las hojas de un
árbol. De esa frondosidad de vidas quiero destacar cuatro. Remontándonos un siglo,
la supuesta ascendiente inglesa de Rafael que viaja desde Liverpool hasta
Tenerife con un hijo en sus entrañas. Luego, un personaje que enseguida
identifiqué como característico de la autora, entre erudito y paternal, que
según ella misma me ha indicado, siempre le sale en las novelas: Horacio
Enríquez. Esencial es Dámaso Padrón, el mutilado en la División Azul y recluido
en la isla del Hierro con una misión ignominiosa. Y por último, Clara, en la
azotea: “Cuando subo y pienso, por el camino, que voy a verla…” –se dice, nos
dice, Rafael– “…una angustia me invade y, momentáneamente, me empuja a huir.
Nunca me han parecido un rostro y una figura, tan delicados, tan frágiles, y al
mismo tiempo tan deseables.”
Por último, continuando con Chejtoievstoi, lo más importante es
el árbol mismo, el árbol de la vida y el de la ciencia. Pareja a esta
aglomeración de personajes, a este mosaico de caracteres diferentes,
sustanciales unos y anecdóticos otros, corre la diversidad de asuntos que
aborda esta novela, en profundidad o superficialmente, y que vamos conociendo a
través de uno u otro personaje. De nuevo, en este aspecto, no puedo evitar la
referencia a las novelas de Pío Baroja. Asuntos que van desde la reflexión
sobre el momento histórico, el primer periodo de la posguerra, con una aguzada
crítica hacia los vencedores, su afán de revancha y el retraso cultural que
supone su gobierno y la temeridad de la División Azul (“En el año 1936, sabe su
padre que a su hermano Rafael –él lleva el nombre de ese hermano querido–,
médico, cirujano de un hospital y republicano, le han fusilado los azules.[…]
Es diputado por el partido republicano, brillante y además generoso con los que
no pueden pagar sus atenciones médicas. Avanzado en lo que se refiere a la
sanidad pública. Otros médicos lo envidian y comienza el entramado sucio de la
delación. […] Un país que ha tenido una guerra civil, no merece respeto, piensa
Rafael”); pasando por las numerosas conversaciones en que se abordan temas
filosóficos y existencialistas y morales (“Que el hombre es un lobo para el hombre,
duerme en la conciencia de todos. Ese lobo es un lobo que se acuesta en nuestra
cama, fuma nuestros cigarrillos, oye las zarzuelas que emite nuestra radio,
mientras pone una de sus patas delanteras detrás de la nuca”) y literarios (“A
veces, por la calle o en los bares creía encontrarme con uno de esos
personajes, o alguno de los de Balzac […]. Eran como ellos, no ellos, bien
entendido […] Yo los reconocía físicamente, por las descripciones abundantes que
de ellos se daban en las novelas del siglo XIX. Pero no por su naturaleza
social o moral, por supuesto, en los buenos libros los personajes están muy
matizados, y en la vida solo los apreciamos con nuestros toscos aparatos de
medición”) –preocupaciones todas tan queridas por nuestra autora–, y cuestiones
como la condición de las mujeres (“La verdad no sé cómo pueden desarrollarse
las mujeres en este cubil ingrato que es España, encima de ellas las consignas
de la Iglesia y de la sección femenina, con las figuras de Isabel la Católica y
Santa Teresa como modelos de conducta para la gente sencilla, dicen, como la
santa, que además supone esta última un apoyo sobrenatural, como ves reducen a
estas independientes y valerosas mujeres, y las amasan para configurarlas a su
medida”), y la religión (“Las religiones
son de lo más competente. Trabajan con una fantasía que no podrá desmoronarse
en la tierra pues no hay comprobación de que han engañado”) y la relación entre
generaciones y el tabaco y el enamoramiento (Oigamos el siguiente diálogo entre
los dos amigos: “–Ser polígamo es lo mejor. Serlo como precaución./– Pues yo no
lo creo, señor catalufa, escondido en tu cueva. Siempre hay una que es más. La
más amada, la que vuelve loco. Como si no lo supieras./ –Yo no sé nada. Pero ya
que lo dices, a veces creo amar, y a poco, me siente indiferente. No sé qué es
lo que falla”); incluso nos enteramos de anécdotas de la vida cotidiana de
nuestras islas, (por ejemplo las películas que se proyectaban en los cines, una
exposición de calados, bordados y encajes o la distinción a un trabajador
isleño por sus méritos laborales), por medio de un recurso muy literario, una
cartas de Jesús a una supuesta amiga en que comenta noticias de los periódicos.
Todos ellos presentados con la naturalidad con que los abordan los personajes,
jóvenes en su mayoría, como componente de su proceso de formación hacia la
madurez, como se abordan en la vida misma y en la copa de los árboles, si
retomamos la figuración de Chejtoievstoi.
De
nuevo, y para concluir, imaginémonos en la azotea, porque en ese espacio
abierto podemos aprehender la motivación, para mí prioritaria, de todo lo que
escribe María Teresa de Vega, y que pone en boca (mejor, en la escritura
epistolar) de Jesús: “Quiero la estrecha comunicación, el entendimiento
absoluto”. Muchas otras claves contiene esta obra, que ustedes van a encontrar
entre sus hojas, y harán su propio juicio, acorde o distante del mío, porque la
novela de María Teresa de Vega convida a múltiples lecturas, tantas como
lectores tenga. Anímense, pues, a subir a una azotea con este libro en las
manos y a ser uno de ellos.
Breña
Baja, La Palma.
Damián
H. Estévez
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