VÍSPERAS DE
LA REPÚBLICA: MARAÑÓN Y ORTEGA EN 1930
Fernando García de
Cortázar
Director de la
Fundación Vocento
Hubo
de ser un moderado como Gregorio Marañón, duramente represaliado
por la dictadura de Primo de Rivera, quien lamentara que el régimen de la
Constitución de 1876, con tantos recursos para haber enfilado el camino de su
propia regeneración, careciera de la lucidez para salvarse. Caido el dictador
en 1930, Marañón exigió un gobierno guiado por el afán de la reforma y
orientado a la educación política de un pueblo inmaduro. Pero tal aspiración no
consiguió hacerse realidad porque el monarca desoyó los consejos de los mejores
dirigentes los partidos dinásticos. Ni Antonio Maura, ni Romanones, ni
Ossorio y Gallardo, ni Sánchez Guerra fueron atendidos en su día y siguieron
rumbos distintos, pero siempre alejados de la cooperación que podían haber
prestado a la monarquía y de los proyectos que habrían encarnado desde las
filas conservadoras o liberales.
Al evocar el recuerdo de Miguel Primo de
Rivera, envuelta ya la República en malos presagios, Marañón criticó
la carencia de vigor de los monárquicos, que abandonaron al rey, del mismo
modo que lo hizo la abulia de una España “que es un país sin conciencia
política. Es monárquico mientras haya Monarquía, por inercia. Por inercia
también será republicano cuando haya República.” En su prólogo al libro de
Sánchez Guerra El pan de la emigración, Marañón se sorprendía de la
actitud de aquellos liberales o conservadores que habían “presenciado
impasibles la actuación de la Dictadura, cuando no la han apoyado con
entusiasmo”. El régimen primorriverista había dejado a la intemperie tanto al
rey como a la propia institución monárquica. En lugar de haber preservado la
figura del monarca y gestionado la crisis, mediante la unión de dinásticos y
reformistas, y de una eficaz higiene administrativa, la excepcionalidad de la
dictadura hizo a la Corona responsable directa de los actos de un gobierno que
solo representaba a una parte de la opinión pública.
Mucho
más duras fueron las palabras de Ortega en su regreso al combate político de
tal forma que distintos artículos suyos aún se presentan como ejemplo de
la crisis final de la monarquía y de su misma inviabilidad. Ante las críticas
de quienes recordaban su actitud de espectador en todos aquellos años o
su complaciente silencio tan alejado del entusiasmo de Maeztu o la rabia
de Unamuno, Ortega pretendió hacer ver en su Vieja y nueva
política de 1914 la profecía de los acontecimientos vividos
al iniciarse la nueva década. Sus manifestaciones, insistía el filósofo,
correspondían a la visión de un ciudadano libre de la disciplina de
partido y de las servidumbres del político profesional.
El 5
de febrero de 1930, Ortega publicó en El Sol un artículo
titulado nada menos que “Organización de la decencia nacional”, en un tono que
superaba a cualquier otro suyo en dureza y desprecio hacia los hombres que
habían instaurado el Directorio militar. No había diferencia cualitativa entre
la Restauración y la Dictadura: “el antiguo régimen era la perfecta
desmoralización de la vida nacional, era el constante estorbo a que la nación
viviera por sí misma y de sí misma, de que el pueblo español, como tal, en su
integridad, alto y bajo, ‘derecha’ e ‘izquierda’, asumiese la unidad de su
destino histórico.” Por ello solicitaba que una agrupación política nacional,
por encima de intereses particulares, lograra devolver a los españoles el
respeto mutuo, la tolerancia indispensable. Mientras ello no sucediera,
“nuestra coexistencia nacional ni será decente ni será nacional.”
Ortega dejó transcurrir todo el año
antes de escribir uno de sus artículos de coyuntura más famosos, “El error
Berenguer”. Al filósofo le irritó que se pretendiera “regresar a la normalidad”
como si en España no hubiera sucedido nada. Los gabinetes sucesivos de Primo de
Rivera “no se han contentado conmandar a pleno y frenético arbitrio,
sino que aún les ha sobrado holgura de poderinsultar líricamente a
personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en
el que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón.” Lo ocurrido
era tan grave como para impedir que el régimen pudiera continuar. Porque con su
entrega del poder a Primo de Rivera y su voluntad de hacer una transición
a la “normalidad”, la monarquía había mostrado que el pueblo español se
asemejaba a una muchedumbre de individuos insensatos, una masa
“mansurrona y lanar”, sin sentido de sus deberes y sus derechos cívicos.
Pero
España no estaba dispuesta a olvidar. Podía haber manifestado paciencia o
expectativa, en el momento de implantarse la Dictadura. Ni siquiera había
reaccionado al ser destituido Miguel Primo de Rivera. Su indignación estalló,
sin embargo, cuando el gobierno convirtió el cese del dictador en la prueba de
su deseo continuidad y no de su voluntad de regeneración. Si la Dictadura había
sido inevitable, el gobierno y el rey deberían haberse dirigido al pueblo
para manifestar su propósito de enmienda: “La continuidad de la historia legal
se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro
Estado!”. El silencio del régimen obligó a que fueran, precisamente, sus
adversarios quienes llamaran a esa reconstrucción del Estado, con el colofón de
una consigna que daría notoriedad y trascendencia a las palabras de
Ortega: “Delenda est Monarchia”.
Solemne era la ocasión, solemnes las palabras. Y a cerrar el paso a las
sonrisas escépticas y burlonas con que las acogieron salió aún más afilada la
voz de Ortega. La realidad histórica, “a fuer de ser destino y no capricho
humano particular, es Dios mismo, que de pronto intercepta con sus hombros el
flujo de la vileza cotidiana en que un pueblo sin dignidad ha caído. (Se dirá
que Dios sobra; pero yo no encuentro vocablo más noble y con menos letras para
nombrar esas situaciones tremendas que, aniquilando todas nuestras astucias y
nuestro humano albedrío, se nos plantan delante con el ceño fatídico).”
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