LA INDUSTRIA
DE LA DESESPERACIÓN
ESCRITO POR JUAN CRUZ LÓPEZ
"Depresión,
abulia, pánico, angustia, fobia social… Así empieza la lista inabarcable de
nuestros enemigos íntimos".
Que vivimos en una sociedad de enfermos es algo que, a poco que
apaguemos el televisor y miremos a nuestro lado, se nos muestra de manera tan
evidente que de nada valen los fastos con los que pretende ocultar su
decadencia el régimen. Huele a cieno bajo la pelliza del marqués. La enfermedad mental, en alguna de sus
formas obviamente, se incluye a día de hoy en el currículum existencial del más
pintado; de hecho, y si aún no hemos caído en el saco, todos conocemos a
personas muy cercanas que a lo largo de su vida han sufrido algún tipo de
trastorno de esta clase. Por otro lado,
desde hace años asistimos a un proceso imparable en el que cualquier conducta
que trascienda la norma es patologizada rápidamente, alimentando con ello las
bases nutricias de lo que, sin temor a ser exagerados, podríamos llamar
industria de la desesperación. Sea como
fuere, pareciera que la balsa de agua en la que aparentemente se ha convertido
la sociedad posindustrial, no oculta en sus profundidades sino el cuerpo
comatoso de un individuo sacudido en su fuero interno por las condiciones de
muerte (que no de vida) a las que nos somete este verdadero estado del
malestar. Depresión, abulia, pánico,
angustia, fobia social… Así empieza la lista inabarcable de nuestros enemigos
íntimos. Crecimos descreídos de los
viejos cuentos y nos tragamos, sin embargo, el sapo de las sociedades lúcidas.
En realidad, quedamos a la intemperie alimentados de un maná horneado en la
cocina de los sepultureros. Desde luego, no seré yo quien no celebre la caída
de los dioses de los viejos (y no tan viejos) salvapatrias, pero que no me
vendan la falacia de que todo es mejorable con apenas un leve cambio de timón o
colocando un nuevo rey en el palacio (lleve corona o lazo tricolor en el ojal).
Bajo mi punto de vista, no hay farmacopea que sane lo que ya está muerto. En ese sentido, articular una respuesta
únicamente desde el territorio de lo personal, no me parece, al menos en
primera instancia, la solución más lúcida. No apagaremos el fuego echando agua
sobre nuestra propia cabeza. Pero qué
respuesta dar entonces en una fase de nuestra experiencia histórica donde el
poder ha violado nuestra soberanía vital, en la que la servidumbre ha
colonizado nuestro propio cuerpo y el capital nos disciplina apenas balbuceamos
nuestros primeros deseos; qué respuesta dar, insisto, si en nuestra mente se
cava la primera trinchera contra nosotros mismos. Empecemos, se me antoja, renunciando al
escapismo y la milagrería barata. Volvamos la mirada consecuente y acometamos
la labor de ordenar nuestro taller sin más demora. Tenemos todas las
herramientas para desarmar la megamáquina. Inventemos nuevas clases de ludismo:
es perentorio acabar con la dominación desde sus bases psíquicas. Una de esas herramientas es el orgullo. Otra
nuestro salvaje instinto de colaboración. Aprender de la experiencia dolorosa y
afrontar con apostura el sufrimiento inevitable, implica renunciar al veneno
del autoengaño. Ninguna herida puede sanar en una sociedad abandonada a las
promesas diseñadas por los ingenieros del consenso. Ya está bien de tantos
sueños de postal. La vida es bella en su crudeza y no necesitamos salidas de
emergencia ni paraísos de merengue. Y
empecemos a pensar ―ya finalizo― en la aventura, alegre y esforzada, que se
abre detrás de la posibilidad de pararnos en seco, plantarnos ―uno a uno, cada
cual en su sitio― y desobedecer las leyes no escritas que nos están robando la
vida. Mandemos la compostura al pairo. A día de hoy, no queda otra que apostar
fuerte. - Publicado originalmente en
Murray Magazine.
No hay comentarios:
Publicar un comentario