NATIVIDAD Y MUERTE
Pasó
la mañana de su 105 cumpleaños en la sala de la televisión. En el duermevela
catódico evocaba sus tiempos de gloria, cuando metía miedo de verdad, cuando
todo el mundo le sonreía, cuando decidía sobre las vidas ajenas con ligereza
RICARDO AGUILERA / MAURO ENTRIALGO
Isabel Díaz Ayuso
recibe honores durante la celebración del Día de
la Comunidad de Madrid
en 2024. / El Debate (Youtube)
Mucha gente le
había deseado la muerte. “Que se jodan”, pensaba ella. Ahí estaba, dispuesta a
celebrar su 105 cumpleaños. Es cierto que hacía cuatro años que había dado el
bajón. Ya no podía andar, no controlaba los esfínteres, dormitaba buena parte
del día… Lo peor era ir perdiendo los sentidos. No podía hablar, escuchaba
pitidos, todo le sabía ácido. Y la cabeza… la cabeza le funcionaba a ratos.
Pero seguía viva.
“¡Vamos Isabel Natividad, arriba! Hay que ponerse guapa, que hoy es tu cumpleaños”. Odiaba a esa sudaca. No entendía cómo le podían haber puesto a esa cuidadora cuando aquella era la residencia más cara que el dinero podía pagar. En cuanto la vio quedó horrorizada. La anterior se había jubilado y cuando llegó esa mula caribeña ya no podía quejarse, ni de palabra ni por escrito. Como se le había quedado en la cara una mueca sonriente, todo el mundo pensó que estaba a gusto. Nadie caía en la cuenta de que su rictus era producto del azaroso reparto del botox que se empezó a meter medio siglo atrás. Cosas de la edad. Sometida a la humillación de ser manoseada por aquella criatura primitiva, se dejó hacer las uñas, cardar su escaso pelo y someter sus antaño sonrosadas mejillas a unas pinturas de guerra apache.
No se hacía
ilusiones con respecto a su cumpleaños. Recordaba los últimos. Cada vez iba
menos gente a felicitarla. La última vez que tuvo un aniversario gozoso fue
cuando cumplió los 100. El fetichismo de los números redondos hizo que acudiera
gente a la celebración. Gente y, sobre todo, los medios. Entonces todavía podía
hablar y soltó por su boquita temblorosa una sarta de frases cargadas de
improperios y desplantes que fueron muy celebradas por los asistentes. “Todavía
tiene cuerda”, comentaban. Sin embargo, al último no fue nadie. Los antiguos
compañeros tenían excusa: habían muerto. Pero su familia… Solo tenía contacto
con una sobrina que iba a verla de vez en cuando. “No sé cómo ha podido salir
tan idiota”, pensaba. A su entender, la muchacha era roja, o hippie, o algo.
Era vegana, antitaurina, y militaba en un grupo de apoyo a las personas
mayores. En consecuencia, se apiadaba de su tía. “Esta es tonta, pero lo de su
padre…”. En efecto, lo de su hermano tenía delito. Se había hecho rico gracias
a ella, pero jamás la había visitado en la residencia. No es que le afectara
emocionalmente aquello, sino en su orgullo. De hecho, cuando murió no derramó
una lágrima. “Que se joda”, balbuceó para sus adentros. Era mujer de
pensamientos recurrentes.
Pasó la mañana en
la sala de la televisión, junto a otra serie de momias ridículamente
emperifolladas. Eran las únicas invitadas a su cumpleaños. “Vaya tropa”,
pensaba. En el duermevela catódico evocaba el pasado, sus tiempos de gloria,
cuando metía miedo de verdad, cuando todo el mundo le sonreía, cuando decidía
sobre las vidas ajenas con ligereza, cuando aspiraba a volar aún más alto. No
pudo ser. Pasó lo que pasó y sus compañeros empezaron a considerarla un lastre.
Se retiró con honores senatoriales, luego se prejubiló en los platós
televisivos y finalmente tuvo que dejarlo todo. Ya era muy mayor. O eso creía.
Mayor de verdad era ahora. 105 años. Casi nada. En la senectud profunda el
cerebro funciona caprichosamente. Con frecuencia se veía transportada a su
infancia. Babeando a boca abierta, se convertía en la pequeña Isabel, siempre
atemorizada en una familia de carácter bronco. Quería refugiarse en el regazo
materno, tenía miedo de la oscuridad, de las bromas pesadas de su hermano, de
los niños de Sotillo de la Adrada, que la acosaban diciendo: “Eres como el
tordo, con la cabeza pequeña y el culo gordo”. La entrecortada sinapsis de sus
neuronas le llevaba a confundir los terrores infantiles con los de su realidad
inmediata: era vieja, muy vieja, le quedaba poco y no había regazo en el que
refugiarse. Ni regazo ni una mano amiga. Solo la piedad mercenaria de las
cuidadoras, esas señoras ajenas, sin clase, que estaban dispuestas a limpiarle
el culo, oler su mierda y aguantar sus modos. Por un instante salió del sopor
de la vejez. Retuvo el último rescoldo de lo soñado y musitó para sí misma:
“Que se jodan”.
Abrió los ojos
pesadamente. La habitación estaba oscura. Le costó volver al mundo, y cuando lo
hizo recordó con amargura la mascarada del día anterior: su cumpleaños. Viejas
chochas, dominicanas serviles y el staff al completo de la residencia coreando
las canciones de rigor. Una tarta que le supo mal y unas velas que no pudo
apagar. Le llovieron elogios, pero no por ser quien era, sino por la hazaña de
durar tanto. ¿Cómo podían haber dejado de tratarla de excelentísima señora?
Olía mal. Se había cagado encima. Intentó alcanzar el botón para llamar a la cuidadora,
pero no podía moverse. Tuvo pánico. Lloró y perdió la consciencia del esfuerzo.
En su sueño eterno volvió a ser niña. Todos los recuerdos de infancia volvían
atropelladamente. Todos los miedos también. Estaba sola, a oscuras, sin ayuda,
inmovilizada, cagada, la cara rebozada en las flemas que cubrían la almohada.
Soñaba la realidad con las pupilas dilatadas. Veían sin ver, sin pestañear,
respiraba con dificultad, los ojos fijos en la pared de enfrente. ¿Cómo es que
no venía nadie? Oyó rumores a lo lejos: chillidos y portazos. Pasaban las
horas, o lo mejor solo eran minutos. No podía saberlo. Nadie venía a ayudarla.
Lágrimas, babas, pis, bilis. Todos los fluidos afloraban. Ya no se oía nada
fuera. En la agonía interminable tuvo un breve destello de lucidez: se estaba
muriendo. Y estaba sola. Sola con su miedo. Abrió la boca y gritó en silencio.
Todo era inútil, comprendió que al final se iba a morir igual.
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