NI JUEZ NI LEY DE MEDIOS
JONATHAN
MARTÍNEZ
En los últimos días, al calor de la retirada táctica de Pedro Sánchez, se ha instalado una doble controversia en la opinión pública. La primera y quizá más obvia concierne al andamiaje jurídico, a la lawfare y a la renovación eternamente diferida del CGPJ. La derecha política y mediática ha invertido los términos del debate y no solo defiende la impecable neutralidad de los jueces, de sus jueces, sino que además dibuja al Presidente como un furibundo enemigo de la separación de poderes. Esta apuesta del PP y Vox por el bloqueo tiene un nombre: se llama filibusterismo y es una versión parlamentaria de los asaltos piratas que antaño entorpecían la navegación.
Pero hay otro
debate, tal vez aún más enconado, que afecta a los medios de comunicación, su
sagrado derecho a la mentira y a la bicoca de la financiación pública. En su
misiva, Sánchez apuntaba a la "galaxia digital ultraderechista" que
había hecho causa contra su esposa con "informaciones espurias".
Después ha ido más allá y ha reclamado "herramientas para acabar con los
bulos y la desinformación". Con palabras sinuosas, sin ofrecer nada más
concreto que un deseo o una esperanza, buena parte del personal informativo ha
puesto el grito en el cielo, que si censuras, que si mordazas, que si viva la
libertad de prensa, carajo.
Pero mira tú qué
cosas. La semana pasada celebrábamos el Día Mundial de la Libertad de Prensa
recordando que el compañero Pablo González lleva más de ochocientos días
encerrado en una cárcel de Polonia en medio del silencio atronador del gremio.
Algunos de los medios que hoy se yerguen como adalidades de la libre
publicación, hace no tanto tiempo celebraban en sus tertulias el cierre del
periódico Egunkaria y se burlaban de las denuncias de torturas. Años después,
cuando la Audiencia Nacional estableció que aquella clausura no tenía sustento
constitucional de ningún género, las rectificaciones fueron discretas. Pero la
hemeroteca está ahí para sacarnos de dudas.
A menudo se apela
al artículo 20 de la Constitución y al sacrosanto derecho a expresar libremente
nuestras ideas y pensamientos. Pocas veces se menciona, a renglón seguido, el
derecho constitucional a "recibir libremente información veraz". Y en
tal conflicto de intereses, la verdad sale escaldada. Esa defensa sin cuartel
de la palabra, por cierto, no ha existido cuando los librehabladores eran
otros. Qué acertados los jueces que encarcelaban titiriteros, tuiteros y
raperos. Qué perverso el Consejo de Europa, que denunciaba las
"restricciones innecesarias o desproporcionadas" del Código Penal
contra el derecho a la expresión libre.
No puedo dejar de
mencionar aquí las conmemoraciones del 2 de mayo y sus soflamas partidistas.
"Somos periodistas de la Transición", decía desde el estrado Pilar
García-Cernuda. Era su argumento de autoridad para avalar la honorabilidad de
la Justicia y la prensa, los dos estamentos que la carta de Sánchez pone en
cuestión. Casi sin querer, García-Cernuda confirmaba una veterana sospecha: que
los gerifaltes de la dictadura hicieron uso de sus terminales mediáticas y de
sus cronistas oficiales para apuntalar un relato amañado. Nadie se acuesta
dando vivas a Franco y se despierta como un acendrado demócrata sin un
servicial aparato mediático que obre el milagro.
Y aquí está la madre
del cordero, la concentración mediática, antes en manos de un Estado
autoritario y ahora en manos de un selecto conglomerado corporativo que siempre
escora sus líneas editoriales hacia el mismo terreno, la protección implacable
del statu quo, una inercia conservadora que en la práctica no sirve para
controlar las viejas instancias de poder sino para apuntalarlas. El cariz
monocolor del paisaje mediático queda lejos de representar la matizada
pluralidad que expresan las urnas. Eso que llaman libertad de prensa es en la
práctica un privilegio de la clase dirigente, el derecho a alquilar los mejores
periodistas al mejor postor para moldear a capricho la opinión pública.
La concentración
mediática, de facto, supone una amenaza para la libertad de prensa en la medida
en que una rigurosa minoría acapara la inmensa mayoría de los los espectadores,
los ingresos publicitarios, las licencias de emisión y las subvenciones
públicas. Allí donde no existen regulaciones, el pez grande termina devorando
al chico. Ni siquiera se trata en puridad de libertad de mercado, pues las
administraciones siempre acuden a socorrer a sus pupilos mediáticos con
transfusiones monetarias de emergencia. En ausencia de una ley de medios, la
oferta periodística seguirá capitalizada por un exclusivo puñado de empresas de
comunicación. Una aristocracia informativa en toda regla.
¿Cómo que es
imposible poner coto a los bulos en un país que ha secuestrado libros,
revistas, periódicos y películas por los motivos más peregrinos? ¿Cómo que no
se pueden establecer controles mediáticos en un país que hasta bien entrada la
democracia mantuvo el espíritu de la ley franquista de Prensa e Imprenta
sancionada por el mismísimo Manuel Fraga? ¿Qué nuevos remilgos existen ahora
que no existían cuando se cerraron por las bravas proyectos comunicativos como
Egin, Egin Irratia, Ardi Beltza, Ateak Ireki o Apurtu.org? Nadie reclama que se
extienda la censura ni las soluciones coercitivas, pero sorprende que hoy nos
parezca tan gravoso lo que tantas veces ha sido tan fácil.
Dice Franco
Berardi, en referencia al panorama mediático italiano, que ya no opera tanto la
imposición del silencio como la proliferación de la palabrería. Y quizá ahí
resida el meollo del problema. Ya no reinan las grandes mentiras de antaño sino
las mentirijillas piadosas, banalidades cotidianas que impregnan la actualidad,
saturan nuestra atención y socavan nuestra paciencia. Y puede que esa sea la
estrategia principal de algunos grupos de prensa, sostener una cosa y la
contraria, decir digo y Diego al mismo tiempo para que ya nadie sepa a quién
creer y todos terminemos creyendo en nada. La herida del periodismo es
profunda. Y esa torpe deriva, mal que nos pese, no hay juez ni ley de medios
que la contenga.
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