INFILTRADOS EN LA DEMOCRACIA
Un
nuevo caso de infiltración policial subraya la permanencia de una serie de
prácticas que amenazan derechos fundamentales y tienen potencial delictivo.
PABLO ELORDUY
El octavo caso
destapado de infiltración policial en los movimientos sociales en los dos
últimos años confirma las sospechas de que ha existido un programa de esta
clase surgido del Ministerio de Interior con el más que probable objetivo de
“formar” a agentes en situaciones de espionaje. Curtirlos en una práctica que
exige control mental, templanza y altas dosis de disociación afectiva y
personal en entornos aparentemente “suaves”.
La perversidad de la práctica es más evidente cuando estos agentes y estas agentes inician o buscan relaciones sexoafectivas con militantes de los espacios a los que espían, pero la vulneración de derechos y la huella emocional dejada por estas tácticas se extienden a muchas más personas, afectan a colectivos enteros y extienden la paranoia —otro objetivo no menor de la práctica— entre militantes.
El caso del
infiltrado ‘Dani’ en Barcelona, en el que por primera vez se produjo una
denuncia de seis víctimas por delitos de abusos sexuales, contra la integridad
moral, de revelación de secretos y de impedimento del ejercicio de derechos
cívicos, pone de relieve no solo la ilegitimidad sino la más que posible
criminalidad de unas prácticas que, hasta esta última fase, los movimientos
sociales y políticos daban por segura, pero que no habían podido desvelar en
toda su crudeza.
Aun así, falta
mucho para que esta práctica sea desterrada del repertorio policial. Las
respuestas del Ministerio de Interior, las pocas veces que Fernando
Grande-Marlaska se ha referido a ello, y el vago argumento de que “de
producirse” se estarían realizando “bajo orden judicial” —y esas órdenes
conducen a un laberinto de justificaciones que acaba en la persistente Ley de
Secretos Oficiales de origen franquista—, muestran la nula voluntad política de
erradicar un tipo de actuación que señala nítidamente una grave falta de
democracia, en cuanto afecta a derechos fundamentales como el de la libertad de
reunión y el derecho a la intimidad.
Por cuestión de
cronología, todo indica que la hornada de agentes “de inteligencia” —como les
gusta llamarlos a los mandos de Interior— procede de los gabinetes del Partido
Popular, pero no cabe duda de que el PSOE, jugando su papel habitual de
“partido del orden”, y concretamente Grande-Marlaska, no ha hecho nada por
retirar a estos agentes. Interior no ha emitido ninguna señal que declare la
intención de revertir estas prácticas y Marlaska ha defendido el “buen nombre”
de estos agentes, por cierto, igual que el juez que exoneró al agente acusado
de abusos sexuales sin mostrar ninguna consideración por sus víctimas.
Siguen siendo
ultras por más que hayan pasado años, concretamente 46 desde la aprobación de
la Constitución Española
Los argumentos
habituales suenan ya a excusas. Se dice que la potestad para la infiltración
obedece a un mandato destinado a salvarnos de “los malos”, y se refieren
siempre los mismos supuestos: terrorismo, pederastia, narcotráfico, pero lo
cierto es que lo que hemos visto en estos últimos años es a jóvenes salidos de
la escuela de la policía investigando y espiando a otros jóvenes que se
asamblean, que pintan pancartas, ayudan a parar desahucios, socializan, se
manifiestan y protestan.
Incluso en el caso
de que se planeen acciones de desobediencia civil o disturbios, el dispositivo
de espionaje está injustificado en términos de ejercicio democrático: hay que
recordar la vieja frase de que el pensamiento no delinque y explicar que la
policía precog —la que resuelve crímenes antes de que se produzcan— es materia
de ciencia ficción, especialmente si se quiere mantener la habitual retórica
sobre el Estado de derecho. Tampoco se recuerdan, por ejemplo, procesos
recientes en los que los testimonios de los agentes infiltrados hayan sido
claves para la detección de un delito y, sin embargo, sí se han dado referencias
de la incitación a cometerlos por parte de estos agentes encubiertos, algo
contemplado en el Código Penal.
En el último caso,
destapado hoy por El Salto, el agente ‘Juancar’, infiltrado en Distrito 14, un
colectivo de apoyo mutuo de Moratalaz, se comunicó con sus víctimas una vez se
le hizo saber que se le había detectado. Entre amenazas veladas y poco veladas,
añadió una frase “sigo siendo ultra por mucho que hayan pasado dos (sic) años”.
Sea verdad o una bravata, el mensaje es revelador en cuanto denota la ideología
que subyace en estas prácticas. No serían justificables si se tratase de
agentes formados en democracia, pero no se trata de eso, sino de la extensión
de una cultura del enemigo interno que es la que subyace detrás de esta
práctica, y que es atribuible no solo a estos jóvenes agentes, meritorios en
busca de ascensos, suplementos salariales y quien sabe si destinos en los
servicios secretos, si no a los mandos que los forman y les asignan destinos.
Siguen siendo ultras por más que hayan pasado años, concretamente 46, desde la
aprobación de la Constitución Española.
Es urgente que los
partidos políticos se tomen en serio estas informaciones. Es especialmente
importante que lo haga Sumar, socio de Gobierno de Pedro Sánchez y Fernando
Grande-Marlaska, y es clave que la sociedad civil organizada no deje de
reclamar el final de estas prácticas, injustificables por mucho que se
sobrevaloren las amenazas por parte de la Policía y del Ministerio de Interior,
por mucho que la ficción y no ficción audiovisual haya instalado un imaginario
romántico sobre los infiltrados.
Pero, por último,
también es imprescindible que comience a infiltrar pensamientos democráticos
entre los propios agentes. Una modesta proposición es infiltrar a personas que
respetan los derechos humanos y los derechos fundamentales en las escuelas de
formación policial que detecten e informen sobre los agentes y los mandos que
ponen en marcha programas con potencial criminal. Quizá eso señale a los
elementos que, aunque pasen los años, siguen siendo ultras.
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