jueves, 16 de mayo de 2024

INFILTRADOS EN LA DEMOCRACIA

INFILTRADOS EN LA DEMOCRACIA

Un nuevo caso de infiltración policial subraya la permanencia de una serie de prácticas que amenazan derechos fundamentales y tienen potencial delictivo.

PABLO ELORDUY

 

El octavo caso destapado de infiltración policial en los movimientos sociales en los dos últimos años confirma las sospechas de que ha existido un programa de esta clase surgido del Ministerio de Interior con el más que probable objetivo de “formar” a agentes en situaciones de espionaje. Curtirlos en una práctica que exige control mental, templanza y altas dosis de disociación afectiva y personal en entornos aparentemente “suaves”.

 

La perversidad de la práctica es más evidente cuando estos agentes y estas agentes inician o buscan relaciones sexoafectivas con militantes de los espacios a los que espían, pero la vulneración de derechos y la huella emocional dejada por estas tácticas se extienden a muchas más personas, afectan a colectivos enteros y extienden la paranoia —otro objetivo no menor de la práctica— entre militantes.

 

El caso del infiltrado ‘Dani’ en Barcelona, en el que por primera vez se produjo una denuncia de seis víctimas por delitos de abusos sexuales, contra la integridad moral, de revelación de secretos y de impedimento del ejercicio de derechos cívicos, pone de relieve no solo la ilegitimidad sino la más que posible criminalidad de unas prácticas que, hasta esta última fase, los movimientos sociales y políticos daban por segura, pero que no habían podido desvelar en toda su crudeza.

 

Aun así, falta mucho para que esta práctica sea desterrada del repertorio policial. Las respuestas del Ministerio de Interior, las pocas veces que Fernando Grande-Marlaska se ha referido a ello, y el vago argumento de que “de producirse” se estarían realizando “bajo orden judicial” —y esas órdenes conducen a un laberinto de justificaciones que acaba en la persistente Ley de Secretos Oficiales de origen franquista—, muestran la nula voluntad política de erradicar un tipo de actuación que señala nítidamente una grave falta de democracia, en cuanto afecta a derechos fundamentales como el de la libertad de reunión y el derecho a la intimidad.

 

Por cuestión de cronología, todo indica que la hornada de agentes “de inteligencia” —como les gusta llamarlos a los mandos de Interior— procede de los gabinetes del Partido Popular, pero no cabe duda de que el PSOE, jugando su papel habitual de “partido del orden”, y concretamente Grande-Marlaska, no ha hecho nada por retirar a estos agentes. Interior no ha emitido ninguna señal que declare la intención de revertir estas prácticas y Marlaska ha defendido el “buen nombre” de estos agentes, por cierto, igual que el juez que exoneró al agente acusado de abusos sexuales sin mostrar ninguna consideración por sus víctimas.

 

Siguen siendo ultras por más que hayan pasado años, concretamente 46 desde la aprobación de la Constitución Española

Los argumentos habituales suenan ya a excusas. Se dice que la potestad para la infiltración obedece a un mandato destinado a salvarnos de “los malos”, y se refieren siempre los mismos supuestos: terrorismo, pederastia, narcotráfico, pero lo cierto es que lo que hemos visto en estos últimos años es a jóvenes salidos de la escuela de la policía investigando y espiando a otros jóvenes que se asamblean, que pintan pancartas, ayudan a parar desahucios, socializan, se manifiestan y protestan.

 

Incluso en el caso de que se planeen acciones de desobediencia civil o disturbios, el dispositivo de espionaje está injustificado en términos de ejercicio democrático: hay que recordar la vieja frase de que el pensamiento no delinque y explicar que la policía precog —la que resuelve crímenes antes de que se produzcan— es materia de ciencia ficción, especialmente si se quiere mantener la habitual retórica sobre el Estado de derecho. Tampoco se recuerdan, por ejemplo, procesos recientes en los que los testimonios de los agentes infiltrados hayan sido claves para la detección de un delito y, sin embargo, sí se han dado referencias de la incitación a cometerlos por parte de estos agentes encubiertos, algo contemplado en el Código Penal.

 

En el último caso, destapado hoy por El Salto, el agente ‘Juancar’, infiltrado en Distrito 14, un colectivo de apoyo mutuo de Moratalaz, se comunicó con sus víctimas una vez se le hizo saber que se le había detectado. Entre amenazas veladas y poco veladas, añadió una frase “sigo siendo ultra por mucho que hayan pasado dos (sic) años”. Sea verdad o una bravata, el mensaje es revelador en cuanto denota la ideología que subyace en estas prácticas. No serían justificables si se tratase de agentes formados en democracia, pero no se trata de eso, sino de la extensión de una cultura del enemigo interno que es la que subyace detrás de esta práctica, y que es atribuible no solo a estos jóvenes agentes, meritorios en busca de ascensos, suplementos salariales y quien sabe si destinos en los servicios secretos, si no a los mandos que los forman y les asignan destinos. Siguen siendo ultras por más que hayan pasado años, concretamente 46, desde la aprobación de la Constitución Española.

 

Es urgente que los partidos políticos se tomen en serio estas informaciones. Es especialmente importante que lo haga Sumar, socio de Gobierno de Pedro Sánchez y Fernando Grande-Marlaska, y es clave que la sociedad civil organizada no deje de reclamar el final de estas prácticas, injustificables por mucho que se sobrevaloren las amenazas por parte de la Policía y del Ministerio de Interior, por mucho que la ficción y no ficción audiovisual haya instalado un imaginario romántico sobre los infiltrados.

 

Pero, por último, también es imprescindible que comience a infiltrar pensamientos democráticos entre los propios agentes. Una modesta proposición es infiltrar a personas que respetan los derechos humanos y los derechos fundamentales en las escuelas de formación policial que detecten e informen sobre los agentes y los mandos que ponen en marcha programas con potencial criminal. Quizá eso señale a los elementos que, aunque pasen los años, siguen siendo ultras.


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