HABLEMOS DEL PODER MEDIÁTICO
MIGUEL
ÁNGEL LLAMAS
La carta de Sánchez, al poner el acento en la máquina del fango, ha contribuido a alimentar un debate útil sobre desinformación y lawfare. Sin embargo, la dilución de su discurso tras su decisión de continuar como presidente del Gobierno ha desconcertado a propios y extraños. Como si recogiera cable, Sánchez ya se limita a hablar de bulos y pseudomedios, y ni siquiera ha planteado una sola propuesta o línea de acción política al respecto. Ante este vaciamiento discursivo, resulta imprescindible enfocar correctamente el debate: la verdadera amenaza para las democracias es el poder mediático, esto es, los grandes medios de comunicación y, más recientemente, las plataformas digitales de gran tamaño.
A estas alturas no debería ser
necesario explicar la importancia de los medios de comunicación en la
conformación de la opinión pública y en el funcionamiento de las sociedades y
los sistemas políticos. Quienes la nieguen bien podrían ser tildados de idiotas
mediáticos. La propia idea de cuarto poder, aceptada por el pensamiento del
establishment, aunque no da cuenta de su magnitud, sí sirve al menos para
convenir que nos hallamos ante un verdadero poder. Entonces, si los medios de
comunicación son un poder, ¿cómo es posible que carezcan de límites efectivos
en un Estado de derecho y un sistema constitucional que presumen de separar y
desconcentrar el poder?
El argumentario de la derecha
política y mediática ―también el de otros actores conservadores, como las
élites jurídicas y académicas― sobre los medios de comunicación y el derecho a
la información es ciertamente débil y se orienta a salvaguardar sus intereses
como bloque de poder. En resumidas cuentas, para la derecha nada debe regularse
si se quiere garantizar la libertad de información. Y ya sabemos lo que la mano
invisible suele tapar.
De entrada, se trata de un
discurso hipócrita en todos los sentidos. Primero, porque las mayores
vulneraciones directas de las libertades de expresión e información llevan la
autoría de la derecha (no pocas veces con la connivencia de una
socialdemocracia sometida). Pensemos, por ejemplo, en la dictadura franquista
de la que emana la actual derecha española, que todavía no la condena; o en el
cierre de Egunkaria, o en la más reciente censura de los medios rusos en la
Unión Europea. Segundo, porque, como siempre, se quiere hacer pasar por
desregulación una concreta regulación que consagra específicos intereses. En España
está vigente buena parte de la ley de prensa de 1966. Sí, una ley de una
dictadura es la que regula la prensa en nuestro país. Y también hay una ley
general de comunicación audiovisual de 2022, además de otras muchas normas
europeas y sectoriales.
En términos jurídico-lógicos, el
simplista discurso prolibertad del pensamiento hegemónico no se sostiene. Luigi
Ferrajoli, uno de los mejores juristas del último siglo, viene desmontando la
confusión conceptual que subyace en ese discurso oficial, que oculta la
distinción entre derechos patrimoniales y derechos fundamentales. De hecho, la
concentración de la propiedad de los medios de comunicación en unas pocas manos
atenta cada día contra el derecho a informar, el derecho a ser informado y el
derecho a la libertad de expresión de las mayorías sociales. La proclamada
ausencia de regulación en el ámbito de la comunicación lo que pretende es
asegurar que los intereses de una minoría se imponen sobre los de la mayoría a
consecuencia de la elevada concentración de la propiedad de los medios. Como
explicó el prestigioso sociólogo Steven Lukes, no puede comprenderse la
realidad del poder sin reparar en la relevancia del poder cognitivo de engañar.
En el panorama mediático, además
de potenciar la alfabetización mediática, transparentar los conflictos de
intereses de los medios y racionalizar la publicidad institucional, resulta
necesario adoptar medidas legislativas contra los bulos y la desinformación,
algo que sería constitucional y jurídicamente viable. Los mecanismos actuales
de cariz individual (civiles y penales) contra la basura informativa se han
revelado del todo insuficientes, por lo que deben ser reforzados y ampliados.
Otros derechos fundamentales son objeto de una intensa regulación, a veces
eficaz. Por poner un solo ejemplo, ¿acaso no se garantiza el derecho
fundamental de sufragio gracias a la existencia de numerosas normas y una
Administración electoral formada por magistrados, académicos y ciudadanía? ¿Por
qué no una Administración contra la desinformación análoga en pluralismo y
garantías?
Pero mucho más perentorio que
regular la desinformación es que los poderes públicos promuevan las condiciones
para que la libertad y la igualdad de las personas sean reales en el ámbito
mediático. Suele obviarse que, incluso en el Derecho vigente, el espectro
radioeléctrico ―algo así como el conjunto de frecuencias por las que se
transmite la información― es dominio público, esto es, un bien de titularidad
pública que sirve al uso general o al servicio público. Como prioridad, una
nueva ley de medios debe articular los mecanismos necesarios para promover y
garantizar que la titularidad de las radios y televisiones que usan el espectro
radioeléctrico sea acorde al pluralismo de nuestra sociedad. Los bulos de los
panfletos digitales de ultraderecha no serían dañinos si las televisiones no
intoxicaran previamente a la ciudadanía con sus agendas y encuadres (otras
veces las televisiones integran o dan voz a los perpetradores de los bulos).
Son demasiadas las reformas pendientes
para la regeneración democrática. Debemos tomar conciencia de que no habrá un
verdadero Estado social, democrático y de Derecho hasta que el poder mediático
sea desconcentrado, limitado, transparentado y democratizado.
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