RESENTIMIENTO Y LITERATURA
SANTIAGO
ALBA RICO
El escritor
Juan Manuel de Prada recibe un premio. Foto de archivo - EP
La lectura de Mil
ojos esconde la noche, la descomunal última novela de Juan Manuel de Prada, o
la lectura de su descomunal primera parte (que es la que se acaba de publicar),
me invita a dos reflexiones concomitantes: una sobre el concepto de
resentimiento, la otra sobre nuestra relación actual con la literatura.
Veamos. ¿Qué es el resentimiento? Fernando Navales, el narrador y protagonista de esta locura ambientada en el París "español" de 1940, es un resentido. Su resentimiento tiene un origen concreto, como todos: no ha podido perdonar a Pedro Luis de Gálvez, el bohemio anarquista que protagonizó la otra obra mayor de Prada (Las máscaras del héroe), que le salvara de la muerte. Ahora bien, esta vida, así liberada, queda liberada de algún modo para el mal. La generosidad de su enemigo, que ya no puede desmentir (pues Gálvez ha sido fusilado) y a la que debe la supervivencia, emancipa su alma de cualquier vínculo moral o afectivo. Esto es importante. Con independencia de su etiología concreta, el resentimiento siempre tiene su propio proyecto; consiste en su propio proyecto sobre el mundo.
Navales es un tipo introspectivo consciente de
su libertad negativa, a la que no opone ninguna resistencia interior y que
examina, al contrario, con irónico placer narcisista, recurriendo una y otra
vez al Tiberio (1939), la conocida obra de Gregorio Marañón, exiliado en París
y objeto implacable del odio vengativo de nuestro héroe. Navales se complace en
todos los síntomas descritos por el execrado médico oportunista: "el
resentimiento", dice, "es una pasión impersonal, a diferencia del
odio y de la envidia, que suponen siempre un duelo entre quien odia o envidia y
quien es odiado o envidiado". O más adelante: "La envidia y el odio
tienen un sitio concreto dentro del alma y, si se extirpan, el alma puede
quedar intacta. En cambio, el resentimiento anega el alma entera, gangrenándola
por completo".
Anega el universo
en su totalidad, podríamos añadir. El resentimiento, en efecto, no es como la
envidia, que desea algo que los demás tienen: lo que desea es la destrucción
misma, al menos simbólica, del otro. El resentimiento tampoco es como la
ambición, que quiere trepar o hacerse reconocer en público: solo aspira a la
degradación del mundo circundante. Pensemos, por ejemplo, en Yago, el personaje
del Otelo de Shakespeare; su pasión erosiva se activa, sí, a partir de la
envidia: había deseado el cargo, la riqueza y el amor de los que goza ahora el
capitán moro. Pero, una vez en marcha este frío delirio, no le excitan ni el
mando ni el dinero ni el sexo: solo le interesa la descomposición moral de un
mundo al que ya no demanda lo que le negó. El resentimiento, si se quiere, es
una revuelta contra la bondad humana; es de una potencia insidiosa pero
revolucionaria: pretende transformar el universo: ambiciona que todo el mundo
se vuelva malo o, al menos, ridículo. "El acicate del resentimiento no
tiene por qué ser necesariamente la ofensa", dice Navales; "al
resentido, para ponerse frenético, le basta la actitud noble de un hombre
cabal". De ahí que el resentimiento, en su obra de demolición reptil,
combine los pequeños gestos corruptores con la más minuciosa y creativa
maledicencia.
En este sentido, el
resentimiento despliega sobre todo un verbo rico y viperino. Mantiene vivas las
dos lenguas: la de víbora que envenena todas las ventanas y la de la creación
literaria, inseparable siempre de la chismorrería, ya sea tóxica o benigna. La
literatura, no lo olvidemos, no es un medio para transmitir un mensaje; es un
medio para transmitir un lenguaje. En el caso del resentimiento, ese lenguaje
se vuelve casi ineludiblemente barroco; la cólera insulta pronto y mal y se calma
en el exabrupto sumario; el resentimiento, en cambio, no se sacia jamás; es un
innovador del insulto, un maestro del vituperio, un renovador del refinamiento
degradatorio. La operación de transformación del mundo que emprende el
resentimiento es en sí misma, quiero decir, una operación literaria. Navales
(uno de los pocos personajes de ficción de la novela de Prada) es un falangista
culto que ha empuñado ora la espada ora la pluma, que ha leído a los grandes
autores del siglo de Oro y que odia, sin duda, los estilemas campanudos de
Pemán y Giménez Caballero; y que moviliza, por eso mismo, todos los recursos
verbales de su paleta invectiva en favor de la destrucción lingüística del
otro. Navales es un virtuoso del insulto, un acróbata de la descalificación
políglota (a veces bruscamente grosera y más a menudo copiosamente culterana),
un sibarita de la gollería verbal ignominiosa. Sus frases percuten en el
cerebro del lector y se mantienen durante muchos minutos, vibrantes y
pegajosas, en el umbral de la glotis. El resentimiento culto de este héroe
infame necesita palabras y palabras; apenas alcanza a su felonía el caudal
léxico de la lengua castellana, a la que sorbe la médula; su maldad bate hasta
la espuma una lengua que es al mismo tiempo de la época y de la historia,
trufada de cultismos quevedianos y de arcaísmos vivificados por la guerra
civil.
Una de las cosas
más reseñables del libro de Prada es que la lengua prodigiosa de Navales
consagra de manera apabullante la relación orgánica que existe, a mi juicio,
entre el resentimiento y el esperpento. El resentido culto, al volcar sobre él
su acidez, vuelve esperpéntico el mundo circundante. Eso es lo que hacían, no
sé, Gracián y Quevedo y, más tarde, Valle-Inclán (o el gran hijo de puta de
Cela). Navales lo mira y lo nombra de tal modo -el mundo- que de él nada, o
casi nada, puede salvarse: aparece siempre bajo una luz quebrada y aceitosa,
con contorsiones de mono tranco, con andrajos de mil colores y monerías de
bufón. Parafraseando a Pessoa, la lengua de este resentimiento consciente (el
arte del mal) es "imparcial como la nieve"; difunde su protervia
insidiosa a izquierdas y derechas, sin hacer distinciones: Navales, en efecto,
desprecia a los artistas del exilio republicano (sobre todo al "pintamonas"
de Picasso) pero no menos a los monárquicos, los liberales y los nazis, sin
excluir a sus propios compañeros falangistas, a los que tiende mil abyectas
celadas.
Es posible (o no)
que Prada, del que políticamente disiento en cuestiones mayores, no esté de acuerdo
con lo que voy a decir a continuación, pero tendrá que aguantarse: solo los
autores pequeños son dueños de sus obras. Mientras que las mediocres dicen una
sola cosa, la que quiere decir el escritor (y por eso son malas), las buenas
novelas (y aún más las grandes) dicen muchas más, y algunas de ellas, porque
las dicen sus personajes, no tienen por qué corresponderse con el pensamiento o
la ideología de quien las ha dado a luz. Veamos. Nietzsche habla del
resentimiento de los vencidos, que se habría impuesto paradójicamente -sostiene
el filósofo- a través del cristianismo y su renuncia institucional a la vida.
Ahora bien, existe asimismo un resentimiento de los vencedores que es muy
esperpéntico y muy español; un resentimiento muy presente, por ejemplo, en
nuestra derecha memoriosa, incapaz de dejar atrás la guerra civil, incapaz de
olvidar su violencia victoriosa, incapaz -he escrito otras veces- de perdonar a
los vencidos. Estas derechas (que el personaje de Prada, más bien rojipardo,
despreciaría) carecen del refinamiento barroco de Navales y por eso, mientras
fakean, mienten e insultan, se vuelven ellas mismas esperpénticas sin necesidad
de una invectiva gracianesca procedente del exterior: pensemos en Ayuso
entronizada de rojo pasando revista a las tropas el 2 de mayo o en Abascal
tocado, material y simbólicamente, con un morrión de Flandes. Añadamos que,
junto a este resentimiento del vencedor, hay también, claro, un resentimiento
izquierdista minoritario cuyo estilo, muy diferente, no es literariamente más
depurado; pues sueña menos con transformaciones que con revanchas y,
renunciando a incidir en la realidad, se refugia bajo la campana sorda de las
grandes verdades y las grandes denuncias; es decir, en el placer narcisista,
negativo, de nombrar la maldad de los otros, incluidos -o sobre todo- los
propios compañeros de viaje.
La audacia
literaria de Prada consiste en que da la palabra (un volcán de palabras) a un
fascista español resentido en un momento particularmente electrizado de la
historia: la ocupación nazi de París entre 1940 y 1944. A unos les gustaría que
Mil ojos esconde la noche fuese una novela "comprometida"; a otros
les apetecería (tan imparcial es la maldad de Navales) poder reprocharle
"equidistancia". Esta es la segunda reflexión que quería hacer.
¿Desde dónde leemos hoy una novela? ¿Qué es para nosotros, lectores voraces del
siglo XXI, la literatura? Costó un largo esfuerzo histórico, de obra y de
crítica, que se aceptase la política ("ese pistoletazo en medio de un
concierto", según Stendhal), como legítimo objeto literario. Hoy, al
contrario, parece difícil sacarla de sus entrañas; necesitamos cada vez más
reconocer en los libros una constelación identitaria compartida, un mensaje
claro acorde con los valores que defendemos en el mundo real. Pero eso no es
literatura. La perfidia, la mala leche, el rencor, el odio, la crueldad son
objetos literarios tan legítimos como el amor o la revolución; el placer de
golpear indiscriminadadamente el mundo hasta el esperpento forma parte inalienable
de una de nuestras tradiciones literarias más fecundas y decisivas. De una
novela no deberíamos poder decir nunca si es de izquierdas o de derechas,
feminista o no, ecologista o menos; solo si es buena o mala. Como he dicho
otras veces, la literatura no consiste en un combate contra el mal; consiste en
un combate contra la mala literatura. Cuando leemos o escribimos tenemos que
defender, sí, la buena literatura, y no la verdad o el bien, porque solo la
buena literatura dice más cosas de las que quiere decir el autor y cosas
también distintas de las que quiere oír el lector: entre ellas, a veces, la
verdad y el bien. Y la belleza, que no siempre es blanca y rubia. El
apabullante trabajo de investigación que Prada vuelca en la trama queda
diluido, con una naturalidad pasmosa, en el color de la pasión rencorosa del
protagonista; la celebración bárbara, tremendista y barroca del lenguaje, por
su parte, hace imposible localizar una posición ideológica directriz; también
impide que el lector se identifique (o siquiera simpatice) con ninguno de los
personajes, reales o ficticios, que desfilan por sus páginas. Esto es muy
molesto, sobre todo si uno tiene su corazoncito republicano y sus querencias
afectivas. Pero creo que todo lector que se precie de serlo debe desear, cuando
abre un libro, ser molestado y no sencillamente adulado en sus creencias y sus
mañas literarias.
Hoy nos enfrentamos
a los dos peligros de siempre, aunque agravados por las condiciones sociales de
la recepción, cada vez más moldeadas por el fanatismo y el puritanismo. El
primer peligro es el de confundir al autor con su obra o con sus personajes. Se
supone (pues) que no debería gustarme la novela de un escritor que no piensa
políticamente como yo. El segundo es el de confundir a los personajes con el
lector ideal que represento a mis propios ojos. Se supone (es decir) que no
debería gustarme una novela cuyo protagonista no me gusta o no me cae bien, con
el que no puedo identificarme, en el que no puedo reconocer un universo
afectivo afín o un proyecto de vida deseable. Ahora bien, ¿es que puedo
identificarme con Maldoror, el personaje del conde de Lautréamont ("soy
feo, soy malo, los cerdos vomitan al mirarme")? ¿O con Grieben, el
narrador nazi de "La noche del Uro", del comunista Dalton Trumbo? ¿O
con el fascista Sandrino de "Un héroe de nuestro tiempo", la
extraordinaria novela de Vasco Pratolini? ¿O con el Bardamu ácido y misántropo
de "Viaje al fin de la noche", obra maestra del antisemita Ferdinand
Celine? En un momento en el que se lee y escribe probablemente más que nunca,
podría empezar a preocuparnos la supervivencia de la literatura si
descubriéramos de pronto que ya no queremos leer las obras citadas o que no
queremos medirnos, cuando escribimos, con ellas. El placer ( y la verdad) que
nos proporciona la literatura no podemos sustituirlo por ningún otro ni
encontrarlo en ningún otro sitio. Tomárselo en serio (como hace el chiflado
genial de Prada) no es la mejor manera de salvar el mundo, no, pero sí de
salvar nuestro interés por él.
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