LA COMPAÑÍA
DE LOS MUERTOS
DAVID
TORRES
Ante
el aviso de la propietaria, los Mossos han entrado en un piso de Gerona y han
encontrado en ella a una pareja que llevaba varias semanas viviendo con el
cadáver de un hijo de siete años. A pesar de su avanzado estado de
putrefacción, habían arrinconado colchones junto al cuerpo. Mientras los
padres, de nacionalidad estadounidense, eran arrestados, otros dos hermanos,
menores de edad, han sido trasladados a un centro de salud mental.
Aunque
faltan los resultados de la autopsia, a primera vista no había huellas ni
señales de violencia en el cuerpo. Todavía no se sabe si los progenitores
provocaron el fallecimiento del pequeño o si murió por causas naturales. Más
allá de la posible perspectiva criminal, lo que me subyuga de esta historia es
la resistencia de los progenitores a aceptar la corrupción, el hecho bruto de
la muerte; su empeño en prolongar la convivencia con una criatura exánime, en
renegar de la carne corrupta y el hedor de la podredumbre. Una resistencia y un
empeño que además venía por duplicado. Me imagino a la pareja discutiendo sobre
la conveniencia o no de llamar a la policía, al médico, a los bomberos. Supongo
que uno de ellos -¿la mujer o el hombre?- acaba convenciendo al otro, le acaricia
la mano mientras encuentra un argumento irrebatible que quizá tenga que ver con
el dolor, la culpa, el arrepentimiento, quién sabe si con la sospecha de la
resurrección. Los veo intentando explicar a sus otros dos hijos el silencio, la
inmovilidad de su hermano, la necesidad de formar un frente común, de que nada
ni nadie se entrometa en esa piña familiar que formaban juntos: un pájaro con
un ala rota.
Hay
una novela terrible en el interior de esa habitación; un tratado de necrofilia,
de angustia y de terror que tal vez pudiera rajar las telarañas de la sociedad
contemporánea; un libro por escribir que nunca alcanzará la perfección con que
la vida lo ha escrito. La noticia me ha recordado otro libro que leí hace
tiempo, La compañía de los muertos de Brian Masters, tal vez el intento más
profundo e íntimo por penetrar en la mente de un asesino en serie. Masters
relata la trayectoria criminal de Dennis Nilsen, un hombre obsesionado desde
niño con la muerte y que, incapaz de mantener una relación duradera con otro
ser humano, un día estranguló al joven con que acababa de hacer el amor, lo
bañó, lo vistió y convivió con él hasta que el olor se hizo insoportable.
Entonces lo descuartizó y lo enterró en el jardín. Durante años, Nilsen repitió
el macabro ceremonial con otras catorce víctimas -estudiantes, mendigos,
parejas de una noche- hasta que un día los vecinos, alarmados por el mal olor
que salía de las cañerías, llamaron a un fontanero. El hombre encontró las
tuberías de la casa atascadas con pedazos de carne podrida y la policía acabó
por registrar la casa del asesino, quien en ese momento tenía un cadáver en el
baño y otro desmembrado en el armario.
Durante
el interrogatorio, Nilsen contó que no podía soportar el miedo que le embargaba
cada vez que uno de sus acompañantes pretendía marcharse. Por eso tenía que
ahogarlos, lavarlos, vestirlos: para acostarse luego junto a alguien, tocarlo,
sentarlo en un sillón, conversar con él después de una larga jornada de
trabajo. Después, cuando los alcanzaba la putrefacción, los descuartizaba y los
enterraba en el jardín, que ya era un verdadero cementerio. Nilsen explicó que
no mataba por odio sino por el temor a quedarse solo. “Únicamente deseaba a
alguien con quien hablar, alguien con quien llenar el vacío”.
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