FALTA UN
BORBÓN EN EL BANQUILLO
JUAN CARLOS
ESCUDIER
Juzgar
a una infanta es un rareza en este país y no es descartable que la visión de
Cristina de Borbón sentada en el banquillo dure un parpadeo si finalmente el
tribunal le aplica esa doctrina que se inventó para que el banquero Botín no
pisara la cárcel. Sería un coitus judicial interruptus, una puntita nada más,
breve pero intensa. Lo interesante de este proceso, sin embargo, no es tanto
que la hija de un rey acabe en el talego, que es casi un imposible metafísico,
sino constatar que no está todo perdido y que la osadía de un magistrado puede
remover los cimientos de un sistema pensado para que la justicia se más igual
para unos que para otros.
Lo
que se juzga en realidad no son las mordidas de Urdangarín y su socio a las
arcas públicas y el desvío de esas cantidades al pago de un palacete o al
salario en negro del servicio doméstico. Tampoco si Cristina de Borbón sufría
el síndrome de Ana Mato y era incapaz de distinguir si eran Jaguares o podencos
lo que tenía en su garaje. Lo que se ha puesto por primera vez en cuestión es
la manera con la que la familia más privilegiada del barrio se ha desenvuelto
en relación con el dinero de los demás, que siempre ha creído suyo por designio
divino.
La
historia, por tanto, no comienza con el Instituto Noos, ese entramado de
vanguardia que ha hecho posible que el yerno del Rey y su esposa se forrasen
por medio de una institución sin ánimo de lucro, sino mucho antes, en Estoril,
donde los Borbones vivían de la generosa caridad de los monárquicos, siempre
dispuestos a pagar las abultadas facturas que el exiliado Don Juan dejaba en
Maxim’s cuando viajaba a París. Debió de ser entonces cuando el hoy Rey
emérito, entonces príncipe, se travistió en Vivien Leigh y juró no volver a
pasar hambre al estilo de Lo que el viento se llevó. O dicho de otra forma, se
dispuso a hacer un capitalito por si venían mal dadas y siguió en el empeño aun
cuando ya todas las cartas estaban en su manga.
En
la actualidad, la fortuna de Juan Carlos es un arcano y de los gordos, aunque
algún indicio sobre su origen han aportado las genuflexiones que ha prodigado a
lo largo de la historia a los sátrapas del Golfo o las peripecias judiciales y
penitenciarias que siempre han acompañado a sus llamados administradores
privados, ya se llamaran Manuel Prado y Colón de Carvajal, Javier de la Rosa o
Mario Conde, tres señores impecablemente vestidos, ya se enfundaran un traje de
Armani o el uniforme de presidiario.
Se
han dedicado muchos esfuerzos en conseguir que la Casa Real explicara en qué
gasta su asignación anual pero nadie ha preguntado a cuánto ascienden sus
posibles, que de algún lado han debido de salir habida cuenta de que los
ingresos formales se limitaban a la asignación presupuestaria anual. Mantener a
la familia propia y a la griega con su ramalazo egipcio por eso de que venían
con una mano delante y la otra detrás, así como a la pródiga prole que toda
monarquía ha de engendrar para perpetuar el apellido no es nada barato.
Se
entiende, por tanto, que la infanta y su marido deportista se dispusieran a
hacer lo que veían en casa, bajo el asesoramiento y las directrices de
Zarzuela, que en esto Diego Torres, el socio del yernísimo, no ha dejado lugar
a la duda con su arsenal de faxes e emails. Todo padre aspira a que sus hijos
se independicen y prosperen y está visto que los estipendios de los bancos y
multinacionales en puestos florero ya no son lo que eran. ¿Acaso está regulado
en alguna ley o existe alguna incompatibilidad para que un miembro de la
familia real no pueda hacer negocios con las administraciones públicas?
La
querencia por el dinero es un virus que afecta a buena parte del árbol
genealógico de los Borbones, incluidas algunas ramas poco principales. Uno de
los casos más curiosos se produjo hace más de diez años y tuvo como
protagonistas a dos familiares del emérito, Brun Bruno Alejandro Gómez Acebo y
Marcos Gómez Acebo, hijo y sobrino, respectivamente, de la infanta Pilar de
Borbón. Ambos intermediaron en la venta de Villa Giralda, la finca que fue
residencia en Madrid de Don Juan de Borbón, padre del monarca, a cambio de una
comisión de 1,5 millones de euros. El precio de venta fue de 2,7 millones de
euros, por lo que la comisión representó un inusual 55,5% sobre el total. El
comprador fue Comercializadora Peninsular de Viviendas (CPV), una empresa
implicada en una espectacular estafa inmobiliaria que afectó a más de 1.200
personas y que con esta compra hizo su última operación. ¿Simple casualidad?
Hacer
sayos con capas ha sido lo habitual en la familia y hace algún tiempo nada de
lo que ahora escandaliza de las actividades de Urdangarín y de su señora
habrían tenido relevancia alguna. Es más, ni siquiera se hubieran conocido
gracias a ese manto de discreción cuando no de complicidad que se extendió
sobre los hombros del jefe del Estado, al que se llegó a dotar de
inviolabilidad en la Constitución por si con la discreción no bastaba.
El
país ha cambiado a fuerza de crisis y latrocinios y cuando el patriarca se
quiso enterar de que escaseaban las longanizas para atar a sus perros hubo de abdicar,
no fuera a ser que el chollo se le acabara a él y a sus descendientes. En el
medio de ese terreno otrora impune ha quedado su hija, pese a los denodados
esfuerzos de un notable equipo de defensores encabezado por Miquel Roca, cuyo
servicio nadie duda de que tendrá recompensa, y del que han formado parte la
fiscalía del Estado y la propia Hacienda pública.
Cristina
de Borbón reside ahora en la leprosería borbónica ya que cualquier contacto con
ella se supone altamente contagioso. Así lo ha entendido su hermano, hoy Rey, y
su padre, que desde que dejó el trono no es que haya quemado el corsé porque si
lo tuvo nunca le apretó lo suficiente pero que se ha entregado sin disimulo a
las francachelas y a la buena vida. Por derecho propio, el cazador de elefantes
se habría ganado un sitio en el banquillo de Palma como cooperador necesario si
ese olmo rarísimo que ha dado una manzana se hubiera atrevido con las peras.
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