Hablar claro,
que
ya es decir.
GUILLERMO DE JORGE
Sin
duda alguna, debo de reconocer que en los tiempos que vivimos, hablar claro más
que una manera de reconciliación es una temeridad.
Nos quejamos amargamente de
que nunca nos hablan claro. Que las personas de las que nos rodeamos, para bien
o para mal, siempre se andan con rodeos. Solemos divagar a la hora de tomar una
decisión. Incluso, a veces, nos dilatamos en nuestras conversaciones y nos
adentramos en la dinámica de lo que es correctamente político, obviando en
muchas ocasiones la verdad y sentenciando en tantas otras diciendo sólo aquello
que nuestro interlocutor quiere oir. Aunque adaptemos la realidad al gusto y a
la necesidad del oyente. Ésto, a priori, sería un ejercicio de comunicación empático,
e incluso en ocasiones, sano; sin embargo, si no fuese porque al final
terminamos faltando a la verdad. A la misma verdad que imploramos todos los
días cuando nos levantarnos de la cama y nos disponemos a salir a la calle a
seguir luchando por un trozo de pan para nuestros labios.
Mentiría si dijese que yo,
el aquí presente, no ha faltado jamás a la verdad en nombre del entendimiento.
Mentiría. Pero sí debo de ser honesto, esas veces en las que he flaqueado y he
terminado cediendo ante la evidencia ha sido en defensa propia. A pesar que
podía terminar siendo devorado por los mismos fantasmas y por los mismos dioses
a los que estaba invocando cuando pronunciaba esas palabras.
Sin embargo, muchas veces,
sin darnos cuenta invitamos con nuestras actitud a que nos engañen. A que nos
presenten una visión distorsionada de la realidad. A que nos creen un mundo
hecho a nuestra medida, a pesar de nuestro inevitable fracaso, cuando aceptamos
esa quimera que nos mal venden. Lo peor de todo, es que cuando nos despertamos,
nos damos cuenta que todo lo que nos habían contado era mentira. Pura mentira.
Ahí es cuando viene el
dolor. Precisamente ahí es cuando nos damos cuenta que la gente que teníamos a
nuestro alrededor ya no son tan amigos como pensábamos. Que aquellos días,
cuando brindabamos en nombre de la eternidad, habían acabado en el mismo
instante en el que la botella ya no estaba ni siquiera medio vacía, ni medio
llena. Nos damos cuenta que a la hora de pagar todos se han ido y nos han
dejado con los pantalones hasta las rodillas y con las facturas sin pagar.
No creo en la justicia
divina. Nunca se me dió bien pedir clemencia, y menos, cuando no la merecía.
Pero estamos en tiempos en los que tenemos que hablar claro. Dejarnos de
superficialidades, mirarnos directamente a los ojos y contarnos todo aquello
que nunca pudimos contar a la cara. Este es el momento de la verdad, mi querido
lector, y estoy preparado para poner orden en esta vida que se antoja
caprichosa; no quiero ser un juguete más de sus impertinencias y mi familia
tampoco.
@guillermodejorgj
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